Cuando se habla de campos de concentración se tiende a pensar automáticamente en el más de millar y medio construido por los nazis por toda Europa durante la Segunda Guerra Mundial o en los años anteriores, desde su subida al poder. Sin embargo, el concepto es medio siglo anterior, remontándose primero a las concentraciones de población ordenadas por el general español Weyler para tratar de impedir que los insurrectos cubanos obtuvieran suministros de ella, y después a los campos de prisioneros en los que el ejército británico encerró a los bóers tras la segunda guerra que libró contra ellos.

Pero quedan en un agujero de la memoria los instaurados en España por el régimen franquista al término de la Guerra Civil, en los que fueron recluidos los militares republicanos (en realidad no sólo ellos sino también presos comunes y homosexuales) que, a partir del fin de las hostilidades en 1939, se libraron de la ejecución por no atribuírseles responsabilidad directa y considerarse que eran «recuperables». Los campos se crearon por la necesidad de dar respuesta a la enorme cantidad de gente que se iba apresando ya desde la mitad de la guerra y que al acabar ésta sumaba cientos de miles personas.

Consecuentemente, en 1940 se designó al general de brigada Camilo Alonso Vega para encargarse de supervisar los diversos campos de concentración que fueron naciendo bajo la coordinación del SCPM (Servicio de Colonias Penitenciarias Militarizadas), dice algún autor que con asesoramiento de Paul Winzer, el hombre de la Gestapo en España que, al parecer, incluso dirigió uno de los campos, el de Miranda de Ebro. Llegaron a sumar ciento ochenta y ocho desde el primero, creado ya en julio de 1936, hasta 1947, en que cerró el último (Miranda de Ebro precisamente). Una cifra considerable pero que se debió a que, a lo largo de esos años, la población reclusa alcanzó el medio millón de individuos.

El campo de concentración de Miranda de Ebro/Imagen: BernardaAlba en Wikimedia Commons

Algunos de esos campos se construyeron ex profeso, como el de Castuera (Badajoz). Otros aprovechaban las características del terreno, como el de Saltés, una isla fluvial de Huelva rodeada de marismas. Alguno ya existía en tiempos de la República, caso del de Albatera (Alicante), que se considera el más duro de todos por las inhumanas condiciones y las sacas que en él se produjeron. Pero seguramente el más insólito fue el que reutilizó la Cartuja de Porta Coeli, un cenobio valenciano fundado en la Edad Media y de dimensiones tan grandes que tras sus muros quedaron encarcelados alrededor de cuatro mil cuatrocientos presos, si bien algunos amplían la cifra a ocho mil.

Los monasterios medievales eran como auténticos pueblos en miniatura. Organizados en torno a la abadía tenían una serie de variadas dependencias distribuidas en varios edificios, entre las que se contaban cocinas, refectorio, biblioteca, sala capitular, claustro, sala de trabajo, hospedería, portería, cuadras, celdas y múltiples talleres, dependiendo de la importancia, el tamaño y la riqueza de la comunidad establecida. Es lógico que complejos así, que con el cambio de los tiempos y costumbres fueron vaciándose hasta quedar, en algunos casos, en estado de abandono y/o ruina, se intentaran reaprovechar para otros usos. En unos casos pasaron a acoger bodegas; en otros, cuarteles militares; alguno se reconvirtió en alojamiento…

Porta Coeli lo fundó en el año 1272 el obispo de Valencia Andrés de Albalat para albergar a unos cartujos procedentes del Priorato de Scala Dei (Tarragona). Desde su modestia inicial fue creciendo progresivamente, añadiendo construcciones hasta convertirse en un enorme complejo con una iglesia gótica, cuatro claustros e incluso un acueducto. En 1835 quedó vacío por la Desamortización de Mendizábal y pasó de mano en mano hasta que el estado decidió convertirlo en un hospital para enfermos de tuberculosis en 1898.

Plano del monasterio en el siglo XV
Plano del monasterio en el siglo XV

Es curioso y siniestro a la vez que muchos de los reclusos republicanos internados allí tras su reapertura como campo de concentración en 1939 eran tuberculosos. Una considerable parte de ellos quedaban, pues, incapacitados para trabajar y quizá por eso o porque se los consideró incurables, terminaron fusilados: dos mil doscientos treinta y ocho, para ser exactos, según indica el registro civil de la localidad de Serra donde se ubica el monasterio. Y es que los trabajos forzados eran comunes: esta mano de obra semiesclava se empleó en obras de carácter público, como carreteras, pantanos, canales, líneas férreas, etc.

La vida en Porta Coeli revestía condiciones parecidas de dureza a otros, entre hacinamiento, hambre, insalubridad, humillación, abusos, epidemias… Aunque, al menos, en ese campo había agua potable. Nada más llegar, los presos eran despojados de sus pertenencias, incluida la guerrera, y se quedaban sólo con una manta. Los paquetes de comida, ropa y tabaco que enviaban los familiares solían reparírselos entre los guardianes y a veces ni eso, pues algunos testimonios cuentan un infame ritual en el que los reclusos eran obligados a formar en el patio y cantar el Cara al sol mientras los fardos eran rociados con gasolina y quemados.

Este tipo de acciones y otras, como la entrada de grupos de falangistas a seleccionar internos para depurar saltándose la autoridad militar del campo, llevaron al segundo jefe de Porta Coeli, el capitán de la Guardia Civil Emilio Tavera Domínguez (que a la sazón tenía sesenta y cinco años y estaba ya retirado cuando recibió la orden de incorporarse a ese destino), a escribir una carta a Franco denunciando tales irregularidades. Tavera fue apoyado por otros oficiales, que hablaron de un estado de «animalización» del sistema.

Según el Tribunal de Cuentas, el campo de Porta Coeli, que había pasado a tener la categoría de prisión, se cerró en 1941. En 1943 el sitio fue adquirido por la Diputación Provincial y al año siguiente se volvió a instalar allí una comunidad de monjes cartujos, que todavía sigue. En 1947 se acometió la restauración y rehabilitación del patrimonio arquitectónico y el lugar luce espléndidamente, protegido como Bien de Interés Cultural; un remanso de paz y silencio que deja atrás pero no borra aquellos años negros. Stat Crux dum volvitur orbis (o sea, La cruz permanece estable mientras el mundo gira, lema de la orden cartuja).


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