Aunque el uso de la artillería ya está documentado en Europa en la Baja Edad Media (como mínimo desde el siglo XIII, si bien en China se conservan dibujos de una bombarda del año 1128), su uso se limitaba a los asedios de plazas fuertes y rara vez en batalla campal. Fue a partir del período renacentista, dos centurias después, cuando empezaron a verse cañones en el frente con asiduidad. Sin embargo, su protagonismo era limitado. Todo cambió en el año 1453, en la batalla de Castillon.

Castillon es una ciudad francesa ubicada en la región suroeste de Aquitania, un territorio que formaba parte de aquellos que se disputaban los reyes de Francia e Inglaterra y que, consecuentemente, quedó envuelto en la Guerra de los Cien Años. Un conlicto que en realidad duró más (ciento dieciséis para ser exactos, entre 1337 y 1453) y terminó con victoria gala a costa de la sangre de más de cien mil bajas entre ambos bandos.

La batalla de Castillon fue su último capítulo, aunque en principio era un escenario secundario en el contexto de la conquista francesa de Gascuña. Los bandos enfrentados, como se puede deducir, fueron los franceses y bretones de Carlos VII por un lado contra ingleses y sus aliados gascones por otro.

Retrato de Jean Bureau / foto dominio público en Wikimedia Commons

Éstos, que después de tres siglos bajo la soberanía de Inglaterra se consideraban ya de esa nacionalidad, habían solicitado ayuda y el rey Enrique VI envió un ejército al mando del veterano John Talbot, duque de Schrewsbury.

Las tropas del militar inglés se dirigieron a Castillon, donde los gascones se hallaban atrincherados y sitiados por el ejército francés que mandaba Jean de Blois, si bien en la práctica era el ingeniero y maestro artillero Jean Bureau quien dirigía las operaciones de asedio. Bureau contaba con trescientos cañones que repartió por las fuertemente fortificadas estructuras que mandó construir alrededor de Castillon, que algunos equiparan a las establecidas por Julio César en Alexia.

Había fosos, parapetos, líneas de estacas, trincheras… Todo ello fuera de tiro de la artillería de la ciudad. Aparte tenía una superioridad numérica de seis a uno, unos diez mil efectivos, parte de los cuales disponía además de armas de fuego manuales, predecesoras de los arcabuces.

Esquema de la batalla/Imagen: Rowanwindwhistler en Wikimedia Commons

Las fuerzas de Schrewsbury, que eran similares en tamaño, avanzaron rápidamente y, en un primer choque, su vanguardia puso en fuga a un contingente enemigo. Luego llegó hasta las defensas francesas y se lanzó al asalto irreflexivamente. Los cañones sencillamente las hicieron picadillo y aunque unidades sueltas lograron trepar por los parapetos y entablar una lucha cuerpo a cuerpo, al cabo de una hora apareció por un flanco la caballería bretona y los atacantes, diezmados, tuvieron que retroceder.

La muerte de Schrewsbury/Imagen: Charles-Philippe Larivière en Wikimedia Commons

Los ingleses se encontraron, pues, con dos frentes que atender y para ello no tenían número suficiente de soldados, ya que el grueso aún no había llegado al lugar (de hecho, su artillería ni siquiera pudo participar).

Schrewusbury ordenó la retirada poco antes de que un cañonazo le matara al caballo; él quedo atrapado bajo su cuerpo y un infante francés acabó con su vida y la de su hijo, que había acudido en su ayuda. Mientras, las andanadas galas se cebaron con los ingleses en fuga.

Fue el final de la Guerra de los Cien Años. Faltas de auxilio, las posiciones gasconas fueron cayendo una tras otra y Carlos VII se afianzó como monarca unificador de Francia.

A su adversario, Enrique VI, ya se le presentaban sus propios problemas domésticos: débil e impopular, sufrió una enfermedad mental que obligó a establecer una regencia y abrió la puerta a la reclamación del trono por la casa de York, dando inicio a la Guerra de las Dos Rosas. La artillería demostró que había llegado para quedarse y que no limitaría su actuación a los sitios.


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