La grandeza de una victoria es mayor cuanto más fuerte sea el enemigo, de ahí que muy a menudo se ensalcen sus cualidades y se le envuelva en un halo de dignidad que no siempre concuerda con el trato que recibe cuando se le derrota. Los romanos solian tener esto presente, y por eso nos dejaron nobles retratos de algunos de sus adversarios más célebres: Aníbal, Vercingétorix… Otro que fue enaltecido, sin que ello impidiera su humillación en Roma, fue un caudillo britano de nombre un tanto peculiar, Carataco, quien según la tradición pronunció un discurso tan emotivo ante el Senado que el emperador Claudio decidió perdonarle la vida.
En el año 43 d.C. Claudio retomó la conquista de Britania, iniciada por Julio César casi un siglo antes y que sus sucesores no habían completado por diferentes circunstancias. Augusto llegó a planear hasta tres expediciones -ninguna puesta en práctica- y Calígula otra que tuvo un final bastante esperpéntico -si hacemos caso al dudoso relato de Suetonio-, pero esta última dejó a las legiones reunidas y preparadas, por lo que Claudio decidió aprovecharlo tres años más tarde.
Desde principios de la década de los cuarenta la situación en Britania se había vuelto inestable, con tres zonas de influencia: al norte los brigantes, al oeste los galeses y en el sureste estaban imponiéndose los cada vez más poderosos catuvellaunos, que ya habían conseguido desplazar a los trinovantes (incluso les arrebataron su capital, Camuloduno, actual Colchester), volviéndose ahora contra los atrébates. Años atraś el rey de éstos, Commio, de origen belga, había mantenido una buena relación con César; y dado que su último sucesor, su hijo Verica, tuvo que irse al exilio ante el dominio de los imparables catuvellaunos, Claudio encontró ahí un perfecto casus belli: ayudar a sus aliados.
El senador Aulio Plaucio fue puesto al frente de cuatro legiones (II Augusta, IX Hispana, XIV Gemina y XX Valeria Victix) y de unos veinte mil auxiliares tracios y bátavos. Entre los legados y mandos figuraban el futuro emperador Vespasiano y su hermano Tito Flavio Sabino, el senador Cneo Hosidio Geta (famoso por haber derrotado al mauritano Sabalo el año anterior) y, según cuentan Dión Casio y Eutropio, también el cónsul Cneo Sentio Saturnino, mano derecha de Claudio (aunque otros apuntan que debió incorporarse más tarde).
La cosa no empezó bien para los invasores porque los legionarios, ya reunidos en las playas de la Galia para cruzar el Canal de la Mancha, se negaron a embarcar para ir a combatir en una tierra tan lejana y tenebrosa; quizá recordaban las espeluznantes cosas que se contaban del asalto a Camuloduno cuando la rebelión de Boudicca. El caso es que fue necesaria la intervención personal de Tiberio Claudio Narciso, un liberto que había logrado llegar a comandante y cuyo vehemente discurso en nombre de su antiguo amo, el emperador, convenció a los soldados: al grito de «¡Io Saturnalia!» (alusión a las Saturnales, fiestas en las que se invertían los papeles sociales y los esclavos ocupaban el lugar de sus dueños por unos días), la tropa aceptó por fin embarcar y puso rumbo a Britania.
Historiadores y arqueólogos creen que el grueso arribó a la costa de Kent y lo hizo sin oposición alguna. Tan sólo el rey Cunobelius les quiso hacer frente en Medway y terminó perdiendo la vida, así que sus hijos Carataco y Togodumno, que le sucedieron en el poder, optaron por retirarse al interior y no presentar batalla abierta, prefiriendo la guerra de guerrillas. No se sabe a ciencia cierta si el monarca falleció de enfermedad o fue asesinado, ya que entonces había abierta una cruenta lucha por el poder con Carataco y Togodumno partidarios de enfrentarse a los romanos (por lo que tuvieron el apoyo de los druidas, siempre hostiles al invasor) mientras un tercer hermano, Adminio, prefería mantener su fidelidad a Roma y facilitaba el desembarco.
Los catuvellaunos tuvieron en jaque al enemigo durante un tiempo porque se movían por la zona este, terreno agreste donde los legionarios no podían desplegar bien sus formaciones. Carataco buscó el lugar que creía adecuado para presentar batalla y finalmente se enfrentó a Aulio Plaucio; sin embargo, fue éste quien salió vencedor con cierta facilidad, ayudado además por los partidarios del depuesto Verica. Togodumo murió y Carataco escapó hacia el territorio siluro (Gales), donde reunió a varias tribus bajo su mando y resistió varios años.
Plaucio regresó a Roma para ser homenajeado con una ovatio, dejando al mando a Publio Ostorio Scapula, que consiguió detener un contraataque de Carataco, desalojarle de su escondite y, poco a poco, empujarle hacia el norte, territorio de los ordovicos. Finalmente, el rebelde volvió a salir derrotado en la batalla de Caer Caradoc (en la que fue apresada su familia) y tuvo que refugiarse con los brigantes, pero su reina, Cartimandua, tenía una relación de vasallaje con los romanos y le entregó. Así, fue llevado prisionero a la metrópoli a la par que Verica era restituido en el trono atrébate (o eso se cree, ya que no hay noticias de ello y sólo se nombra a un tal Cogibudno, quizá su heredero).
A Carataco se le exhibió encadenado en el correspondiente triunfo de Claudio, provocando la expectación de un gentío ansioso por ver al que había resistido nueve años a su maquinaria militar. Después lo presentaron ante el Senado junto a su mujer y sus hijos. Allí fue donde protagonizó el momento más célebre de su historia; cuando todos los presentes esperaban que suplicase por la vida de sus familiares, el orgulloso Carataco pronunció un impresionante discurso recogido por Tácito en sus Anales, libro XI:
«Yo tenía caballos, hombres, armas y riquezas. A los que preguntan si me separé de ellos de mala gana: romano, si deseas apoderarte del mundo, ¿crées que éste acepta su esclavitud? Si yo no hubiera sido entregado como prisionero ni mi caída ni tu gloria habrían alcanzado brillantez. También es cierto que mi castigo caerá en el olvido mientras que, si me perdonas la vida, seré un ejemplo eterno de tu clemencia».
Aquellas palabras conmovieron a los senadores y al emperador mismo quien, en efecto, decidió indultarle. Carataco vivió el resto de su vida en Italia, en paz y acompañado de los suyos; aún tuvo tiempo de dejar otra memorable frase, recogida por Dión Casio, ante la magnificiencia arquitectónica de Roma: «¿Cómo pueden ellos, teniendo tales posesiones, ambicionar nuestras pobres cabañas?».
Un bonito final de la historia de no ser porque, al parecer, todo ello podrían no ser más que invenciones literarias para ensalzar al personaje y, así, engrandecer la victoria de Claudio. La versión prosaica dice que Carataco cumplió con el papel que de él se esperaba y rogó humildemente que se le perdonase su vida y la de su esposa e hijos.
Fuentes
Britania History / Tácito: Anales / Wikipedia
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