¿Ven esta pequeña iglesia de madera? Es ortodoxa y rusa, como muchos habrán deducido estilísticamente. Lo curioso es que no está en Rusia; ni siquiera en Europa o Asia, sino en América del Norte. Pero tampoco en Alaska, como habrán pensado los más avezados. Se encuentra en la Alta California y fue construida en el primer cuarto del siglo XIX, no por emigrantes en EEUU sino por los colonos que se establecieron allí a despecho de las autoridades españolas, bajo cuya jurisdicción estaba el territorio. Como denota la empalizada de troncos que la rodea, formaba parte de un asentamiento llamado Fort Ross.

California, como la mayor parte de Norteamérica, estaba integrada en el Virreinato de Nueva España, cuyas fronteras abarcaban desde Costa Rica por el sur hasta lo que hoy es Canadá por el norte, más las islas del Pacífico (Filipinas, Marianas, Carolinas) por el oeste.

Por el este, Antillas aparte, la Luisiana y la Florida lindaban con los recién nacidos Estados Unidos y aún había que reseñar un último rincón en el extremo noroeste, Nutka, disputado por España y Reino Unido debido a que constituía una buena base para el comercio de pieles.

Virreinato de Nueva España/Imagen: Milenioscuro en Wikimedia Commons

Los rusos se interesaron por Alaska desde que los marinos Semión Dezhniov y Fedot Popov fueron los primeros en navegar por el Océano Glacial Ártico atravesando el Estrecho de Bering a mediados del siglo XVII y despertando el interés por esa región. Tras varias expediciones, atraídas especialmente por la abundancia de nutrias de mar (de las que se obtenía la piel más apreciada entonces), se empezaron a levantar factorías, primero en las Islas Aleutianas y después en el continente. Para 1784 ya operaba allí permanentemente una gran empresa que fue la que fundó las ciudades de Kodiak y Sitka antes de convertirse en la RAK (Compañía Ruso-Americana).

Dada la naturaleza de sus actividades, sólo la franja costera fue habitada, quedando descuidado el interior; eso lo aprovecharon los tramperos estadounidenses, por lo que en 1812 se estableció una demarcación entre ambos en los 55º norte. Los damnificados fueron los nativos, caso de los tlingits, aleutas y koniagas. Los primeros se resistieron denodadamente al expolio durante décadas, mientras que los segundos, desplazados de sus islas, fueron obligados a instalarse en el sur, en la Alta California; allí se dedicaron a cazar nutrias para los rusos.

La llamada Batalla de Sitka entre soldados rusos y guerreros tlingit (Louis S. Glanzman)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

El mismo año en que se pactó esa frontera, España llevaba cuatro sufriendo los embates de la Guerra de la Independencia contra la invasión francesa. Esa situación debilitaba mucho la capacidad española para proteger su imperio de ultramar, como quedaría patente enseguida con el inicio de los movimientos de emancipación americanos. Algo que no pasó desapercibido a los rusos, que además sabían del precario estado en que se encontraban algunos enclaves californianos porque Nikolái Rezánov había visitado el presidio de Yerbabuena (lo que hoy es San Francisco) entre 1806 y 1811, comprobándolo personalmente.

Retrato anónimo de Nikolái Rezánov/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Rezánov era un aristócrata aburrido de la vida en la corte que había adquirido buena parte de las acciones de la Compañía Ruso-Americana con vistas a obtener un monopolio en el comercio de pieles, a imitación del que tenía la East Indian Company británica. Finalmente consiguió su propósito del zar Pablo I por veinte años, enriqueciéndose así al eliminar la competencia. Pero el invierno de 1805 fue muy duro en la costa oeste norteamericana y empezó a haber hambre, así que Rezánov fletó un barco en Novoarjánguelsk -hoy Sitka-, lo cargó de pieles y zarpó rumbo sur hacia dominios españoles con el objetivo de intercambiar su mercancía por víveres y, de paso, firmar un tratado que garantizase el aprovisionamiento dos veces al año.

Así fue cómo arribó al Presidio Real de San Francisco en abril de 1806. Las autoridades locales no sabían que por el camino había cartografiado el entorno del río Columbia y el litoral en general con vistas a una futura toma de posesión (el mal tiempo le impidió desembarcar para hacerla efectiva), a pesar de que jurídicamente pertenecía al virreinato novohispano, de modo que le recibieron amablemente pero explicándole a la vez que las leyes españolas prohibían el comercio con colonias extranjeras. La cosa pintaba mal, aunque la solución llegó de forma insospechada: Rezánov se enamoró de la hija del comandante militar, María Concepción Argüello.

Sólo tenía quince años pero el romance, que parecía serio, sirvió para que la presencia del ruso se prolongara mes y medio, logrando finalmente dos cosas: que el gobernador se comprometiese a enviar a España una copia de la propuesta de tratado comercial y regresar a Novoarjánguelsk con las bodegas llenas de tasajo y galletas. Eso salvó a sus compatriotas pero no a él, pues en 1807, tras haber arrebatado a Japón la isla de Sajalín y llegar a San Petersburgo para pedir al zar Alejandro la preceptiva autorización de matrimonio, falleció de fiebres.

El Presidio Real de San Francisco en el primer cuarto del siglo XIX (Louis Choris)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Eso sí, tuvo tiempo de recomendarle a su gobierno la ocupación de California, que se podría hacer pacíficamente porque la mayor parte del territorio estaba vacío. Al año siguiente Ivan Kuskov, consejero de la RAK, envió dos goletas, la Kad’yak y la Nikolai, con la misión de enterrar en Trinidad, Bodega Bay y la costa al norte de San Francisco, unas placas que acreditasen que se había tomado posesión formal de aquellas tierras.

Los barcos cumplieron su cometido y retornaron cargados de pieles pero hubo que esperar hasta 1809 para que Aleksandr Baránov, gerente de la compañía, ordenase explícitamente fundar un asentamiento.

No se consiguió a la primera. En 1812, el bergantín Chirikov navegó por la costa bautizando con nombres rusos diversos lugares de los alrededores de Bodega Bay. Sólo que encontró demasiados barcos estadounidenses faenando por allí, de modo que se desplazó quince millas al norte, a un sitio que los nativos pomo llamaban Mad shui nui o Metini y ellos Bahía Rumyantsev, rica en recursos naturales. Fue el paraje elegido para construir un pequeño fortín pensado para perdurar y, por tanto, no basado en una economía comercial peletera sino en la agricultura.

Fort Ross en 1817, visto por un artista anónimo/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Era el 10 de septiembre y no está claro cuál fue el nombre que se le puso, pues Fort Ross no aparece documentalmente como tal hasta 1842. Tampoco deriva del apellido escocés Ross, como algunos creyeron, sino de la palabra Rossiya (Rusia) o rossiyanin (el diminutivo de rusos). Asimismo, se sabe que en determinados momentos la colonia recibió apodos extraoficiales como Novy Sevastópol (Nuevo Sebastopol) o Nizhni Sevastópol (Sebastopol de Abajo). Otra denominación fue Krépost Ross, que significa Fuerte Ruso, de donde surgiría en inglés Fortress Ross y de ahí Fort Ross a secas; el problema es que Krépost Ross pudiera ser una referencia más genérica, a todo el área de asentamientos rusos.

En cualquier caso, constituía el enclave más meridional de la conocida como América Rusa, aunque lo cierto es que estaba en territorio español y, de hecho, en 1823 los recién independizados mexicanos fundarían muy cerca el presidio de Sonoma a partir de una misión franciscana. De momento, en Fort Ross se establecieron unos veinticinco rusos entre marineros, soldados y cazadores, a los que había que sumar ocho decenas de indígenas.

Pese a la intención inicial y a que en los primeros diez años no recibieron más que una financiación básica, el rendimiento agrícola demostraría resultar insuficiente y la caza terminó esquilmando las manadas de nutrias, por lo que a la larga debieron ser abastecidos por mar, al igual que comerciar con otros asentamientos rusos, extendidos desde Point Arena hasta Tomales Bay.

Otra vista de Fort Ross, esta vez de 1828 (Auguste Bernard Duhaut-Cilly)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

La colonia estaba formada por un puerto en Bodega Bay (Port Rumyantsev), una estación de caza en las Islas Farallón (a 29 kilómetros de la costa) y, a partir de 1830, tres ranchos agrarios. España, en plena guerra en su propio suelo, no pudo echar a los intrusos; menos aún cuando terminó la contienda, por estar arruinada y por tener que centrar su atención en los citados movimientos independentistas de sus virreinatos. En consecuencia, Fort Ross salió adelante y creció, atrayendo a habitantes de todos los rincones del imperio Ruso: ucranianos, letones, lituanos, circasianos, georgianos, tártaros, polacos, finlandeses, alemanes bálticos y demás se unieron a nativos y criollos para formar una abigarrada comunidad.

Al igual que había pasado siglos atrás con los españoles, con ellos llegaron las enfermedades europeas que no se conocían, haciendo graves estragos demográficos entre los nativos, siendo la viruela y el sarampión las más graves. La primera fue objeto en 1821 de una campaña de vacunación (la primera de la historia de California) gracias a la vacuna que importó desde El Callao un buque de la compañía, el Kutuzov, en una emulación a menor escala de la expedición española de Francisco Javier Balmis dieciocho años antes. Por desgracia, en 1827 habría un segundo y devastador brote que exterminó a casi todos los indígenas. Pero también había problemas políticos.

El artista  Ilya Gavrilovich Voznesenskii dejó este dibujo de Fort Ross en 1841/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

México consumó en 1821 la independencia que había declarado once años antes, lo que significaba que California pasaba a ser de su propiedad y eso dejaba a Fort Ross en un limbo legal. Por otra parte, en 1841 Inglaterra y EEUU acordaron repartirse el Territorio de Oregón, coincidente en buena parte con lo que antaño se llamaba Nutka (cedido por España a EEUU en 1819 por el Tratado de Adam-Onís), plasmándolo en el Tratado de Oregón cinco años más tarde. Abarcaba la actual provincia canadiense de Columbia Británica, más los estados estadounidenses de Oregón, Washington y Idaho, así como partes de Montana y Wyoming, lo que significaba que Fort Ross quedaba separado físicamente del resto de dominios rusos americanos.

Eso llevó a Alaska a tener que pactar un acuerdo comercial de aprovisionamiento con la Compañía de la Bahía de Hudson, hundiendo económicamente a Fort Ross que, como decíamos antes, tampoco era capaz de conseguir un rendimiento agrícola que garantizase su supervivencia.

Los colonos no tuvieron más remedio que vender su fuerte a John Sutter, un pionero y hacendado suizo establecido en California que, por entonces, era súbdito mexicano pero no tardaría en impulsar una república independiente para acabar echándose en brazos de EEUU. Este país terminó arrebatando el territorio a México por la fuerza y así lo refrendó el Tratado de Guadalupe-Hidalgo de 1848.

Cambios de fronteras entre México y EEUU/Imagen: Yavidaxiu en Wikimedia Commons

Para entonces, los rusos ya se habían marchado y Fort Ross fue adquirido por un particular, George W. Call. Según un informe de Sutter, aquello no era más que «veinticuatro viviendas de tablones con ventanas acristaladas, un piso y un techo; cada uno tenía un jardín. Había ocho cobertizos, ocho casas de baños y diez cocinas». Parte de ello se perdió en el famoso terremoto de 1906, lo que llevó a su dueño a vendérselo al California Historical Landmarks (una versión norteamericana de lo que aquí es Patrimonio Nacional), que acometió una reconstrucción del conjunto.

Gracias a ella, actualmente se puede ver, rodeada por la típica empalizada de troncos (con dos bastiones en las esquinas), un sitio histórico de doce mil metros cuadrados formado por varios edificios, también de madera. En 1970 se produjo un incendio que destruyó casi todo, de modo que lo único original que queda -debidamente restaurado- es la Casa Rotchev, de 1836, a la que también se conoce como Casa del Administrador porque era donde residía ese cargo de la colonia. Hay otros dos edificios destacados, siendo uno la Kuskov, denominada Casa del Viejo Comandante, y otra la del cuartel de oficiales.

Asimismo, está la capilla de San Nicolás de la Santísima Trinidad, de la que hablábamos al comienzo, que se derrumbó primero durante el seísmo, siendo sus restos empleados como establo. Luego fue reedificada y ardió décadas después para ser levantada de nuevo. Todavía acoge oficios religiosos ortodoxos.

Otra vista del interior de Fort Ross/Imagen: Vlad Butsky en Wikimedia Commons

También queda el cementerio, ubicado en una colina cercana y donde se han identificado ciento treinta y cinco tumbas (de rusos y nativos, sin distinciones, la mayoría niños), y varios árboles en un huerto vecino que formaba parte del fuerte; se supone que fueron plantados por los rusos.

Lamentablemente, los tres o cuatro pintorescos molinos documentados que aparecen en algunas pinturas no se han conservado y las excavaciones realizadas en su busca han fracasado. Hubieran sido interesantes porque se trataba de los primeros molinos de viento de California, ya que los españoles solían usarlos allí de agua o tracción animal. Por eso en el centro de visitantes se ha colocado una maqueta inspirada en el modelo decimonónico típico de la provincia de Vologda.

A pesar de que dicha maqueta es muy controvertida, como lo es también que casi todo sea una reconstrucción, Fort Ross es un lugar especial por su peculiar pasado, al igual que los torreones de madera que se conservan en la empalizada de Sitka (también reconstruidos, por cierto, en 1962). No es de extrañar que el sitio esté protegido como Monumento Histórico Nacional.


Fuentes

Fort Ross and the Sonoma Coast (Lyn Kalani y Sarah Sweedler)/Russian America. An overseas colony of a continental empire, 1804-1867 (Ilya Vinkovetsky)/Russian colonization of Alaska. Preconditions, discovery, and initial development, 1741-1799 (Andrei Val’terovich Grinëv)/Fort Ross Conservancy/Wikipedia


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