Mitrídates VI, también conocido como Mitrídates el Grande, fue rey del Ponto (un reino situado en el noreste de Anatolia, de tradición irania pero muy influenciado por la cultura griega) durante su período de mayor apogeo, entre los años 120 y 63 a.C. Coincidió, pues, con uno de los momentos más brillantes de la Roma republicana, con la que se enzarzó en las llamadas tres Guerras Mitridáticas; la primera contra las legiones de Sila, que fue el vencedor; la segunda contra Lucio Licinio Murena, que acabó en tablas; y la tercera contra Lucio Licinio Lúculo primero y el famoso Pompeyo después, que fue quien ganó definitivamente provocando el suicidio de Mitrídates y la destrucción de Ponto.

Este monarca fue una continua molestia para la República y, de hecho, los historiadores de la época le atribuyeron todo tipo de barbaridades, como la ejecución masiva de decenas de miles de ciudadanos romanos anatolios no militares en un solo día (Plutarco dixit). Pero, consecuentemente, también se puso precio a su cabeza y Mitrídates pasó gran parte de su vida obsesionado con la posibilidad de sufrir un atentado, por lo que siempre llevaba un arma encima.

Sin embargo, parece ser que con lo que tenía verdadera fijación era con con la idea de que le envenenaran y probablemente no iba desencaminado porque en Oriente era una forma frecuente de quitarse de en medio a los gobernantes y, al fin y al cabo, su padre había perecido así. De ahí que se dedicara a estudiar todos los secretos de la toxicología, experimentando venenos y pócimas con los presos de sus cárceles. La leyenda, apoyada en relatos de Plinio el Joven y Dión Casio, cuenta que por fin dio con lo que buscaba: un antídoto universal que, ingerido en minúsculas pero periódicas dosis, servía para inmunizarle contra cualquier ponzoña. Ese misterioso brebaje se conoció comúnmente como mitridato (mithridatium).

¿Existió realmente esa panacea? A lo largo de la Historia ha habido numerosos intentos de desentrañar la cuestión y algunos incluso se atrevieron a reseñar los componentes del brebaje. Aulio Cornelio Celso reseñó una receta, una combinación de unos cuarenta ingredientes muy variados (vegetales mayoritariamente), todos ellos molidos y mezclados con miel y vino para formar una especie de tabletas masticables del tamaño de una almendra. También se habla de opio, agárico (un hongo) y aceite de víbora. Plinio el Joven, en cambio, dijo que eran cincuena y cuatro componentes pero se mostró muy escéptico. El caso es que la fórmula original se ha perdido, si es que existió de verdad.

Busto de Mitridates en el Museo del Louvre / foto Sting en Wikimedia Commons

La cosa se complica al saber que el monarca, que acumulaba una gran cantidad de enemigos políticos, solía llevar consigo un veneno para suicidarse y evitar terminar cautivo en manos de Roma, por ejemplo, que según su costumbre le sometería a humillación pública. En tal caso ¿de qué tóxico se trataba? ¿Era acaso el único que no podía curar el fabuloso antídoto? ¿Sería que la panacea sólo funcionaba si se tomaba una dosis diaria? Hay quien apunta a la inclusión de arsénico y otros venenos en cantidades tan pequeñas que habrían creado tolerancia en su consumidor y anulado el efecto de otras sustancias malignas.

De un tiempo a esta parte, algunos historiadores han sugerido una reinterpretación de la célebre resistencia de Mitrídates al envenenamiento: quizá fue simplemente una estratagema, una habladuría difundida por él mismo para persuadir a sus enemigos de intentar eliminarle de esa forma. El propio Mitrídates presumía de sus conocimientos toxicológicos y de haber conseguido el mitridato. Incluso hay constancia de que hizo alguna demostración pública, aunque claro, no hay forma de saber qué tomó realmente.

Los expertos actuales en esa rama química creen que un intento de autodosificación con los precarios conocimientos de entonces hubieran supuesto la muerte de Mitrídates durante sus propios experimentos casi con total probabilidad. Y si no moría por tomar una dosis letal seguramente habría enfermado gravemente tras años de ingerir toxinas, máxime teniendo en cuenta que el personaje se jactaba de ser el mayor bebedor del reino -solía participar en concursos- y su hígado no estaría en las mejores condiciones. Difícilmente hubiera alcanzado la edad a la que murió, los setenta y un años.

Lo que nos lleva a ese capítulo final. Según cuenta Apiano, el derrotado Mitrídates intentó suicidarse ingiriendo veneno y falló. ¿Fue porque la famosa panacea había convertido su organismo en resistente o sólo porque se trataba de un hombre grande y fornido que hubiera necesitado mayor cantidad? En ese sentido, hay que recordar que sus hijas compartieron la única dosis disponible con su padre y fallecieron. El rey tuvo que pedir a un soldado que le atravesase con su espada. El cuerpo fue embalsamado pero una de dos, o los embalsamadores no se lucieron o algo pasó porque se descompuso rápidamente y cuando llegó Pompeyo ya estaba en muy mal estado. Aquí vuelven surgir cuestiones: el arsénico es un potente agente conservante; si Mitrídates había tomado tanto como dicen a lo largo de su vida, el cadáver hubiera aguantado en buen estado más tiempo.

En fin, el mitridato hizo fortuna, al menos de nombre, en los siglos siguientes. Tanto en la Edad Media como en el Renacimiento se utilizaron sustancias denominadas así, basadas en una presunta receta que se habría encontrado en los aposentos de Mitrídates y que se le entregó a Pompeyo. Sucesivos médicos romanos, entre ellos Celso y Galeno, la traducirían y mejorarían, de manera que fue perviviendo e incluso hay referencias a que Cromwell tomó el remedio para prevenir los efectos de la peste, obteniendo como efecto secundario la cura de su acné. Su comercializaión fue habitual hasta finales del siglo XVIII.

La gran ironía de esta historia es que Mitrídates consiguió su objetivo a la postre: fuera acertada o no su fórmula, jamás consiguieron envenenarle.


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