¡Thalassa! ¡Thalassa!, el legendario grito de emoción que profirieron los mercenarios griegos cuando vieron el mar, que podía poner fin a su penosa retirada por tierra persa devolviéndoles a su patria sanos y salvos, es ya una frase clásica que metaforiza a ese mundo heleno tan vinculado al gran azul y muy bien podría servir de subtítulo a la obra en la que Jenofonte la inmortalizó, Anábasis. Pero, aunque narrado en clave literaria, su relato es histórico y él mismo no hace sino contar su experiencia personal, ya que tomó parte -y fue uno de los generales- en la conocida como Retirada (o Expedición) de los Diez Mil.
Empecemos por el principio y usando las palabras con las que el propio Jenofonte da inicio a la Anábasis y que dicen así: Darío y Paristádide tuvieron dos hijos: el mayor, Artajerjes; el menor, Ciro. La frase se refiere a Darío II, hijo ilegítimo de Artajerjes I y Cosmartidene de Babilonia, que originalmente se llamaba Oco y se había hecho con el trono de Persia tras derrocar y matar a su hermanastro Sogdiano (quien a su vez, había hecho otro tanto con su hermano Jerjes II). Estas luchas sucesorias fratricidas eran habituales y, de hecho, cuando murió Darío en el año 404 a.C. sus vástagos también protagonizaron una.
El monarca estuvo casado con varias mujeres y su prole fue numerosa, pero el heredero legítimo era Arsicas, al que había tenido con su esposa Paristátide (o Paristatis) y que al ser coronado trocó su nombre por el de Artejerjes II. Pero su hermano menor, Ciro el Joven, al que Plutarco describe como testarudo y vehemente, no se conformó con sus satrapías de Lidia, Frigia y Capadocia; Tisafernes, sátrapa de Caria y presunto amigo suyo, le denunció por conspirar y sólo se libró de la muerte gracias a la súplica de su madre, que según Jenofonte le quería más que al rey Artajerjes. Fue un error porque, cuenta Plutarco, su resentimiento le hizo desear el reino con más entusiasmo que antes.
El soberano se quitó de encima a Ciro destinándolo a Sardes, ciudad de Jonia, región que aunque se hallaba en territorio persa (en la actual Turquía) estaba tachonada de urbes de cultura griega. Mandarlo allí constituyó otra equivocación, ya que le facilitó contactar con Lisandro, un general espartano con quien tiempo atrás había entablado amistad hasta tal punto que financió por él la guerra de Esparta contra Atenas (a pesar de que la política de Darío II había sido más bien de neutralidad) y quien ahora se mostró dispuesto a devolverle el favor ayudándole a destronar a su hermano.
Lisandro acababa de ganar el triunfo naval de Egospótamos (405 a.C.), que otorgó a Esparta la hegemonía de Grecia y supuso el final de la Guerra del Peloponeso al año siguiente. La victoriosa ciudad estaba en disposición de aportar tropas a Ciro, aunque no oficialmente para evitar una escalada, ya que Atenas no fue destruida sino incorporada a sus dominios con los mismos amigos y enemigos. Optó así por enviar setecientos voluntarios, que se sumaron a un ejército de mercenarios en el que se alistaron muchos hoplitas veteranos de la Guerra del Peloponeso que querían continuar la vida militar. No sólo lacedemonios sino también de otros lugares de Grecia y Jonia.
Hablamos de los famosos Diez Mil -en realidad más, unos once o doce mil-, formado por contingentes de Esparta, Atenas, Creta, Arcadia, Beocia, Acaya, Tracia, Tesalia, Creta y Siracusa, más otros complementarios procedentes de Siria y las ciudades jónicas, cada uno con su propio general y todos bajo el mando de Clearco, exgobernador espartano de Bizancio (que había sido desterrado por traición). El grueso lo constituían hoplitas (infantería pesada), aunque también había dos millares y medio de peltastas (infantería ligera) y doscientos arqueros cretenses.
Con el apoyo naval de treinta y cinco trirremes capitaneados por Pitágoras (no confundir con el matemático homónimo) y veinticinco que mandaba el egipcio Tamos, los soldados griegos se unieron en Sardes al ejército persa de Ciro, que según Jenofonte sumaba otros cincuenta mil hombres aunque los expertos rebajan su cifra a una cuarta parte. Entonces emprendieron la marcha para, oficialmente, reprimir una rebelión en la región de Pisidia, que había tomado partido por Tisafernes en la guerra que mantenía con Ciro por el control de los territorios limítrofes de Jonia. Conflicto en el que Artajerjes II no quería posicionarse a favor de ninguno mientras siguiera recibiendo sus correspondientes tributos.
Tisafernes, perteneciente a la alta nobleza (era nieto de Hidarnes, uno de los sátrapas que auparon al poder a Darío I, a su vez tatarabuelo de Artejerjes II), también había colaborado con Ciro y Farnabazo II (el sátrapa de Frigia Helespóntica) en ayudar a Esparta durante la Guerra del Peloponeso; de hecho, fue él quien acogió al general ateniense Alcibíades cuando huyó a Persia acusado de sacrilegio. Su enfrentamiento con Ciro derivaba de que a éste se le hubieran entregado las satrapías de Lidia, Frigia y Capadocia en detrimento suyo, quedando únicamente encargado de las ciudades jónicas.
Así que, en cuanto supo que su rival planeaba dar un golpe de estado, Tisafernes corrió a advertir al rey y éste empezó a reunir su ejército a toda prisa, cosa nada fácil teniendo en cuenta que estaba formado por tropas enviadas de todos los rincones de un imperio tan vasto como era el aqueménida. Entretanto, Ciro continuó avanzando sin más oposición que la que presentaron los griegos cuando llegaron a Tarso y se enteraron del verdadero objetivo para el que habían sido contratados: arrebatarle el trono al monarca y entregárselo a él. Inicialmente se consideraron engañados, pero la promesa del contratante de buenas pagas y ricos botines les hizo cambiar de opinión.
Al fin y al cabo, la visión que tenían de Ciro era muy positiva, como manifiesta Jenofonte:
…nada se destacó más en su conducta que la importancia que daba al fiel cumplimiento de todo tratado o pacto o compromiso celebrado con otros. No le diría mentiras a nadie. Sin duda, así fue como se ganó la confianza tanto de los individuos como de las comunidades confiadas a su cuidado; o en caso de hostilidad, un tratado celebrado con Ciro era una garantía suficiente para el combatiente de que no sufriría nada contrario a sus términos.
E insiste en destacar las nobles cualidades de Ciro y por qué era tan apreciado por las tropas:
Muchos fueron los dones que le fueron otorgados, por muchas y diversas razones; tal vez ningún hombre haya recibido nunca más; Ciertamente, nadie estuvo más dispuesto a otorgarlos a los demás, teniendo en cuenta el gusto de cada uno, para satisfacer lo que consideraba el requisito individual. Muchos de estos presentes le fueron enviados para que sirvieran como adornos personales del cuerpo o para la batalla; y al respecto decía: «¿Cómo voy a adornarme con todo esto? En mi opinión, el principal adorno de un hombre es el adorno de amigos noblemente adornados» (…) O, tal vez, hubo una gran escasez de forraje cuando, gracias al número de sus sirvientes y su cuidadosa previsión, pudo conseguir provisiones para sí mismo; en esos momentos enviaba a sus amigos en diferentes partes, pidiéndoles que alimentaran a sus caballos con su heno, ya que no sería bueno que los caballos que llevaban a sus amigos murieran de hambre. Luego, en cualquier marcha o expedición larga, donde la multitud de espectadores era grande, llamaba a sus amigos y los entretenía con conversaciones serias, como si les dijera: «Me deleito en honrarlos».
Jenofonte, por cierto, era ateniense. Nació en el seno de una familia acomodada, de la clase ecuestre, y en su juventud asistió a acontecimientos trascendentales para la ciudad como el regreso de Alcibíades o la caída de los Treinta Tiranos. Se incorporó en Éfeso a los Diez Mil a instancias de uno de sus capitanes, el tebano Próxeno de Beocia, amigo suyo. Antes le pidió consejo a su maestro Sócrates, quien le remitió a consultar al oráculo de Delfos. A la Pitia no le preguntó si aceptar la propuesta de Próxeno sino a qué dioses debería rezar y hacer sacrificios para regresar vivo y con buena fortuna, algo que luego le recriminaría el filósofo por considerarlo una falsedad.
El caso es que Jenofonte, que a la sazón tenía veinticinco años de edad, se vio inmerso en una extaordinaria aventura con la que alejarse del insano ambiente político de Atenas en el 401 a.C. Y el primer gran episodio de dicha aventura fue la batalla de Cunaxa, en la que por fin se enfrentaron las fuerzas de Ciro con las de Artajerjes y que, a la postre, iba a resultar decisiva para todos. Cunaxa (la actual Tell Kuneise) era una aldea situada junto al río Éufrates, a unos sesenta kilómetros de Babilonia. Allí tendría lugar un choque que habría adquirido dimensiones colosales según las fuentes clásicas.
Cuenta Jenofonte que el rey había reunido por fin en torno a un millón y cuarto de efectivos, número que los historiadores actuales reducen a unos ciento veinte o ciento treinta mil. Enfrente, estaban los diez mil griegos (que antes decíamos que serían doce millares y medio) y unos cuarenta mil persas al mando del general Aireo, sumando un total de sesenta mil hombres aproximadamente. Algunos expertos rebajan a la mitad las cifras de ambos (sesenta mil y treinta mil, respectivamente). El caso es que Ciro apenas podía cubrir medio frente del adversario, aunque en la práctica la cosa se equilibraba porque los hoplitas griegos eran muy superiores a los soldados persas.
Éstos se dividieron en tres cuerpos. Artajerjes dirigía el central, donde estaba su magnífica caballería, quedando el derecho para la infantería ligera y el izquierdo, el más poderoso, integrado por infantes medos, carros y la caballería pesada de Tisafernes. Delante de éste, Ciro situó a los mercenarios de Clearco, que tenían su flanco derecho protegido por el cauce del Éufrates y, previsiblemente, iban a llevar el peso del combate (algo que también preveía su hermano, de ahí que destinase a Tisafernes a reforzar esa zona). En efecto, Ciro ordenó a Clearco que avanzara hacia el centro para atacar directamente al rey… y se llevó una sorpresa porque el griego se negó.
La razón aducida fue que abandonar esa posición les debilitaba, ya que perdían la protección del río por la derecha (en la formación de falange, los hoplitas sostenían sus escudos con el brazo izquierdo) y dejaban vía libre a la caballería enemiga, ante la que eran los únicos capaces de frenarla.
Así que en lugar del centro atacaron al enemigo que tenían delante y lo desbarataron, provocando su huida y aniquilando a sus integrantes en medio del sálvese quien pueda. En cambio, las tropas de Artejerjes se fajaron mucho mejor en las otras alas, con su caballería ligera intentando rodear al ejército rival.
Viendo el peligro, Ciro cargó directamente contra el centro al frente de seiscientos jinetes, buscando matar a su hermano y ganar la batalla en un golpe de mano. Estuvo a punto de lograrlo -hasta le hirió levemente, siendo curado luego por el cario Ctesias, que además de médico era historiador y escribió una Historia de Persia o Pérsica-, pero terminó fracasando ante la marea humana enemiga… y recibió un lanzazo del guardaespaldas personal del rey, un hombre llamado Mitrídates, ancestro de los reyes de Ponto Euxino, que paradójicamente terminó condenado a muerte por haberle quitado al rey la gloria de acabar con su enemigo. En su obra Vidas paralelas, Plutarco cuenta que le ejecutaron mediante escafismo:
Mandó el rey Artajerjes II, pues, que a Mitrídates se le quitara la vida, haciéndolo morir enartesado, lo que es en esta forma: tómanse dos artesas de madera que ajusten exactamente la una a la otra, y tendiendo en una de ellas supino al que ha de ser penado, traen la otra y la adaptan de modo que queden fuera la cabeza, las manos y los pies, dejando cubierto todo lo demás del cuerpo, y en esta disposición le dan de comer, si no quiere, le precisan punzándole en los ojos; después de comer le dan a beber miel y leche mezcladas, echándoselas en la boca y derramándolas por la cara: vuélvenlo después continuamente al sol, de modo que le dé en los ojos, y toda la cara se le cubre de una infinidad de moscas.
Como dentro no puede menos de hacer las necesidades de los que comen y beben, de la suciedad y podredumbre de las secreciones se engendran bichos y gusanos que carcomen el cuerpo, tirando a meterse dentro. Porque cuando se ve que el hombre está ya muerto, se quita la artesa de arriba y se halla la carne carcomida, y en las entrañas enjambres de aquellos insectos pegados y cebados en ellas. Consumido de esta manera Mitridates, apenas falleció el decimoséptimo día.
Irónicamente, Mitrídates había rendido un gran servicio al desagradecido monarca, pues la muerte de Ciro supuso una inversión de la marcha de la batalla. Como era costumbre, el miedo se extendió entre sus soldados al ver que su señor había caído y, ante el peligro de que se desmoronasen, Aireo tuvo que ordenar la retirada general, que se convirtió en una huida desorganizada. Únicamente la experimentada falange griega mantuvo su posición, resistiendo sin problema las acometidas del enemigo pero siendo rodeada y aislada de su campamento -y, por tanto, de los víveres- por la caballería de Tisafernes.
Los hoplitas se abrieron paso hasta allí con la idea de retirarse también, pero la presión de las fuerzas de Artajerjes les obligó a formar de nuevo y contraatacar, provocando el pánico entre los persas y haciéndoles escapar en medio de un caos. El propio rey optó por irse apuradamente mientras los helenos lo perseguían; la caída de la noche vino en su ayuda porque Clearco, prudentemente, mandó retornar al campamento. Así terminó aquella batalla que devino en masacre persa; si hacemos caso a Jenofonte, los griegos sólo sufrieron un herido, pero fue una de las victorias más inútiles de la Historia porque se habían quedado sin causa.
Ahora todos tenían un problema. Los mercenarios carecían de señor y Aireo rechazó su oferta de coronarlo porque no era de sangre real y no encontraría apoyo entre los suyos, de la misma manera que Tisafernes se negó a contratarlos y no sabían cómo salir de aquel avispero en el que se habían metido, en pleno corazón del Imperio Aqueménida. Tampoco a Artejerjes se le presentaba una panorámica halagüeña, con un ejército enemigo casi invencible en su suelo. Finalmente acordaron que Tisafernes les proporcionaría provisiones, acompañándolos hasta su campamento junto al Tigris, donde negociarían qué hacer.
Fue una trampa. Los comandantes griegos aceptaron su invitación a un banquete en su tienda y los hizo prisioneros, enviándolos ante Artejerjes, que ordenó su ejecución; entre los caídos figuraban Clearco y Próxeno, además de Menón, Agías y Sócrates (no el filósofo). Los Diez Mil se habían quedado sin mandos, así que tuvieron que elegir otros nuevos: los aqueos Janticles y Filesio, el orcómeno Cleanor y el dardanio Timasión. Como general en jefe fue designado el espartano Quirósofo, el que se había encargado de transmitir a Aireo el apoyo mercenario, que en la práctica compartió el mando con Jenofonte.
Fue este último quien trazó una ruta para la retirada hacia el norte. La marcha no resultó nada fácil porque, reveladas las intenciones de los persas, tuvieron que ir soportando sus continuas acometidas de hostigamiento. La delicada situación se salvó gracias a que Quirósofo y Jenofonte mostraron una buena compenetración, con el primero al mando de la vanguardia y el otro de la retaguardia. Diodoro de Sicilia cuenta que su única discusión en todo el viaje fue motivada porque, en un arrebato de ira, el espartano golpeó al armenio que les servía de guía, provocando que les dejase. Porque, efectivamente, los Diez Mil habían alcanzado Armenia tras atravesar Siria y Babilonia haciendo frente a un sinfín de peligros y aventuras.
Hubo que improvisar cuerpos de caballería y arqueros para hacer frente a los de Tisafernes; idear planes inauditos para cruzar ríos (hacer un puente con las pieles infladas y cosidas de cientos de animales sacrificados); arrasar cuantos pueblos y cultivos encontraban para no dejar provisiones a sus perseguidores; soportar sin ropa de abrigo el frío y las intensas nevadas del invierno armenio; desbaratar los ataques guerrilleros de los indomables indígenas carducos (que ya habían resistido el intento de conquista persa y a los que Jenofonte engañó haciendo sonar trompetas para empujarlos a una trampa en un desfiladero); asaltar un fortín de madera con un astuto ardid…
Tampoco faltaron enfrentamientos abiertos con los persas. En uno de ellos, éstos intentaron bloquear el paso de los griegos por el río Centrites y fueron aplastados por la falange, que realizó el que se considera uno de los primeros ataques en profundidad, veintitrés años después del protagonizado por los tebanos ante los atenienses en la batalla de Delio y tres décadas antes que el más famoso llevado a cabo por Epaminondas en Leuctra contra la Liga del Peloponeso. El triunfo abrió a los Diez Mil el paso a Cólquida, donde también tuvieron que imponerse a los hostiles locales, y de ahí pasaron a Trebisonda.
Allí, desde la cima del monte Teques, vislumbraron por fin el Mar Negro, todo un símbolo de esperanza para cualquier griego -el término talasocracia no se les aplica porque sí- tras tanto tiempo viendo tierra, montañas y desiertos. Eso sí, para volver a casa hacían falta barcos y Quirósofo viajó a Bizancio para intentar adquirirlos, sabiendo que el navarca (almirante) de su flota, Anaxibio, era espartano como él. Sin embargo no hubo acuerdo y aquel vagabundo ejército mercenario tuvo que continuar a pie, ora saqueando las ciudades enemigas que controlaba el sátrapa Farnabazo, ora recibiendo ayuda de las jonias (Trebisonda, Heraclea, Sinope).
Farnabazo, temeroso de que le arrebatasen la Frigia Helespóntica, convenció a Anaxibio para que contratase a los mercenarios -pagando el persa- y alejarlos así de su territorio. Así fue cómo los griegos llegaron a Bizancio, donde no se les permitió la entrada y se les ordenó acampar en las afueras. Ellos entendieron que todo era un montaje para no darles el dinero acordado y entraron por la fuerza, saqueando cuanto veían a su paso. Jenofonte consiguió calmarlos y, una vez restablecido el orden, partieron rumbo a Tracia. Anaxabio, por cierto, trataría de hacerlos volver cuando Farnabaces se negó a pagarle a él, pero ya era tarde.
Y eso que el ejército quedó disgregado en grupos. Jenofonte había renunciado al mando por no ser espartano y como Quirósofo carecía de su carisma no pudo evitar que los soldados aqueos y arcadios actuaran por su cuenta, asaltando las localidades que iban encontrando a su paso por Paflagonia y labrándose tan mala fama que incluso las ciudades helenas se negaban a recibirlos. Se trataba de mercenarios, al fin y al cabo; ninguno quería regresar con la bolsa vacía. Hasta corrió el rumor de que Jenofonte planeaba fundar una colonia en Asia Menor, algo que tuvo que desmentir él mismo en una asamblea.
Entonces alquilaron sus servicios, primero al tracio Seutes II y luego al espartano Tibrón, que quería defender Jonia de los ataques que habían reanudado Tisafernes y Farnabazo en el contexto de la nueva guerra entre Persia y Esparta. Para entonces, los Diez Mil sólo eran tales de nombre, puesto que la mitad ya no estaba. Los que quedaban fueron a Pérgamo y allí fue donde Jenofonte cedió el mando a Tibrón por no ser espartano. Es en Pérgamo, en el 399 a.C., donde el ateniense pone fin a la Anábasis, aunque el ejército -él incluido- todavía luchó en varias batallas durante los cinco años siguientes integrado en el espartano del rey Agesilao.
La contienda terminó en el 394 a.C. con la independencia de la Grecia jónica. Jenofonte pasó a ser un héroe para Esparta, pero su Atenas natal le reprobó y desterró por ello, estableciéndose en Scillus, cerca de Olimpia, durante veintitrés años. En el 371 los elianos le confiscaron su hacienda y tuvo que instalarse en Corinto, donde falleció ese mismo año. Pero no hay mejor forma de terminar que recurrir a las propias palabras del gran protagonista de este épico episodio histórico:
Toda la marcha, entre la ida y la vuelta, se hizo en doscientas quince jornadas, con un recorrido de mil ciento cincuenta parasangas [leguas], o treinta y cuatro mil seiscientos cincuenta estadios; entre la ida y la vuelta duró la marcha un año y tres meses.
Fuentes
Jenofonte, Anábasis. La retirada de los diez mil | Jenofonte, Ciropedia | Plutarco, Vidas paralelas. Artajerjes | Plutarco, Vidas paralelas. Lisandro | Diodoro de Sicilia, Biblioteca histórica | Karl Witt, The retreat of the Ten Thousand | Wikipedia
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