Hace tiempo dedicamos un artículo al largo asedio al que los romanos sometieron a Lilibea, último bastión cartaginés en Sicilia. Entonces reseñamos que aquel episodio, que determinó la victoria de Roma en la Primera Guerra Púnica, estuvo jalonado por una serie de enfrentamientos terrestres y navales y que en uno de ellos se produjo el último triunfo en el mar de la flota de Cartago ante la del cónsul Publio Claudio Pulcro. Ocurrió en el año 249 a.C. y ha pasado a la historia como la batalla de Drépano, con la curiosa anécdota de que los derrotados pudieron haberla evitado de haber hecho caso a unas gallinas. La flota romana fue prácticamente aniquilada, y no se recuperó hasta siete años más tarde.
Drépano es la españolización de Drepanum, nombre con que los romanos designaban a un promontorio del oeste de Sicilia donde se alzaba la ciudad homónima, actual Trapani. Etimológicamente, la palabra deriva del griego drepànē, que significa «hoz», en alusión a la forma de la bahía a la que se asoma (de hecho, la divinidad patronal local era Saturno, cuya iconografía suele mostrarlo portando la hoz porque era el dios de la agricultura -junto con Ceres- y del tiempo).
Los fundadores del lugar fueron los élimos, pueblo establecido allí durante la Edad del Bronce, que compartió tierra -y seguramente lazos de sangre- con los nativos sicanos y los fenicios, manteniendo relaciones amistosas con Cartago desde el siglo V a.C. para frenar el expansionismo de las colonias griegas, especialmente Selinunte. Sin embargo, al estallar la Primera Guerra Púnica se decantaron por el bando romano, el cual les concedió un estatus privilegiado con exención de impuestos por creer que eran descendientes de los supervivientes que huyeron cuando cayó Troya guiados por el héroe Acestas, tal como contaba Virgilio; algo debido a que los élimos probablemente procedían de Anatolia.

Las principales ciudades de los élimos eran Eryx, Entella, Halicias, Jaitas, Élima, Hipana y Drépano, siendo esta última la que nos interesa aquí. Lo que originalmente era una pequeña aldea, asentada sobre una lengua de tierra adentrada en el mar de forma casi insular, fue creciendo hasta convertirse en una urbe amurallada, con un perímetro de un kilómetro y planta cuadrangular, protegida por el mar excepto en la parte oriental, donde un muro con dos entradas completaba esa magnífica defensa. El registro arqueológico ha demostrado además que hacia el 260 a.C. se demolieron sus antiguos torreones para construir otros mejores por orden de Amílcar Barca.
Y es que su situación estratégica, el tener un buen puerto marítimo y la primigenia alianza con Cartago hicieron que Drépano quedara en la órbita de ésta. Al estallar la guerra contra Roma en el 264 a.C. se concentró allí una fuerza púnica bajo el mando del general Aderbal. Para defender el sitio contaba con una serie de fortificaciones que Amílcar mandó erigir previsoramente, como vimos, destacando especialmente las torres Pali y Peliade; esta segunda -de obvia referencia onomástica a Troya-, es más conocida como castello de Colombaia por el castillo que sobre ella levantaron los aragoneses en la Edad Media, después ampliado por Carlos V.
El conflicto romano-púnico obedecía a la pugna por ejercer la hegemonía en el Mediterráneo occidental. Roma acababa de conseguir la unidad territorial de la península itálica y su consiguiente expansión apuntaba a Sicilia, que en su mayor parte estaba en poder cartaginés. Eso llevó a un intento de la primera por apoderarse de la isla que se fue prolongando en el tiempo sin los resultados apetecidos, mientras que Cartago, que poco a poco vio cómo iba perdiendo la iniciativa en la guerra naval en la misma medida que su enemiga crecía en ella, seguía una estrategia de desgaste para intentar forzar una negociación.

Entre el 262 y el 254 a.C. los romanos lograron hacerse con las ciudades sicilianas de Agrigentum y Panormus, las actuales Agrigento y Palermo, gracias a que la poderosa flota que habían construido (con avances tecnológicos como el corvus, por ejemplo) les habían permitido imponerse en batallas como las de Milas, Sulci, Ecnomo y Hermeo. También en tierra se mostraron superiores, rechazando un intento púnico de reconquistar Panormus en el 250 a.C. que les inyectó una dosis extra de moral debido a que en ese lance habían acabado con los temibles elefantes de guerra del ejército cartaginés.
Aprovechando la cresta de la ola, el Senado fijó el siguiente y ambicioso objetivo: Lilibea, base principal del adversario. Era un bocado muy grande porque medio centenar de barcos cartagineses acababa de desembarcar entre cuatro mil y diez mil hombres con abundantes suministros, por lo que hubo que destinar a la operación cuantiosos recursos y coordinar el asedio terrestre con un bloqueo marítimo. Se reunió así una poderosa flota de doscientos trirremes cuyo mando fue entregado a los cónsules Publio Claudio Pulcro y Lucio Junio Pulo.
Como era habitual en los sitios grandes, los romanos cercaron la ciudad mediante campamentos dotados de muros de tierra y empalizadas de madera, pero el mal tiempo les impidió obstruir con troncos el acceso de naves al puerto, lo que permitió que los defensores siguieran recibiendo aprovisionamiento. El principal responsable de esas audaces misiones era un marino llamado Aníbal el Rodio, que conocía al dedillo las mareas y bajíos de la zona, entrando y saliendo hábilmente con su veloz quinquerreme hasta que un día encalló por fin y los romanos usaron el barco capturado como modelo para replicarlo en su armada.

Ya habían hecho otro tanto al apresar tiempo atrás un cuadrirreme y ahora, con esos nuevos y más grandes barcos, Pulcro consideró llegado el momento de lanzar un ataque a la flota enemiga, anclada en Drépano, a unos veinticinco kilómetros de Lilibea. Para ello solicitó y obtuvo diez mil remeros más, con los que esperaba superar en rapidez a las naves púnicas, máxime contando con que zarparía de noche para sorprenderlas sin que las pudieran avisar los vigías. Sin embargo, los augurios no eran positivos, todo un problema para los romanos, que solían iniciar sus campañas y acciones en función de eso.
Pero Pulcro no estaba dispuesto a demorar lo que consideraba una victoria casi segura y la solución que ideó ha pasado a la posteridad como una de esas anécdotas clásicas, probablemente más cercanas a la leyenda que a la realidad; dado que la fuente documental más importante ni siquiera la menciona (la obra Historia romana, de Polibio), quizá se tratase de un invento de un autor posterior para desacreditar a la gens Claudia. En cualquier caso, merece la pena contarse porque a la larga sirvió para sellar el destino personal del cónsul.
Los auspicios se obtenían de múltiples maneras, siendo los más aceptados los que tenían que ver con animales: observar el vuelo de un pájaro, analizar el aspecto que tenían las entrañas de un animal sacrificado…. En el caso de las expediciones militares, sobre todo a bordo de un navío, las aves eran las más prácticas debido a su pequeño tamaño, que permitía llevarlas en jaulas sin estorbar demasiado las labores marineras. Pulcro llevaba los sacri pulli o pollos sagrados, con los que se se ponía en práctica el ex tripudiīs: un encargado, el pullarius, las soltaba sobre cubierta y les daba de comer la offa (una especie de torta) para ver cómo reaccionaban.

Si picoteaban la comida y una parte caía sobre el maderamen, se consideraba un tripudium solistimum (o tripudium quasi terripavium solistimum), es decir, un augurio favorable. En cambio, negarse a salir de su encierro o no querer comer (o batir las alas para intentar escapar volando) era interpretado como signo desfavorable. Lo normal era que se arrojaran literalmente sobre el offa porque el pullarius tenía a las gallinas mucho tiempo sin comer con esa finalidad, pero Pulcro y sus oficiales debieron de quedarse de piedra cuando vieron que las aves no se movían. De pronto, su plan estaba en peligro.
Enfurecido por ello, exclamó que si no tenían hambre al menos tendrían sed, y mandó arrojar a todos los pollos por la borda. De ese modo ya tenía vía libre y ordenó levar anclas, pero pronto pudo comprobar que su acceso de ira iba a traerle consecuencias nefastas. Los nuevos remeros se mostraban faltos de práctica y eso descompuso la formación, haciendo que la flota se alargara en una línea irregular que obligó a la nave almirante a situarse a retaguardia para asegurarse de que nadie quedaba descolgado. Con ese mismo fin la vanguardia tuvo que ralentizar su ritmo y eso hizo que empezase a amanecer antes de que pudieran alcanzar Drépano.
También permitió que la flota fuera avistada por los vigías emplazados en la costa, que dieron la alarma. Aderbal, el jefe cartaginés, embarcó rápida y eficazmente a sus tropas -formadas sobre todo por mercenarios, a los que animó a combatir prometiéndoles botín y evitar un asedio- y salió al encuentro del enemigo. Estaba en inferioridad numérica, ya que los romanos tenían unas decenas de galeras más (ciento veintitrés unidades-si bien algunas fuentes suben a doscientas- frente a cien aproximadamente), pero, como decíamos se trataba de un tipo de barco nuevo para ellos, el quinquerreme, que los púnicos sí manejaban con veteranía.

Cuando la mitad de las naves atacantes llegaron a la bocana del puerto se encontraron con la vanguardia de Aderbal cerrándoles el paso. Pulcro, que acaso ya se había percatado de la impericia de los suyos, temió que su flota quedara escindida en dos y mandó retroceder, operación que se realizó con manifiesta torpeza, estorbándose los barcos entre sí y a veces incluso chocando. Aderbal, por contra, rebasó la vanguardia enemiga y salió a mar abierto, de modo que sus galeras disponían de espacio de sobra para maniobrar.
Formó entonces una línea paralela a la adversaria, con una pequeña escuadra de cinco quinquerremes situados al sur para impedir a los romanos la retirada hacia Lilibea. Pulcro había quedado entre la espada y la pared, con los púnicos a proa y tierra a popa -muy cerca, además-, lo que le forzaba a mantener la formación sin poder moverse. Y Aderbal dio la orden de ataque. Al principio, los romanos pudieron resistir el embate, pero a medida que fue pasando el tiempo empezaron a ceder: los marineros cartagineses eran mucho más hábiles y la forma normal de equilibrar la balanza, el uso del corvus, no podía aplicarse porque no llevaban.
Por tanto, fueron los de Aderbal los que impusieron su superioridad aplicando la táctica de embestir con los espolones, lo que les evitaba el tener que lanzarse al abordaje, donde los legionarios sí podían resistir mejor. Además, si fallaban a la primera daban la vuelta y volvían a hacerlo o lo hacía un segundo barco tomando el relevo, cosa que los romanos no podían hacer impedidos por tener la costa detrás. Paradójicamente, eso sirvió para salvar a algunos, pues una parte de las galeras de Pulcro fueron varadas intencionadamente por sus capitanes para permitir a los soldados desembarcar y huir.

No obstante, al final, el cónsul logró escapar de aquel cerco acompañado únicamente de una treintena de naves, siendo hundidas o capturadas el resto (noventa y tres según Polibio); Aderbal no perdió ninguna. Las bajas romanas rondaron las veinte mil, entre muertos y prisioneros, lo que supuso haber sufrido la mayor derrota naval de la guerra. Pero el epílogo no resultó mejor. La mano derecha del comandante cartaginés, Cartalón, que estaba al mando de una escuadra de setenta galeras, fue reforzado con algunas unidades más y enviado a socorrer Lilibea. Iba a causar auténticos estragos al enemigo.
En efecto, durante la ruta se cruzó con un convoy de abastecimiento romano que navegaba hacia la ciudad al mando de Lucio Junio Pulo, el otro cónsul. Estaba formado por cerca de ochocientos barcos de carga reunidos entre el continente y Mesina, y escoltados por ciento veinte galeras. Él se quedó con el grueso de la flota en Siracusa, donde el tirano Hierón II era un aliado y podía proporcionarle más víveres, mientras enviaba al resto a Lilibea para aprovisionar a las legiones que la sitiaban y que estaban ya escasas de recursos.
Esas decisiones parecen indicar que Pulo ignoraba el desastre sufrido por su compañero, ya que el convoy no iba adecuadamente escoltado y además seguía un itinerario que bordeaba Sicilia por el sur, con Drépano por el camino y, por tanto, la flota enemiga. De hecho, Cartalón (al que no hay que confundir con el futuro lugarteniente de Aníbal) tenía aproximadamente el mismo número total de naves de guerra que el cónsul pero las llevaba todas, así que estaba en superioridad y se lanzó al ataque cuando los vigías que había situado en Heraclea Minoa le advirtieron de la presencia de velas romanas acercándose. Rápidamente, se hizo a la mar para interceptar al enemigo y a partir de ahí las dos fuentes principales, Polibio y Diodoro de Sicilia, difieren.
El primero dice que los romanos se percataron del peligro y buscaron refugio en tierra, pero como la ciudad más cercana, Phintias (actual Licata), carecía de puerto, se resguardaron en las desembocaduras de algunos ríos, colocando catapultas y onagros en los alrededores. Cartalón, viendo que no cundía el pánico como esperaba, sólo pudo capturar algunos barcos menores rezagados y aunque fondeó esperando alguna oportunidad, el riesgo de que llegara Pulo en ayuda de los suyos le disuadió para irse. Su marcha fue justo a tiempo porque se desató una fuerte tormenta de la que pudo zafarse, al contrario que los romanos, que quedaron atrapados y volvieron a padecer otra catástrofe.

Diodoro de Sicilia también reseña ese final, pero dando una versión algo distinta de los sucesos previos. Cuenta que era el grueso de la flota romana el que navegaba hacia Lilibea cuando fue sorprendido por los púnicos y se apresuró a escapar hacia Phintias, pero, al ser alcanzado debido a la lentidud de los buques de carga, las galeras de guerra tuvieron que quedarse cubriendo la retirada y salieron malparadas por estar en minoría. Luego llegó Pulo con las demás naves, pero cuenta Diodoro que Cartalón, habiendo consumado la victoria y ante el inicio de la tempestad, se fue del lugar. Los elementos terminaron destrozando lo que quedaba de la flota romana, aunque el cónsul logró sobrevivir y llegar a Lilibea.
Pulo se incorporó a las tareas de asedio y cayó prisionero, siendo liberado en un intercambio en el 247 a.C. y regresando a Roma, donde se quitó la vida ante la perspectiva de someterse a juicio. Pulcro sí fue procesado, en parte por su derrota, en parte por el escándalo que desató cuando le pidieron que designase un dictador ante la cautividad de su colega, nombrando con arrogancia a un liberto. El Senado impidió aquel dislate y decidió quitar de enmedio también al cónsul: los tribunos de la plebe Rulo y Fandanio le acusaron de sacrilegio por arrojar al mar a las gallinas sagradas y acabó condenado a destierro y a pagar una multa de ciento veinte mil ases (el as era una moneda de bronce equivalente a dos sestercios y medio).
A manera de epílogo cabe añadir dos cosas. Primera, la anécdota protagonizada por la hermana de Pulcro, que durante un recorrido callejero vio obstaculizado el paso a su litera por una multitud de mendigos y manifestó en voz alta el deseo de que él sufriera una nueva derrota para que hubiera menos gente en Roma. Segunda, Lilibea consiguió resistir varios años gracias a que los romanos tuvieron que desviar fuerzas para hacer frente a las guerrillas insulares implantadas por Amílcar Barca. Pero en el 243 a.C. Roma organizó una nueva flota que dos años después, esta vez sí, venció a la cartaginesa en las islas Egadas. Eso puso fin de facto a la Primera Guerra Púnica.
Fuentes
Polibio, Historia romana | Diodoro Sículo, Biblioteca histórica | Silio Itálico, La Guerra Púnica | Dion Casio, Historia romana | Sergei Ivanovich Kovaliov, Historia de Roma | Adrian Goldsworthy, La caída de Cartago: Las Guerras Púnicas, 265-146 A.C. | Pierre Grimal, El mundo mediterráneo en la Edad Antigua. II. El helenismo y el auge de Roma | Wikipedia
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