El siglo I a.C. no fue precisamente tranquilo para Roma, que aparte de las guerras que tuvo que librar contra enemigos exteriores se vio envuelta no en una sino en dos contiendas civiles. La primera fue un pulso por el poder entre Lucio Cornelio Sila y Cayo Mario, del 88 al 81 a.C.; la segunda llegó apenas treinta y dos años más tarde, cuando se reprodujo el duelo con Julio César y Pompeyo. Como sabemos, se impuso el primero y lo hizo después de obtener brillantes triunfos en uno de los principales escenarios bélicos, Hispania, donde la victoria en Munda frente al hijo de Pompeyo puso fin al conflicto. Pero antes había derrotado a su padre en otra batalla librada en suelo hispano: la batalla de Ilerda.

Ilerda, la antigua Iltiŕta (o Ildiŕda) era una ciudad de los ilergetes, un pueblo ibero que vivía en la Tarraconense, provincia del noreste que abarcaba desde el Bajo Urgell hasta el río Ebro, en lo que hoy son las provincias de Huesca y Lérida. La capital original estaba en la ilocalizada Atanagrum, pero en época romana se trasladó a Ilerda, que estaba situada en la Roca Sobirana, un cerro que se eleva junto al río Sicoris (Segre) y ahora recibe el nombre de Turó de la Seu Vella (o Turó de Lleida).

Esa urbe ya había sido protagonista de un episodio de la Segunda Guerra Púnica, en el 215 a.C.: cuando Asdrúbal, el hermano de Aníbal Barca, cayó derrotado por los romanos en la batalla del Ebro y unos años después sufrieron el mismo destino los caudillos locales Indíbil y Mandonio. Se revelaba así como un punto estratégico de la geografía hispana por cuanto servía de paso hacia (o desde) la Galia Narbonense (el suroeste de la actual Francia), que se extendía entre los Pirineros y Massalia (Marsella), con capital en Colonia Narbo Martius (Narbona). Un territorio que, a causa de ello, sería muy disputado por César y Pompeyo.

Antaño amigos y familiares (el primero estaba casado con la hija del segundo), además de compañeros de triunvirato junto a Marco Licinio Craso, al fallecer éste en campaña contra los partos y desaparecer así el hombre que mantenía el precario equilibrio de gobierno, los otros dos se lanzaron más o menos abiertamente a por el poder. Dado que ambos tenían personalidades y carisma tan fuertes como su ambición, estaban abocados a chocar; máxime al encarnar respectivamente las dos posiciones políticas que en la anterior guerra civil habían representado Sila (los optimates, la aristocracia) y Mario (los populares, que en realidad no eran el pueblo sino una facción acomodada que trataba de aprovechar los comicios contra sus rivales).

Así, el popular Julio César tenía enfrente al tradicionalista Pompeyo. En la práctica, se trataba de un enfrentamiento entre la amenaza de una dictadura personalista y la legalidad republicana de la mayor parte del Senado. Algo que se ponía en práctica con el pulso soterrado de César por mantener su cargo de procónsul de la Galia y añadir el de cónsul, que era el que tenía Pompeyo, algo a lo que se negaba el Senado mientras no renunciara a su gobernación gala porque, de lo contrario, el candidato vería reforzado su ejército proconsular con el correspondiente consular y constituiría un serio peligro de convertirse en dictador de facto.

En el año 49 a.C., mientras César compraba el tribunado de la plebe para uno de sus hombres, Cayo Escribonio Curión, los senadores eligieron para el consulado a dos enemigos suyos, Cayo Claudio Marcelo y Lucio Cornelio Léntulo Crus. César hizo entonces una oferta: licenciar a sus tropas salvo un par de legiones a cambio de retener la Galia y ser candidato a cónsul al año siguiente. El Senado se dividió, incluso entre sus adversarios: de éstos, a Marco Tulio Cicerón le pareció aceptable mientras que Marco Porcio Catón el Joven lo consideró inadmisible.

Insistieron en exigirle la disolución del ejército y su regreso a Roma para someterse a juicio, algo que César no estaba dispuesto a hacer porque corría riesgo de ser declarado enemigo de la República e incapacitado, dejando el camino abierto y sin obstáculos a Pompeyo, al que Cicerón había solicitado ayuda. Pompeyo jugaba sus cartas y, como su compañero, tampoco había prescindido de sus legiones, con la ventaja de que el Senado no se lo reprochaba porque la mayoría de sus integrantes eran partidarios suyos.

Finalmente, César fue puesto fuera de la ley; ya no tenía marcha atrás y el paso del río Rubicón -la frontera italiana- con sus fuerzas para marchar sobre Roma -como había hecho Sila- constituyó todo un símbolo de ello. Pompeyo, mal informado sobre los efectivos de su rival, optó por retirarse, embarcando en su flota hacia Grecia y dejando así la península italiana en manos de los cesarianos. Al no disponer de barcos para perseguirlo, César orientó su estrategia hacia Hispania Citerior, donde los pompeyanos eran fuertes y podían amenazar la Galia. Emprendió la ruta por la costa, dejando a su fieles Marco Emilio Lépido y Marco Antonio al cuidado de Roma e Italia respectivamente.

Su primer obstáculo era Massilia (Marsella), donde una escuadra al mando del pompeyano Lucio Domicio Enobarbo había reforzado las defensas de la ciudad, abasteciéndola además para resistir un previsible asedio largo. César dejó las tareas de sitio a Décimo Junio Bruto Albino y Cayo Trebonio, prosiguiendo él su camino hasta Hispania. Allí le esperaban los ejércitos combinados del procónsul Lucio Afranio y el propretor Marco Petreyo, que sumaban cinco legiones más cinco mil jinetes y ochenta cohortes de auxiliares; en total, unos cuarenta mil hombres. Aparte, estaban las dos legiones de Marco Terencio Varrón, quien se mantuvo a la expectativa.

César llevaba seis legiones (unas proconsulares y otras reclutadas ad hoc en Italia), tres mil jinetes y cinco mil auxiliares, que engrosó con mercenarios galos hasta sumar un total similar al del enemigo. Pero además contaba con las tres legiones de Cayo Fabio, legado suyo en la Galia, que se había adelantado para abrirle paso por los Pirineos y reunir víveres. No habiendo podido bloquear la cordillera, Afranio y Petreyo acamparon en Ilerda, dificultando la posición de Fabio. Por suerte para éste, César se había percatado del riesgo y, avivando la marcha, se reunió con él en la segunda mitad de junio, tras una forzada carrera de veintisiete días.

Inmediatamente desplegó a sus soldados en una triple línea y avanzó hasta Ilerda, acampando muy cerca del campamento de Afranio, que estaba ante la ciudad, en una elevación y con el río detrás. Entre ambos había una llanura que César juzgó apropiada para librar la batalla campal que inevitablemente tendría lugar. Los dos ejércitos se observaron durante un par de días, sin intentar atacar, mientras los cesarianos construían defensas adecuadas para su campamento. La batalla empezó el 27 de junio del 49 a.C., cuando ambos contendientes maniobraron para intentar ocupar una loma que había en tierra de nadie. La ventaja inicial fue para los pompeyanos, que sorprendieron a sus enemigos al combatir inesperadamente a la manera hispana: con una sucesión de cargas y retiradas.

César lo compensó enviando a la Legio IX, que empujó a las tropas de Afranio hacia Ilerda, tras cuyas murallas rechazaron con facilidad a los cesarianos para después contratacar. Tras varias horas de combate, la loma quedó en poder pompeyano, que al día siguiente obtuvo una nueva ventaja cuando una inundación incomunicó los campamentos de César y Fabio, privándolos de la capacidad de forrajear. Enfrente, Afranio gozaba de nutridas reservas en la ciudad y agravó la situación del rival atacando un convoy de aprovisionamiento al que puso en fuga.

La situación de César se volvió desesperada, aislado y con el hambre en sus filas. No pudo solucionarlos hasta que unos días más tarde restableció el suministro por vía fluvial y por un golpe de suerte de su caballería, que enviada a forrajear se topó con su homóloga pompeyana y en la consiguiente escaramuza la aniquiló. Desde entonces, los soldados de Afranio ya no se alejaron de sus posiciones, evidenciando un temor que aumentó cuando llegó la noticia de que Massilia había caído, provocando que muchas tribus locales empezaran a cambiar de bando, pasándose al cesariano.

Con la dinámica ya a favor, César cambió el curso del río para permitir operar mejor a su caballería. Eso disuadió a Afranio y Petreyo del peligro que suponía seguir allí, por lo que optaron por una retirada hacia Celtiberia, donde se unirían a Varrón y obtendrían superioridad numérica. Iniciaron ese movimiento el 25 de julio, dejando algunas cohortes auxiliares para proteger Ilerda. Los jinetes cesarianos trataron de alcanzarlos, pero no lo consiguieron y todo parecía abocado a una batalla campal definitiva, que era lo que César deseaba.

Tras inspeccionar el camino los exploradores de ambos bandos informaron a sus mandos de la existencia de un desfiladero cercano que brindaría evidente ventaja al primero que lo ocupase. La caballería de César se adelantó y exterminó al contingente pompeyano enviado apresuradamente a intentar impedir la operación; otro golpe anímico que cayó sobre los cada vez más desmoralizados soldados de Afranio y Petreyo, que habían visto cambiar las tornas y ahora eran ellos los que estaban aislados en una colina, sin agua ni capacidad de suministro.

Tan grave se presentaba la cosa que el procónsul y el propretor de Hispania encabezaron personalmente una salida de aprovisionamiento sin imaginar que, en su ausencia, los oficiales de su ejército, viendo perdida la partida, iban a enviar emisarios a César para parlamentar. Él aceptó negociar y sus delegados fueron recibidos en el campamento, donde escucharon la oferta de los tribunos y centuriones pompeyanos: unirse a él si recibían la promesa de no sufrir represalias. Las conversaciones terminaron violentamente cuando Petreyo, que había regresado, irrumpió con su guardia y ejecutó a los cesarianos que atrapó.

Por contra, el astuto César respetó la vida de los negociadores adversarios, que eligieron quedarse con él. Aquello no hizo sino subrayar la precaria situación de los pompeyanos, que seguían rodeados y con las raciones justas para los legionarios pero sin ellas para los auxiliares, que por eso desertaban cada vez en mayor número. La única solución era retornar a la cercana Ilerda, pero la caballería cesariana se interponía y les causó una matanza cuando intentaron forzar la ruta. No parecía haber más salida que presentar batalla campal o rendirse.

Tras varios intentos fallidos de vadear el río y alcanzar la ciudad, Afranio y Petreyo tiraron la toalla y capitularon el 2 de agosto. César se mostró generoso e impuso su proverbial astucia sobre el deseo de vengar la muerte de los emisarios a los que Petreyo había matado, perdonando la vida a los mandos e incluso autorizándoles a reunirse con Pompeyo si lo deseaban. También alimentó a los soldados rendidos, licenció a los auxiliares hispanos y disolvió algunas de las legiones, incorporando otras a su ejército.

La batalla de Ilerda había terminado de forma menos cruenta de lo que se esperaba, pero faltaba un epílogo: Varrón había recibido noticias erróneas sobre una victoria de Afranio y Petreyo, por lo que abandonó su ambigüedad y reforzó con guarniciones todas las ciudades disponiéndose a partir en ayuda de sus compañeros pompeyanos. Cuando se enteró de la verdad, detuvo toda la parafernalia y emprendió el camino a Gades (Cádiz), donde pensaba atrincherarse con su flota y cuantos víveres pudo acumular.

Nunca llegó porque las autoridades de la ciudad le cerraban sus puertas, tomando partido por César, quien había convocado en Corduba (Córdoba) a todos los gobernantes romanos de Hispania. La alternativa era ir a Itálica, cerca de Híspalis (Sevilla), aunque tampoco allí encontró amparo, así que no le quedó más remedio que pactar con César. Fue el primo de éste, Sexto Julio César, el encargado de recibir la rendición de Varrón, que al igual que sus compañeros fue perdonado y, tiempo después, dejaría las armas para convertirse en una de las grandes figuras de la literatura latina.

Antes, al igual que Afranio y Petreyo, Varrón se reuniría con Pompeyo y los tres combatirían a su lado en la batalla de Farsalia, que puso fin efectivo a la guerra civil y a la que no sobrevivieron los dos primeros. Entretanto, gracias a la victoria en Ilerda, Hispania estaba ganada para la causa cesariana. Regresando a Massilia, César se enteró de que Lépido había logrado que el Senado de Roma le nombrase dictador por fin y encima por un inaudito plazo de diez años. No lo cumpliría, pues si bien aquello era la culminación exitosa de su ambición, también iba a ser una sentencia de muerte a medio plazo.


Fuentes

Cayo Julio César, Guerra Civil | Dion Casio, Historia romana | Plutarco, Vidas paralelas | Suetonio, Vidas de los doce césares | Veleyo Patérculo, Historia romana | Apiano, Historia romana. Guerras civiles | Gerard Walter, Julio César | José Manuel Roldán, Césares. Julio César, Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón. La primera dinastía de la Roma imnperial | Mary Beard, SPQR. Una historia de la antigua Roma | Wikipedia


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