En otro artículo hablamos del tronie, un tipo de retrato caricaturesco que practicaron los pintores del Siglo de Oro holandés. En la centuria siguiente fue un artista francés el que retomó ese gusto por romper el academicismo, realizando algunos retratos muy expresivos gestualmente. Así, los personajes aparecen riendo, pidiendo silencio, señalando con el dedo, bostezando… El más famoso, curiosamente, es el que hizo de sí mismo: Portrait de l’artiste sous les traits d’un moqueur, es decir, «Retrato del artista con los rasgos de un burlón». Veamos quién fue este hombre, llamado Joseph Ducreux.

Para empezar, resulta curioso que se tratara de un aristócrata, bien es cierto que no de nacimiento sino que recibió el título de barón al ser nombrado premier peintre de la reine (Primer Pintor de la Reina). Había nacido en Nancy en 1735, hijo de un pintor que fue el que le inició en el mundo del arte. Sin embargo, el progenitor no era más que un artista de provincias y decidió enviar a su vástago a París, donde podría aprender de alguien destacado. El elegido fue Maurice Quentin de La Tour, otro que tenía unos humildes orígenes pero que para entonces ya había triunfado.

La Tour alcanzó una enorme popularidad a raíz de un retrato que hizo de Voltaire precisamente en el año en que nació el que iba a ser su pupilo, llegando a convertirse en 1750 en consejero de la Académie Royale de Peinture et de Sculpture fundada por Luis XIV. Recibía el apodo de Príncipe de los pastelistas porque su especialidad eran los retratos al pastel, técnica que enseñó a Ducreux haciendo de él otro experto. La del óleo, en cambio, la aprendió de Jean-Baptiste Greuze, el favorito del enciclopedista Diderot; un retratista convencional que fracasó al intentar pasarse a la temática histórica.

Una obra típica de Joseph Ducreux: Autorretrato como un hombre sorprendido y aterrorizado
Una obra típica de Joseph Ducreux: Autorretrato como un hombre sorprendido y aterrorizado. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Ducreux trabajó con ellos a partir de 1760 y, lógicamente, también se centró en el retrato al pastel. Al estar avalado por La Tour, entre sus primeros modelos ya figuraban personalidades como el librero y marchante de arte Pierre-Jean Mariette o incluso de la nobleza, caso del financiero Ange-Laurent de La Live de July (marqués de Removille) y del anticuario y erudito Anne-Claude-Philippe de Pestels (conde de Claylus). Una teoría dice que eran copias de obras de La Tour. Es difícil saberlo porque Ducreux no solía firmar sus trabajos, razon por la que a menudo se les atribuyen a otros.

En cualquier caso, el maestro debió de considerarlos lo suficientemente buenos como para permitir que su alumno diera el gran salto adelante. Fue en 1769, cuando le enviaron a Viena con el encargo de pintar uno de esos retratos en miniatura que intercambiaban quienes iban a contraer matrimonio en las altas esferas. Y no era un matrimonio cualquiera. Ducreux tenía que acompañar al embajador galo en Austria, marqués de Durfort, para pintar nada menos que a la princesa María Antonieta, cuya boda se había acordado para el año siguiente con el Delfín de Francia, el futuro Luis XVI.

El retrato fue enviado a Luis, que así pudo ver qué aspecto tenía su prometida, ya que no la conocía personalmente. Como decíamos antes, esa misión se le recompensó al artista luego con la concesión de un baronazgo y, un lustro más tarde, cuando se produjo la sucesión al trono, con el nombramiento de Primer Pintor de la Reina, saltándose el reglamento que reservaba ese cargo (junto a los de Pintor Ordinario e Inspector general de las Fábricas Reales) a los miembros de la citada Real Academia (y él no lo era).

Autorretrato pidiendo silencio
Autorretrato pidiendo silencio. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Quizá sabedor de que contaba con el refrendo real, a partir de 1780 se permitió alejarse un poco de la tradición clasicista empezando a experimentar en sus retratos con la llamada fisiognomía, una pseudociencia que hundía sus raíces en la Antigüedad y estuvo vigente en todas las épocas, recuperándose en la Edad Moderna bajo la óptica cientifista de la Ilustración. Se basaba en la creencia de que era posible conocer el carácter de una persona a través del estudio de su apariencia física, especialmente los rasgos faciales.

En su obra Religio Medici, el médico y filósofo inglés sir Thomas Browne decía que hay ciertos caracteres en nuestros rostros que llevan en ellos el lema de nuestras almas, en los cuales incluso un analfabeto puede leer nuestras naturalezas. Y, en efecto, Ducreux intentaba plasmar la personalidad de los retratados representándolos en actitudes muy diferentes a las habituales, sustituyendo la acostumbrada pose elegante por otras más espontáneas y expresivas, a veces un poco extremas, cercanas el reseñado tronie neerlandés o a las esculturas de ese tipo que hacía su coetáneo germano Franz Xaver Messerschmidt.

Fueron muchos los que vieron su imagen inmortalizada por los pinceles de Ducreux, algunos tan famosos como el propio rey Luis XVI, María Teresa I de Austria (la madre de María Antonieta) o el militar y escritor Pierre Choderlos de Laclos (autor de Las amistades peligrosas). Pero en el plano artístico probablemente el más famoso haya sido él mismo, ya que realizó muchos autorretratos, resultando especialmente célebres dos en los que aparece bostezando y señalando burlonamente al espectador respectivamente (este último, Autoportrait en moqueur, se hizo viral en Internet en 2009 al usarse en memes con letras de rap).

Autorretrato bostezando
Autorretrato bostezando. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Aquella etapa de gloria terminó abruptamente en 1789, al estallar la Revolución Francesa y tener que marcharse a Londres por su nobleza adquirida y su relación con la corte (de hecho, fue él quien pintó el último retrato en vida de Luis XVI antes de su ejecución). Sin embargo, en 1793 obtuvo permiso para regresar gracias a la mediación de uno de los artistas incuestionables de la nueva república, Jacques-Louis David, con quien colaboró habitualmente en lo sucesivo. La casa de Ducreux se convirtió en una especie de salón literario por el que pasaban poetas, escritores y músicos, todos los cuales solían encargar un retrato a su anfitrión.

Entre esos invitados merece destacarse a Étienne Nicolas Méhul, un compositor al que se considera pionero del romanticismo, el movimiento que empezaba a calar en el arte en sustitución del neoclásico (aunque éste aún duraría unas décadas). Méhul había compuesto canciones patrióticas revolucionarias como Chant du départ y por eso consiguió ser nombrado uno de los cinco inspectores del Conservatorio de París. Lo que nos interesa aquí es que el irascible Pandolfo, el personaje protagonista de una de sus treinta óperas, L’irato ou l’emporté, está inspirado en Ducreux.

Ello se debe a que el pintor, pese al humor de que hacía gala en sus obras, tenía muy mal carácter, con súbitos ataques de furia que le hacían fácilmente caricaturizable. De hecho, L’irato ou l’emporté es una ópera buffa que Méhul presentó en 1801 respondiendo a un reto de Napoleón, quien amaba ese género y aseguraba que los músicos franceses nunca podrían igualar en ello a los italianos. Sin embargo, y pese a que se estrenó con el pseudónimo Il signor Forelli para continuar la broma, Méhul sólo escribió un cuarteto; casi toda la partitura fue obra de Rose-Adélaïde Ducreux, hija del pintor, con letra del célebre libretista Benoît-Joseph Marsollier.

La sorpresa, autorretrato de Joseph Ducreux
La sorpresa, autorretrato de Joseph Ducreux. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Porque Ducreux había formado una familia. Se casó con Philippine-Rose Cosse y tuvieron muchos hijos. El primogénito, Jules, fue capitán de infantería y asesor historiográfico del general Charles François Dumouriez (ministro de Guerra durante la revolución que renegó de ésta y se convirtió en un apestado incluso para Napoleón), pintando cuadros de batallas antes de morir contra los austríacos en la batalla de Jemmapes. El segundo, León, soldado a las órdenes de su hermano, también pintaba pero su especialidad eran las flores. Un tercero, Adrien, murió a los dieciséis años, cuando empezaba a mostrar maneras para el arte.

En cuanto a las chicas, ya hemos hablado de Rose-Adélaïde, la mayor, nacida en 1761, que además de música llegó a ser una apreciada miniaturista de retratos. Sus pinturas eran expuestas regularmente en el Louvre y otros sitios pero, al igual que su padre, no firmaba sus obras y eso hizo que a menudo se atribuyeran a otros; el hecho de que fueran maestros consagrados como David o Le Brun, por ejemplo, es indicativo de su calidad. Su hermana Antoinette-Clémence, adoptada por María Antonieta como ahijada, también pintaba miniaturas y flores, heredando la habilidad paterna para la técnica del pastel.

El verano de 1802 trajo una curiosa y trágica circunstancia a la familia. Rose-Adélaïde, que en febrero se había trasladado a Santo Domingo para contraer matrimonio con el prefecto marítimo de la colonia, François Lequoy de Montgiraud, falleció de fiebre amarilla el 26 de julio… dos días después que su padre en París.



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