Junto con Viaje al centro de la Tierra, Cinco semanas en globo y alguna otra, La esfinge de los hielos siempre fue una de mis novelas favoritas de Julio Verne; en parte por la obra en sí y en parte por la magnífica adaptación al cómic que hizo el dibujante José Duarte Minarro en 1973 para aquella impagable colección de la editorial Bruguera, titulada Joyas Literarias Juveniles. El libro, curiosamente, es una continuación de un clásico de otro autor no menos famoso, Edgar Allan Poe, que además también influyó en un tercer escritor, H. P. Lovecraft, quien en su obra En las montañas de la locura incluye varias referencias.

Obviamente, me refiero a la Narración de Arthur Gordon Pym, la única novela propiamente dicha de Poe (el resto de su producción literaria consiste en cuentos y poemas). Publicada en un volumen en 1838 (antes había salido por entregas), la trama es una febril combinación de realidad y fantasía en la que el horror se expresa de una forma insólitamente cruda, con pasajes de canibalismo e incluso ciencia ficción, reflejando el misterio que las regiones polares constituían en una época en la que se organizaban las primeras expediciones científicas a tales rincones del planeta.

El Arthur Gordon Pym que da título al libro es, como dice Salvador Vázquez de Parga, uno de los primeros aventureros natos de la literatura, inspirado «por las ansias de libertad, por amor al peligro y por el sentido de la fantasía». Eso sí, con pésimo ojo para elegir los barcos a los que sube como polizón. En el primero acaba naufragando. En el segundo tiene que asistir desde su escondite a un motín y a un nuevo hundimiento, del que sobrevive con otros compañeros para, tras ver pasar un macabro buque fantasma lleno de cadáveres putrefactos, terminar peleándose unos con otros por devorarse ante la terrible perspectiva de morir de hambre en alta mar.

Edgar Allan Poe hacia 1849/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Pym es rescatado, pero él mismo expresa que «nunca experimenté un deseo más ardiente por las violentas aventuras que agitan la vida de un navegante que una semana después de nuestra milagrosa salvación». Y, consecuentemente, a la tercera se enrola en una goleta para cazar focas en aguas antárticas. Pero la nave llega a la isla Tsalal, una tierra extraña, con clima suave, agua espesa y multicromática más un extraño laberinto entre las montañas con jeroglíficos labrados en la piedra, en la que además vive una tribu de raza negra que desconoce el color blanco porque nada allí lo tiene. Esa gente asesina a la tripulación salvo al protagonista y su amigo, que huyen en una canoa, adentrándose en un mar lechoso y cálido.

Esa última parte del relato se vuelve casi onírica, pesadillesca, y culmina cuando los personajes, sobrevolados por amenazadoras aves gigantes mientras son arrastrados por una fuerte corriente en medio de condiciones meteorológicas completamente anómalas -calor creciente, colosales nubes de vapor, ausencia de noche y de hielos, una lluvia de cenizas-, llegan al abrupto final del relato, tan inquietante como lleno de intriga:

Y de pronto nos vimos precipitados en las entrañas de una catarata, y una sima se abrió ante ella para recibirnos. Pero a nuestro paso surgió una figura humana, velada, con unas dimensiones mucho más grandes que las de cualquier habitante de la Tierra, y con una piel tan blanca como la nieve.

Ése fue el extraño motivo que Julio Verne recuperaría cincuenta y nueve años más tarde para convertirlo en el centro de la trama de La esfinge de los hielos. No fue el único en hacerlo, ya que la novela de Poe, pese a recibir críticas más bien negativas, tuvo una influencia enorme, directa o indirecta, en muchos literatos: Melville y su Moby Dick, Charles Romeyn Dake con A strange discovery, el citado Lovecraft con En las montañas de la locura, Paul Theroux con The Old Patagonian Express, Baudelaire en su poema Viaje a Cythera y muchos más.

Julio Verne en 1892/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

El caso es que, en 1864, Verne había escrito Edgar Poe y sus obras, un estudio sobre el genio de Baltimore en el que resaltaba el hecho de que la historia de la Narración de Arthur Gordon Pym tenía un final abierto -o más bien quedaba inconcluso-, con los personajes remando en aquellas inescrutables latitudes, arrastrados por una fuerza invisible. Y se preguntaba el francés: «¿Quién lo continuará? Otro más audaz que yo y más osado a internarse en los dominios de lo imposible». En realidad pocos habría más apropiados que él, pero se lo pensó durante más de tres décadas y cuando se puso a ello ya tenía cierta experiencia en temas polares, al haber publicado Las aventuras del capitán Hatteras en 1864 y El país de las pieles en 1872, si bien transcurrían en el Ártico.

Así, en 1897 sacaba Le Sphinx des glaces, primero por entregas en una revista de corte familiar llamada Le Magazin d’éducation et de récréation y luego en dos volúmenes. Para entonces estaba en su etapa final, padeciendo una ceguera -a causa de la diabetes que terminaría mandándole a la tumba en 1905- que le hizo ralentizar su prodigioso ritmo creativo sin interrumpirlo. Quizá esa limitación física le impulsó a escribir segundas partes de obras anteriores: hacía poco que Verne había escrito la continuación de una novela propia: El secreto de Maston, en la que contaba nuevas aventuras de los protagonistas de De la Tierra a la Luna; en esa ocasión planeaban disparar un cañón gigante que cambiase el eje del planeta y fundiese el hielo de los polos para aprovechar las riquezas mineras de su subsuelo.

Edición original de Le Sphinx des glaces en 1897/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

El planteamiento de La esfinge de los hielos es el de una secuela que transcurre poco tiempo después de lo narrado por Poe. Éste había sugerido que su historia debería seguir en un mundo subterráneo, pero Verne ya tenía en su currículum Viaje al centro de la Tierra y no era cuestión de repetirse. Así que optó de nuevo por el escenario helado y, de ese modo, la lectura nos presenta a un nuevo protagonista, un geólogo estadounidense llamado Jeorling que, deseando estudiar el Polo Sur, se enrola en la expedición que el capitán Len Guy organiza en busca de su hermano William, perdido en el Océano Antártico. William era quien mandaba el barco en el que viajaba Arthur Gordon Pym y su diario, encontrado en el cadáver de un miembro de su tripulación, revela que aún está vivo con un puñado de supervivientes en la isla Tsalal. Hay que rescatarlos.

El viaje empieza en las Islas Kerguelen y poco a poco se van adentrando en ese confín del mundo, enfrentándose ora al mal tiempo, ora al hielo flotante y ora al miedo reverencial que los marineros tienen a la esfinge de los hielos, que atrae a las embarcaciones a su destrucción. Los acontecimientos se precipitan cuando la tripulación, presa del terror, se amotina y un enorme iceberg se lleva por delante la goleta al girar sobre sí mismo. Algunos consiguen salvarse, pero su lancha es arrastrada hacia la amenazadora esfinge por aquella misteriosa fuerza descrita por Poe y contra la que no pueden luchar.

«Y entonces, a un cuarto de milla, se dibujó una masa que dominaba la planicie en una extensión de 50 toesas sobre una circunferencia de 200 a 300. Por su extraña forma, aquel macizo parecía una enorme esfinge, con el torso erguido, las patas extendidas, acurrucada, en la actitud del monstruo alado que la mitología griega ha colocado en el camino de Tebas.
¿Era un animal vivo, un monstruo gigantesco, un mastodonte de dimensiones mil veces superiores a las de esos enormes elefantes de las regiones polares cuyos restos se encuentran aún? En la disposición de espíritu en que nos hallábamos se hubiera podido creer así, y creer también que el mastodonte iba a precipitarse sobre nuestra embarcación y a triturarla entre sus garras».

Una representación artística de la esfinge (George Roux)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Finalmente, y de modo paradójico, son ayudados por aquéllos a los que iban a rescatar y Jeorling descubre el misterio del lugar: esa fuerza es magnética porque la esfinge de los hielos resulta no ser más que una gran roca imantada por inducción de las descargas eléctricas polares, combinada con una veta metálica subterránea en el corazón de la figura. Un imán gigantesco, en suma, que atrae todo lo que sea metálico, desde los herrajes de los buques a herramientas y armas, como muestra la multitud de piezas adheridas a la pared rocosa, a la manera de los arpones colgantes del lomo de Moby Dick:

«Así pues, existía un imán de intensidad prodigiosa y habíamos entrado en su zona de atracción. Ante nuestros ojos se había efectuado uno de esos sorprendentes efectos que hasta entonces se habían considerado como fábulas ¿Quién ha admitido nunca que los navíos puedan ser irresistiblemente atraídos por una fuerza magnética y que sus herrajes se escapen, y sus botes se abran, y el mar los trague por esta razón?… Y, sin embargo, así era…

(…) Esas corrientes continuas a los polos, que agitan las brújulas, deben poseer extraordinaria influencia, y bastaría que una masa de hierro fuera sometida a su acción para que se transformara en un imán de poder proporcional a la intensidad de la corriente».

Y a los pies de ésta encuentran algo más: el cuerpo congelado de Arthur Gordon Pym portando todavía un fusil que, en lugar de salvarle, le condenó.


Fuentes

La esfinge de los hielos (Julio Verne)/Narración de Arthur Gordon Pym (Edgar Allan Poe)/Héroes de la aventura (Salvador Vázquez de Parga)


  • Comparte este artículo:

Something went wrong. Please refresh the page and/or try again.