A caballo entre el siglo II a.C. y el I a.C., el ejercito romano experimentó una profunda transformación que lo convirtió en la fabulosa máquina de guerra que dominó el mundo mediterráneo y sentó las bases de un imperio que duró más de medio milenio. Irónicamente, éste devino del desplome que sufrió la República cuando los generales emplearon esa formidable fuerza para lograr sus ambiciones, algo que no estaba en la mente de Cayo Mario, el autor de esas trascendentales reformas militares.
Si a finales del siglo II a.C. Roma parecía estar en pleno apogeo, dominando el Mediterráneo tras sus victorias en las Guerras Púnicas, la conquista de buena parte de Hispania y la anulación del peligro que suponía el Imperio Seléucida, lo cierto es que internamente la situación no era tan brillante. Con el poder del Senado limitado en las provincias proconsulares y una sociedad polarizada entre una élite aristocrática, que aumentaba su riqueza a la par que copaba los puestos dirigentes, y otra popular cada vez más empobrecida ante el incremento masivo de esclavos, que hundía los salarios, cualquier alteración inesperada amenazaba con hacer caer aquel castillo de naipes.
La abundante mano de obra esclava, además, acarreaba otro problema aparte del económico: el inherente al hecho de que la población libre era muy inferior numéricamente, lo que constituía un peligro obvio de seguridad. Quedó demostrado con la revuelta de Eunoo en Sicilia, que sólo pudo sofocarse a costa de un importante reclutamiento… que dejó los campos de labranza abandonados y a sus dueños endeudados, viéndose obligados a emigrar a las ciudades. Eso implicaba que carecían de medios para pagarse su equipamiento militar, con lo que perdían su derecho a incorporarse al ejército y, con ello, cualquier posibilidad de promoción social.

La cuestión era lo suficientemente preocupante como para que se hicieran algunos intentos de reforma. Los hermanos Sempronio Graco, Tiberio y Cayo, recogieron una idea anterior de Cayo Lelio para limitar la cantidad de tierras que podía poseer cada ciudadano y repartir las sobrantes entre los menos favorecidos a cambio del pago de un tributo y el compromiso de no venderlas; también trataron de reducir el servicio militar a los mayores de dieciséis años e introducir la novedad de que fuera el estado el que aportase el equipamiento del soldado.
Los Gracos terminaron mal y sus leyes abolidas, confirmando la división del poder romano entre optimates (aristócratas) y populares (que también lo eran pero basaban su fuerza en las asambleas del pueblo). Estos últimos acuñaron la figura del hombre nuevo, aquel capaz de romper la monopolización de las magistraturas por las mismas familias (algo que continuaba en la práctica pese a que dos siglos antes se había eliminado la marginación política de los plebeyos, ya que éstos se incorporaron a una nueva aristocracia mixta igual de exclusiva), y surgió la figura de Cayo Mario.
Nacido en torno al año 157 a.C., pertenecía precisamente a una familia acomodada de origen plebeyo y originaria de Arpino, una ciudad del Lacio cuyos habitantes no consiguieron la ciudadanía romana hasta el 188 a.C. No vamos a contar con detalle la vida de este personaje, pero sí apuntar que los Marios ya habían ascendido a la clase ecuestre y Cayo se incorporó a filas, adquiriendo experiencia bélica a las órdenes de Escipión Emiliano, siendo éste quien le animó a empezar una carrera política. Y, en efecto, su cursus honorum engordó poco a poco: tribuno de la plebe, senador, pretor y, tras su triunfo en la guerra contra los númidas de Yugurta, accedió al primero de sus consulados; luego vendrían otros seis.
Fue durante el primero y el segundo cuando acometió las reformas militares que suelen conocerse por su nombre y que configuraron el que sería el modelo básico del ejército romano durante el resto de la República y los primeros siglos del Imperio. Era necesario para adaptarse a la nueva realidad de una Roma convertida en potencia hegemónica, con fronteras lejanas que exigían tropas dedicadas plenamente a su custodia y que no dependieran de los botines, cada vez más reducidos debido a que ya no había enemigos de altura. Algo que había provocado absentismo ante los reclutamientos a la par que impedía la consolidación de un espíritu de grupo entre los legionarios, ya que, además, los ejércitos se disolvían al finalizar la campaña.

Por otra parte, el número de soldados movilizados rondaba los cincuenta mil, lo que suponía entre un quince y un veinte por ciento de los adsidui, es decir, los contribuyentes, la población masculina a la que se exigía formar parte del censo, tener propiedades valoradas en al menos tres mil sestercios y ser capaz de pagarse su panoplia para poder unirse al ejército. Esas condiciones socio-económicas se reflejaban en el estamento militar en una serie de cuerpos acordes a ellas.
En la cúspide estaban los equites, la caballería, formada por miembros del ordo equester que podían costerase un caballo y, por tanto, su número resultaba limitado, sumando poco más de cuatro millares de hombres. La infantería se subdividía en: velites (los legionarios ligeros, con menos recursos, carentes de armamento y protecciones, que solían iniciar las batallas en primera línea arrojando jabalinas y piedras para luego ponerse a salvo en retaguardia); hastati (jóvenes de clase media-baja que combatian en primera línea con armadura básica, escudo pequeño, espada y dos pila); príncipes (socioeconómicamente por encima de los anteriores, lo que les permitía ir más protegidos, aunque el armamento era el mismo; luchaban en segunda fila); triarii (veteranos que constituían la retaguardia, formando en falange y entrando en liza sólo en caso extremo).
Desmoralización y falta de efectivos fueron dos graves problemas inmediatos con los que se encontró Mario al asumir el primer consulado; sencillamente no encontraba hombres suficientes, así que recurrió a los aliados itálicos y a mercenarios extranjeros, antes de hacer una leva entre los advocati. Pero todo ello resultó lento e insuficiente, por lo que hizo algo insólito: sustituir el dilectus (reclutamiento clásico) alistando capite censi (los plebeyos más pobres), armándolos a costa del estado y ofreciéndoles la posibilidad de ganar un salario que aumentarían con los botines. Solventó así dos pájaros de un tiro: la escasez de soldados y el modo de vida para una clase sin medios, ya que se contrataban por un período de dieciséis años prorrogables a veinte.
Con esas fuerzas terminó victoriosamente la guerra de Numidia que su anterior superior, Quinto Cecilio Metelo, había dejado inconclusa. Entonces, una emigración hacia el sur de pueblos bárbaros (principalmente cimbrios y teutones pero también otros que se les iban uniendo), empujados por un cambio climático que inundó sus tierras de origen, le llevaron a ser reelegido cónsul. La situación era alarmante porque dos ejércitos romanos habían sido derrotados y Mario se vio en la tesitura de tranquilizar a la población a la vez que reclutaba nuevas tropas, a las que unió las más experimentadas del otro cónsul, Publio Rutilio Rufo.
La amenaza fue salvada sin necesidad de más enfrentamientos cuando los bárbaros se retiraron temporalmente. Eso permitió que Mario centrara su esfuerzo en consumar una segunda reforma militar que transformó totalmente las legiones. Los efectos más destacados fueron la culminación de la profesionalización, pasando el ejército a ser más o menos permanente, y la homogenización, al suprimirse la estructura por clases sociales. Hastati, principes y triarii desaparecieron para dar paso a un tipo único de legionario pesado, con panoplia y armamento completos. También se eliminaron los poco eficaces velites, sustituidos por tropas auxiliares de las provincias.
Al no tener que regresar a ocuparse de sus campos y quedar así desvinculados de la producción, dependiendo sólo de la paga y el botín, los soldados podían permanecer en el servicio militar mucho más tiempo y emplear éste en mejorar su adiestramiento. Curiosamente, Mario prefería a los de ascendencia agraria por considerarlos más duros y sufridos. Y sufrir, sufrían, ya que realizaban largas marchas al doble de velocidad que antes (como media cinco kilómetros por hora) cargando con toda la impedimenta, puesto que se eliminaron también los carros de bagaje.

El armamento era igual para todos: casco (modelo coolus, coexistente con el montefortino), cota de malla, escudo, espada (gladius Hispaniensis), pugio (daga), pilum ligero y pilum pesado, sin grebas. A eso se añadían herramientas de zapador (pala y piqueta, pues buena parte del entrenamiento se dedicaba a la construcción de calzadas y campamentos), las caligae (sandalias), el balteus (cinturón), el sagum (capa de lana), un cazo, una taza, una hoz (que no sólo servía para segar sino también para rechazar a la caballería, si se colocaba en el extremo de un listón), una cantimplora, raciones de cereales, cubiertos, una esterilla (para dormir), etc. En total, un peso entre treinta y cuarenta kilos que se portaba en un saco de cuero colgando de una furca de madera (un palo largo con un travesaño; según algún autor, el propio pilum).
Estos cambios implicaron otros en la organización de la legión y su táctica, conservándose sólo la disposición en tres líneas, la triplex acies, aunque ahora todas tenían el mismo nivel de equipamiento y destreza. El manípulo, que hasta la fecha estaba compuesto por dos centurias de sesenta hombres cada una (salvo las de triarii, que eran de treinta), dejó de ser la unidad básica en favor de la cohorte, que tenía tres manípulos de doscientos hombres cada uno. Generalmente, se colocaban cuatro cohortes en la primera fila, por tres en las segunda y tercera; en el manípulo, la segunda centuria formaba detrás de la primera.
La legión pasó a estar formada por seis mil legionarios repartidos entre seis o diez cohortes de seis centurias, cada una de éstas de ochenta efectivos. A su vez, las centurias se subdividían en contubernios de ocho individuos, a los que se asignaba una mula para transportar la tienda de campaña, un molino de piedra, sacos de provisiones, estacas de madera y otros objetos de utilidad. Al mando de cada centuria había un centurión ayudado por un optio, dependientes de un centurión mayor en cada legión, el primus pilus. Los tribunos militares dirigían dos cohortes cada uno a las órdenes de un legado.
La estructura en cohortes proporcionó a los romanos una mayor capacidad de maniobra y la seguridad de contar en todo momento con tropas que, encima, eran profesionales y no necesitaban ser adiestradas apresuradamente. Astutamente, Mario incentivó ese orgullo siendo parco en castigos (prefería apelar a la virtus, un concepto tradicional romano que incluía moral y valor) e introduciendo un símbolo común para todos, por encima de la multitud de estandartes existente hasta entonces, que proporcionase sentimiento de grupo: el águila.
Los propios legionarios estaban plenamente satisfechos porque al término de su servicio recibian una finca en los territorios conquistados, asegurándose un modo de subsistencia y colaborando de paso en la romanización del territorio; si eran itálicos incluso podían obtener la ciudadanía romana como recompensa. Eso sí, surgió un problema que explica sintéticamente Mary Beard:
En esencia, los soldados prometían lealtad absoluta a su comandante a cambio de un paquete de medidas para la jubilación: una compensación que en el mejor de los casos ignoraba los intereses del Estado y en el peor convertía a las legiones en un nuevo tipo de milicia privada centrada por completo en los intereses de su general.
Fuentes
Las vidas paralelas (Plutarco)/Historia de Roma (Sergei Ivanovich Kovaliov)/Cayo Mario. El tercer fundador de Roma (Francisco García Campa)/S.P.Q. R. Una historia de la antigua Roma (Mary Beard)/Historia de Roma (Francisco Javier Lomas Salmonte y Pedro López Barja de Quiroga)/El mundo mediterráneo en la edad antigua. La formación del Imperio Romano (Pierre Grimal)/La legión romana (II). La Baja República (VVAA en Desperta Ferro)/Wikipedia.
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