Hace muy poco, la profesora Mary Beard, flamante Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2016, explicaba en una entrevista el carácter genocida de algunas acciones del Imperio Romano.
Y, en efecto, si bien los romanos llevaron a cabo varias barbaridades que se podrían ajustar a ese calificativo, también ellos tuvieron que vivirlas alguna vez desde el otro lado, como víctimas. Probablemente el caso más tremendo fuera el de las llamadas Vísperas Asiáticas.
También se las denomina Vísperas de Éfeso, porque fue en esa ciudad helénica de Asia Menor de donde partió el decreto. Ocurrieron en tiempos del rey del Ponto, Mitrídates VI, del que ya hablamos en una ocasión en referencia al mitridato, una panacea que tomaba para inmunizarse contra envenamientos.
Este monarca, considerado un déspota sin escrúpulos y, como tantos otros de su tipo, algo paranoico, protagonizó no una sino hasta tres guerras contra Roma que hoy conocemos bajo el epígrafe de Guerras Mitridáticas.
La que nos interesa aquí sobre todo es la primera, por la brutal manera en que comenzó: con un llamamiento de Mitrídates a frenar el expansionismo de Roma por el Mediterráneo oriental y muy especialmente por la región de Anatolia, donde ya había establecido su dominio y aplicaba fuertes tributos a las polis griegas, sembrando el descontento.
Tan grande llegó a ser éste que la exhortación del rey fue escuchada y puesta en práctica en una matanza insólita. Mitrídates mandó a sus gobernadores y, por ende, a toda la población del reino, asesinar a todo itálico que residiera en el territorio.
En ese grupo se incluía a ciudadanos romanos sin importar sexo ni edad, siendo identificables por, entre otras cosas, hablar latín. Como suele pasar en estos casos, la orden incluía la amenaza de graves condenas para todo aquel que les escondiera o prestara ayuda, algo que incentivó estableciendo el reparto de los bienes de las víctimas en dos mitades, una para el asesino y la otra para la corona.
Dicho y hecho, el año 88 a.C. ha pasado a la historia fundamentalmente por dos hechos y ambos relacionados con Roma: la guerra civil entre Mario y Sila, y la masacre de romanos a sangre fría que se desató en Anatolia.
Hombres, mujeres y niños, criados, libertos y esclavos, ricos y pobres, todos fueron pasados a cuchillo en un holocausto paroxístico en el que -siempre igual- muchos aprovecharon para zanjar disputas personales, lavar afrentas o librarse de acreedores. Es difícil saber con exactitud la cifra de muertos pero se calcula que fueron entre ochenta y cien mil, que además no recibieron sepultura sino que quedaron expuestos a los carroñeros por instrucción expresa de Mitrídates.
Una auténtica limpieza étnica que, infamia aparte, resultó absurda y contraproducente porque, lógicamente, el Senado Romano reaccionó autorizando a las legiones una invasión del Ponto.
Quizá era lo que pretendía Mitrídates en realidad: forzar el enfrentamiento aprovechando la presunta debilidad del enemigo por la turbulenta coyuntura de Roma, recién salida de la llamada Guerra Social, que la había enfrentado con otros pueblos itálicos; de hecho, su reino amplió fronteras e incluso dio el salto a Europa. El caso es que el rey griego no valoró correctamente los acontecimientos y Lucio Cornelio Sila se lo demostró aplastando a su ejército -mandado por el general Arquelao- en dos batallas, Queronea y Orcómeno. Tal como cabía esperar, las tropas romanas vengaron sobradamente a sus compatriotas asesinados mediante todo tipo de saqueos, violaciones y torturas; algunas ciudades fueron derruidas y su población exterminada.
Sólo la sempiterna rivalidad de los líderes romanos frenó la situación. Para hacer frente a Lucio Valerio Flaco, legado de Lucio Cornelio Cina, hombre fuerte de Roma en ese momento y enemigo político de Sila, éste llegó a un acuerdo con Mitrídates plasmado en la Paz de Dárdano (85 a.C), por la que el monarca devolvería los territorios arrebatados a los romanos en Asia Menor, entregaría su flota y pagaría una indemnización de tres mil talentos. El pretor Lucio Licinio Murena se encargaría de poner en práctica esas cláusulas con dureza.
Así, quedando a medias, se puso fin a la Primera Guerra Mitridática, aunque la paz fue efímera: Murena acusó a Mitrídates de incumplir el tratado e intentó derrocar al soberano en lo que fue la Segunda Guerra Mitridática. Fracasó porque Sila se había llevado el grueso de las fuerzas dejando sólo dos legiones, pero Mitrídates prefirió no agravar la cosa y se avino a un nuevo armisticio en el 81 a.C.
Apenas duraría seis años al estallar un tercer conflicto cuando el reincidente soberano volvió a intentar aprovechar una situación difícil para Roma: el levantamiento de Sertorio en Hispania, justo después de finalizar la guerra civil entre Sila y Mario. Pero el cónsul Lucio Licinio Lúculo reunió varias legiones y en la batalla de Triganocerta desbarató al ejército del Ponto. La campaña fue rematada por Pompeyo; Mitrídates, que tuvo que huir consciente de que esta vez no habría perdón, terminó suicidándose.
Fuentes
Historia de Roma (José Manuel Roldán Hervás) / La formación del Imperio Romano (Pierre Grimal) / Vidas paralelas (Plutarco) / Wikipedia
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