Uno de los mitos que más se repiten en la Antigüedad es el del rey al que se profetiza su final a manos de un descendiente.
Esto lleva al padre a abandonarlo en la creencia de que morirá y, así, podrá eludir el destino augurado. Luego resulta que el niño se salva y cumple con su destino. Con más o menos variantes, lo vemos muchas veces en la mitología clásica, como por ejemplo en el caso de Jasón y los de Rómulo y Remo, o en la bíblica, con Moisés y el mismo Jesús, entre otras. Pues bien, los persas también tienen su versión: la de Harpago, que además adquiere tintes aún más tremendistas.
La leyenda de Harpago nos la cuenta Heródoto, aunque en realidad él es un siglo posterior. Nos situamos cronológicamente a mediados del siglo VI a.C. y geográficamente en Media, un territorio que abarcaba desde Capadocia hasta el Mar Arábigo, lindando con Babilonia al sur y con el Mar Caspio al norte, con capital en Ecbatana, aunque las fronteras cambiaban según los avatares de la época.
Reinaba entonces Astiages, hijo del gran Ciáxares, quien había engrandecido su imperio a costa de los asirios gracias a una alianza con los babilonios de Nabucodonosor II, expandiendo su dominio hacia Anatolia. Ése fue el legado que heredó Astiages y que no podría mantener como tal a causa de un profético sueño que se cumplió, pese a que intentó evitarlo expeditivamente.
Astiages tenía una hija llamada Mandana a la que entregó en matrimonio con el monarca persa Cambises I, cuya dinastía, la Aqueménida, gobernaba la región de Parsa. No era un soberano poderoso pero precisamente por eso Astiages concertó con él casar a su hija. ¿La razón? El citado sueño, según el cual sería destronado por su nieto; para evitarlo, en vez de elegir como yerno a un poderoso príncipe medo optó por alguien de categoría menor cuya descendencia jamás podría hacerle sombra. Se equivocó porque Mandana y Cambises tuvieron un hijo que llamaron Ciro y que, como mandan los cánones, cumplió con su destino.
Hay otra versión del mito según la cual el mal augurio onírico de Astiages fue posterior, cuando Ciro ya había nacido. En cualquier caso, lo importante está en que el celoso monarca decidió matarlo pero como temía acabar maldito si lo hacía personalmente, ordenó a un vasallo que se encargara del asesinato.
El designado fue un general medo llamado Harpago quien, a su vez, tampoco quería mancharse las manos de sangre inocente, así que delegó la tarea en Mitridates, un simple pastor (otra figura que suele repetirse en la mitología). Por suerte para Ciro, este hombre acababa de perder a su propio vástago y decidió presentar el cuerpo de éste como prueba del cumplimiento de la misión, mientras adoptaba en secreto al otro. Como los restos habían sido medio devorados por las fieras del bosque, nadie se percató del engaño.
Narran Heródoto y la Crónica de Nabónido que cuando Ciro cumplió diez años quedó claro, por su apostura, que no podía ser sólo el hijo de un pastor. Tanto que el mismo Astiages empezó a sospechar tras conocerlo personalmente. Interrogado Harpago, tuvo que confesar la verdad; su condena fue terrible porque el rey le obligó a comerse a su propio hijo, lo que, por supuesto, se tradujo en un odio mortal hacia su señor.
Tras descubrir la infidelidad de Harpago, Astiages finge alegrarse de que el niño se haya salvado, e invita a Harpago a celebrarlo sentándose a su mesa y trayendo a su hijo a palacio también, para que juegue con Ciro. En el banquete en cuestión sirve a Harpago la carne de su propio hijo, a quien había mandado matar (Jenofonte, Ciropedia)
En poco tiempo tendría la oportunidad de vengarse; sólo fue cuestión de esperar a que Ciro se hiciera mayor, pues el joven le había sido devuelto a sus padres para alejarlo de la corte. A más de uno le sonará este episodio de canibalismo porque de nuevo encontramos una versión en la mitología griega: aquella en la que el rey de Micenas, Atreo, organizó un festín a su hermano Tiestes en el que lo que quería de verdad era vengar la infidelidad de su esposa con él; en ese banquete, el plato principal que hizo servir eran sus sobrinos.
Efectivamente, cuando Ciro se convirtió en un adulto fue persuadido por Harpago para que liderara una insurrección que estaba organizando en toda Media contra su déspotico abuelo. Se dice que, para eludir la vigilancia, la comunicación entre ambos tuvo que ser mediante un mensaje escondido en las entrañas de una liebre. El nieto se puso al frente de una coalición de tribus persas y se dispuso a enfrentarse al ejército de Astiages, quien en su ingenuidad había nombrado general a Harpago.
En realidad, parece ser que fue Astiages quien inició una campaña contra los persas. En cualquier caso, los dos bandos chocaron en la Batalla de Pasargada, que no fue tal porque las tropas medas, siguiendo indicaciones de su superior, se pasaron al enemigo. Así, todos juntos, marcharon sobre Ecbatana para destronar a Astiages.
Aunque éste fue hecho prisionero -y, según la mayoría de las fuentes, bien tratado por Ciro para unir a medos y persas-, todavía tuvieron que enfrentarse a sus aliados lidios. Los derrotaron en dos batallas, Pteria y Timbrea, frenando las ansias expansionistas de su rey Creso, que aprovechaba para pescar en aguas revueltas obedeciendo también, curiosamente, a una profecía del Oráculo de Delfos: si cruzaba el río Halis provocaría la caída de un imperio.
El augurio no falló en su predicción aunque, como pasaba a menudo, dependía de la interpretación: Creso, con su intento de anexión de Media, produjo la caída de un imperio, en efecto, pero el suyo; unas fuentes le sitúan como fallecido en combate y otras como prisionero en la corte persa.
Estos hechos tienen un trasfondo histórico pero, evidentemente, su envoltorio es legendario, seguramente por razones propagandísticas. Y es que con el triunfo de Ciro, que pasaría a ser conocido con el apodo de el Grande, se fundó el Imperio Persa, aupando a la dinastía aqueménida a un poder que hasta entonces ni había soñado y que se aseguró de difundir que la madre de Mandana era de origen lidio.
Por tanto, su hijo Ciro tenía derecho también al trono de Lidia y justificaba la anexión a que fue sometida progresivamente desde entonces, primero por el sátrapa Tabalo y después, cuando el antiguo reino de Creso se rebeló alargando el conflicto cuatro años, por parte de militares como Mazares o incluso el propio Harpago, que se hizo famoso por su mano izquierda como sátrapa y por introducir novedosas técnicas bélicas (rampas de tierra, soldados especializados en trepar por muros o la más famosa, que dio la victoria a Ciro en Pteria, de situar camellos en primera línea para espantar con su olor a la caballería enemiga).
Fuentes
Los nueve libros de la Historia. libro I (Heródoto) / Historia del Cercano Oriente (Carlos G. Wagner) / Breve historia de los persas (Jorge Pisa Sánchez) / Ciro el Grande: un gentil providencial en la historia de la salvación (Alejandro Javier de Saint Amant) / Wikipedia.
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