«¡Esto es Esparta!» grita el rey espartano Leónidas asestando una patada al heraldo persa y arrojándolo al báratro en el cómic de Frank Miller 300.

Esa escena se adaptó después en la película homónima con un considerable éxito popular, convirtiéndose en uno de los momentos preferidos de muchos aficionados al cine reciente. Y a pesar de que se trata de una obra no estrictamente histórica con multitud de licencias, la escena en cuestión está basada en hechos reales, aunque con algunas diferencias.

Frank Miller es un guionista y dibujante que empezó, como casi todos, en el cómic-book (Daredevil) y se hizo un nombre con una historia titulada Ronin (también llevada a la gran pantalla), retomando luego el género de superhéroes para darle una vuelta de tuerca a Batman (El regreso del caballero oscuro) y Elektra (Elektra: assasin); mientras, también escribía guiones cinematográficos y triunfaba clamorosamente con Sin City, llevada al cine en colaboración con Robert Rodríguez.

Pero en 1998 conseguía otro éxito destacado con 300, una narración de la batalla de las Termópilas cuya adaptación fílmica a cargo de Zack Snyder le dio aún mayor dimensión entre el público.

Frank Miller/Foto: Ferrán Cornellá en Wikimedia Commons

300 no está planteada en términos historicistas, como el propio autor explicó. Su intención era más simbólica que otra cosa, por eso su imagen de los espartanos está dulcificada, la de los persas deformada, e incluye esa escena reseñada al principio que en realidad no se produjo en aquel contexto sino en otro parecido pero diez años antes, en el 491 a.C, siendo Darío el soberano de Persia. Y, además, los que dieron aquel duro trato a sus enviados no fueron sólo los espartanos sino también los atenienses. Al menos así lo narra Heródoto en su Libro VII, 133:

«No había Jerjes enviado heraldos a pedir tierra a Atenas ni a Esparta por esta razón: antes, cuando Darío despachó mensajeros para el mismo fin, los unos arrojaron al báratro a los enviados y los otros a un pozo, invitándoles a llevar de allí tierra y agua al rey. Por esta razón Jerjes no les había enviado heraldo. No sabría decir qué desgracia les vino a los atenienses por haber tratado así a los heraldos, a no ser que su país y su ciudad fueran devastados, pero no creo que esto sucediera por tal causa».

Hay que considerar varios puntos. El primero es que Darío I el Grande, como se ve, ya se las tenía con los griegos antes de que su hijo Jerjes intentara la invasión descrita en 300. Todo empezó en el año 499 a.C. con la sublevación de los jonios, que pese a ser de cultura griega formaban parte del Imperio Persa al hallarse geográficamente en Asia Menor.

Aunque pidieron ayuda, sólo Atenas y Eretria respondieron, con lo cual, pese a algunas victorias iniciales, el ejército persa terminó sofocando la rebelión. Darío decidió entonces realizar una expedición de castigo en suelo griego y fue cuando envió los citados heraldos. Lo que constituyó la Primera Guerra Médica, sin embargo, le salió mal con el desastre de Maratón; Heródoto lo cuenta en sus libros V y VI.

Un segundo punto es lo llamativo del acto que llevaron a cabo los griegos con los enviados persas en el báratro (el ateniense era un pozo al que se arrojaba a los criminales). Causó conmoción, ya que entonces los kerykes o heraldos gozaban de inviolabilidad diplomática porque eran considerados representantes de Hermes, mensajero de los dioses.

En La Ilíada hay un pasaje que lo pone explícitamente de manifiesto: aquel en el que Taltibio y Euríbates, correos de Agamenón, tiemblan ante la posible cólera de Aquiles cuando le entregan la exigencia de su señor de que entregue a la cautiva Briseida (la viuda del rey Mines, de la que Aquiles se había enamorado), pero se encuentran con que el famoso héroe les recibe con honores como «mensajeros de Zeus y de los mortales».

Hay otros ejemplos que refuerzan esa consideración hacia los embajadores, como el hecho de que Temístocles ocupara ese cargo nada menos que en Esparta, la gran enemiga, a pesar de lo cual nadie le tocó un pelo nunca. Hacer algo así podía llevar al enfrentamiento armado, tal cual hizo Tebas con Tesalia después de que ésta encarcelase a sus representantes tras acusarlos de tramar un complot, aunque, de facto, el envío de heraldos ya implicaba una declaración de guerra (otra cosa era la figura del autocrator, un diplomático que actuaba exclusivamente en tiempo de paz).

La prueba definitiva es la propia contestación que dio Jerjes a los mensajeros espartanos cuando éstos se presentaron ante él dispuestos a morir como expiación por la afrenta de años atrás y el Gran Rey les respondió, siempre según Heródoto «con grandeza de alma, que no imitaría en aquello a los lacedemonios: ellos, por haber matado a los heraldos, habían trastornado las leyes de todas las gentes, pero él no cometería lo que reprendía en aquéllos ni, matando a su vez a los enviados, absolvería de culpa a los lacedemonios» (Libro VII, 136).

Dignatarios y heraldos en un relieve de Persépolis / foto Shutterstock

Todavía sería interesante reseñar un tercer punto respecto al texto de Heródoto y es la posibilidad de que este autor se hubiera confundido al escribir su obra y en realidad los heraldos defenestrados por atenienses y espartanos fueran, efectivamente, enviados por Jerjes y no por Darío; así lo cree el historiador Hermann Bengtson.

Jerjes había heredado el trono en el 486 a.C. y en un primer momento tuvo que afrontar los habituales problemas internos del imperio en esas circunstancias de transición, como rebeliones territoriales en Egipto y Babilonia e intentos de acceder al poder por parte de alguno de sus familiares, caso de Bardiya, el hermano de Cambises; al fin y al cabo, sus propios hermanastros eran mayores que él.

Una vez estabilizada la situación, su primo Mardonio, comandante del ejército, le aconsejó retomar la conquista de Grecia y vengar la humillación de Maratón. El rey aceptó -Alejandro Magno haría lo mismo a la inversa más tarde- y fue entonces cuando envió a sus embajadores a exigir tierra y agua, la fórmula con que se metaforizaba la sumisión.

Es posible también que Heródoto no se equivocara sino que lo hiciera deliberadamente, ya que el retrato que deja de Jerjes es bastante peyorativo: pusilánime, mujeriego y débil; una impresión basada en las grandes riquezas que poseía, en la diferencia de costumbres respecto a las griegas y en un prejuicio xenófobo, más que en la realidad.

De hecho, otros autores griegos lo describen como un déspota mientras que los persas tenían la visión contraria: la de un mandatario que se caracterizó por realizar grandes obras públicas. A la postre, sin embargo, Jerjes sería asesinado junto a su primogénito en el 465 a.C. durante un golpe de estado. Antes, al igual que Darío, fracasó en su intento de invasión al ser frenado en las Termópilas, Salamina y Platea.


Fuentes

Los nueve libros de la Historia (Heródoto) / Historia Antigua universal II. El mundo griego (Pilar Fernández Uriel) / Derecho diplomático. Comentarios a la Convención sobre Relaciones Diplomáticas (Fabián Novak y Fernando Pardo Segovia) / Termópilas. La resistencia de los 300 (Nick Fields y Steve Noon).


  • Comparte este artículo:

Descubre más desde La Brújula Verde

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Something went wrong. Please refresh the page and/or try again.