«Y por cuanto habían padecido los persas años atrás un gran naufragio al ir a doblar el cabo de Atos empezóse además, cosa de tres años antes de la presente expedición, a disponer el paso por dicho monte, practicándose del siguiente modo: tenían sus galeras en Eleunte, ciudad del Quersoneso, y desde allí hacían venir soldados de todas naciones, y les obligaban con el látigo en la mano a que abriesen un canal; los unos sucedían a los otros en los trabajos, y los pueblos vecinos al monte Athos entraban también a la parte de la fatiga».
Así empieza a contar Heródoto, en su obra Los nueve libros de la Historia, el inicio de una de las obras de ingeniería militar más importantes de la Antigüedad: la excavación del llamado Canal de Jerjes, también conocido como Foso de Acanthe, un estrecho paso inundable que debía atravesar el istmo de la península del Monte Athos, en la región griega de la Calcídica, para evitar el rodeo que debería dar si no su flota y, así, no exponerla a la meterología adversa.
El rey persa, que lo mandó empezar a hacer en el año 480 a.C., no hacía esto por capricho. Tenía muy presente lo que le había pasado a su cuñado -y primo- Mardonio en el 492 a.C., durante la Primera Guerra Médica, cuando estaba al mando de la formidable flota de invasión reunida por Darío I el Grande. Constituída por unos tres centenares de barcos y alrededor de veinte mil hombres, con esa fuerza se pretendía pasar al contraataque, tras reprimir la Revuelta Jónica que impulsó el tirano de Mileto, Aristágoras, siete años antes.
Los jonios, los griegos de Asia Menor, fueron aplastados por los persas, que se aprovecharon de su ancestral división interna para imponerse en el mar en la batalla de Lade. Entonces Darío decidió extender las operaciones a suelo heleno por su apoyo a la rebelión. Primero cayeron en sus manos varias islas del Egeo (Quíos, Lesbos, Ténedos, Tasos) y luego las naves continuaron adueñándose de la costa calcídica mientras el ejército ocupaba Macedonia, una tierra rica en oro, y llegaba hasta el Danubio.
Fue entonces cuando la naturaleza se volvió en contra del invasor: cuando navegaba a la altura de la citada península para sobrepasarla hacia el sur, una violenta tempestad se abatió sobre la flota descomponiéndola, mandando a pique muchas unidades y obligando a regresar, de manera que el rey persa tuvo que poner fin a sus planes. En realidad todavía habría una segunda campaña naval, que ya no mandaba Mardonio sino los generales Datis y Artafernes, pero con objetivos menos ambiciosos: conquistar Naxos y controlar así el Egeo; tuvieron éxito, aunque fallaron en tierra al ser derrotados en Maratón.
El caso es que el sucesor de Darío, su hijo Jerjes, fue quien tomó el relevo a la muerte de su padre en el 486 a.C. El ejército que reunió para ello durante cuatro años era muchísimo mayor y, consecuentemente, también necesitaba de una flota más grande para transportarlo; Heródoto habla de un millón setecientos mil hombres (más los auxiliares) y otros autores duplican e incluso triplican el número, si bien los historiadores actuales rebajan esa cantidad a menos de doscientos cincuenta mil.
Una cifra enorme, de todas maneras, que requirió de más de cuatro mil barcos, de los que mil doscientos eran trirremes y tres mil galeras, incluyendo medio centenar de pentecónteros (buques de cincuenta remeros). Por supuesto, no todos eran persas; había representantes de casi todos los pueblos bajo su control, desde medos a indios, pasando por partos, cilicios, asirios, fenicios, bactrianos, frigios, egipcios, bitinios, árabes, etíopes, libios, etc.
Ahora bien, Jerjes no estaba dispuesto a repetir el error de su padre exponiendo la flota ante los elementos. Por tanto, mientras aún estaba con los preparativos, ordenó que se excavase un canal que evitara tener que rodear la península del monte Athos; en eso sí imitó a Darío, quien terminó el intento de los faraones del Imperio Nuevo egipcio de abrir un colosal canal (doscientos diez kilómetros) en el Delta del Nilo que comunicase el Mediterráneo con el Mar Rojo. Cuenta Heródoto que la dirección de los trabajos fue confiada a dos notables llamados Bubares y Artaquees. El monte se adentra en el mar y forma así una maciza lengua de tierra que, sin embargo, se adelgaza formando un istmo entre los actuales pueblos de Nea Roda y Tripiti.
El canal debía atravesar dos kilómetros y tener un ancho de treinta metros por tres de profundidad, suficiente para permitir pasar dos trirremes simultáneamente. Una empresa faraónica que, según Heródoto, tenía algo de megalómano: «Cuando me paro a pensar en este canal, hallo que Jerjes lo mandó abrir para hacer alarde y ostentación de su grandeza, queriendo manifestar su poder y dejar de él un monumento». Tres años tardaron los persas en tenerlo listo, usando para ello trabajadores reclutados a la fuerza más otros llevados desde Egipto y Fenicia que se repartieron por naciones.
Primero se trazó el canal con cuerdas, después se empezó a picar la piedra por turnos y se excavaba sacando la tierra en capazos que pasaban de mano en mano desde el fondo hasta los bordes mediante escaleras. En cada extremo se levantó un dique para trabajar en seco. Heródoto reseña la compleja red de intendencia y suministro que fue necesario montar para poder alimentar a toda aquella gente, de entre la que llevaban la voz cantante los fenicios por su habilidad, no sólo en esa obra sino en las otras, pues fue necesario construir varios puentes.
De hecho, uno de los episodios más conocidos de esa guerra fue el doble pontón formado con embarcaciones que Jerjes mandó tender sobre el Helesponto para que sus tropas pudieran cruzarlo, con ese momento tan especial de la tormenta que lo desbarató y que el soberano vengó mandando azotar al mar… y decapitando a los ingenieros. Un mal presagio que los augures solventaron interpretando un oscurecimiento del sol -quizá un eclipse- como una señal de victoria (el astro rey «era el pronosticador de los griegos y la luna la profetisa de los persas», según testimonia Heródoto).
Jerjes lloró de emoción al contemplar su inmensa flota desde un promontorio, autoidentificándose con Zeus e iniciando la marcha hacia Grecia. No obstante, estando en Acanto le llegó otra mala noticia: la muerte de Artaquees, uno de los responsables de la apertura del canal, al que hizo un funeral lleno de honores. Luego dividió su ejército y una parte siguió por tierra con él al frente mientras la otra lo hacía por mar. Volvamos a citar a Heródoto: «La armada naval, separada ya de Jerjes, navegó por el canal abierto en Athos, canal que llega hasta el golfo en que se hallan las ciudades de Asa, Piloro, Singo y Santa. Habiendo tomado a bordo la gente de armas, continuó desde allí su derrota hacia el seno Termeo. Dobló, pues, el Ampelo, promontorio de Torona, y fue recogiendo las galeras y tropas de las ciudades griegas por donde pasaba…»
La historicidad del Canal de Jerjes fue puesta en duda durante mucho tiempo. Ello se debió a que, si bien formó parte del paisaje del entorno del Athos durante un siglo, nunca más se volvió a utilizar después del paso de la flota persa, por lo que se deterioró progresivamente cubriéndose de sedimentos. Tucídides lo menciona en su Historia de la Guerra del Peloponeso, escrita en torno al año 400 a.C., y Demetrio de Escepsis hizo otro tanto en el siglo II a.C.
Hubo que esperar a que las técnicas de la Arqueología moderna demostrasen su existencia mediante la fotografía aérea, así como por los análisis geológicos sobre el terreno que fueron haciendo el francés Choiseul-Gouffier en el siglo XVIII, el inglés T. Spratt en 1838 y el alemán A. Struck en 1901. Aún así, en 1990 todavía no se tenían claras sus dimensiones ni si funcionaba como canal o simplemente como pista de arrastre para los barcos, tal cual pasaba en el diolkos que atravesaba el istmo de Corinto.
Fue al año siguiente cuando un equipo de geofísicos griegos y británicos confirmó, por el análisis de los sedimentos y otras técnicas, que el Canal de Jerjes cruzaba la península de parte a parte y, por tanto, que Heródoto no mentía. Sus restos constituyen hoy lo que es uno de los pocos monumentos persas en territorio europeo.
Fuentes
Los nueve libros de la Historia (Heródoto de Halicarnaso)/Historia de la Guerra del Peloponeso (Tucídides)/Xerxes (Jacob Abott)/El emperador y los ríos. Religión, ingeniería y política en el Imperio Romano (Santiago Montero Herrero)/Wikipedia
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