«Dicho de una persona: que pertenece a la clase alta» o bien «Individuo que por su nacimiento, riqueza y virtudes descuella entre sus conciudadanos». Según la RAE, éstas son las acepciones habituales hoy para la palabra patricio… salvo que estemos hablando de la antigua Roma, en cuyo caso el término se refiere a una persona «que descendía de los primeros senadores y formaba parte de la clase social privilegiada». Es la que vamos a ver a continuación.

Hace tiempo ya que se descartó la vieja teoría de las tres tribus patricias originarias, Ramnes, Tities y Luceres, equivalentes a latinos, sabinos y etruscos, dado que estos últimos no tuvieron nada que ver. Hoy se opta más bien por considerar esas tres tribus como las ramas de una sola primigenia. Cada una de las resultantes se dividía en diez curias, que a su vez lo hacían en diez gentes (de gens, clan) formadas por diez familias, sistema tan geométrico que quizá empezó por una razón de organización militar.

Nada mejor que citar a Plutarco para entender la mitificada, aunque confusa, idea que tenían los romanos sobre el origen de los patricios. La expresa en el capítulo dedicado a la fundación de Roma por Rómulo, cuando el personaje escoge al centenar de ciudadanos de «mayor mérito» para que sean consejeros (senadores):

«Esta voz no tiene duda que significa ancianidad: pero acerca del nombre de patricios, dado a los consejeros, unos dicen que dimanó de que eran padres de hijos libres, otros que más bien de que ellos mismos eran hijos de padres conocidos, ventaja de que gozaban pocos de los que a la ciudad se habían recogido; y otros, finalmente, que del derecho de patronato, porque así se llamaba y se llama hoy todavía la protección que aquellos dispensan; creyéndose que de uno de los que vinieron con Evandro, llamado Patrón, de carácter benéfico, y auxiliador para con los miserables, se le originó a este acto aquella denominación».

Plutarco, Vida de Rómulo

Plutarco añade que, en su opinión, Rómulo hizo esa elección buscando que los más ilustres y poderosos ejercieran una labor de «protección y celo paternal con los humildes, y por otra enseñar a éstos a no temer ni tener en odio la autoridad y honores de los principales, sino más bien mirarlos con benevolencia, teniéndolos por padres y saludándolos como tales». Por eso, insiste, se los llamó inicialmente padres y después padres conscriptos, lo que coincide con la etimología del término latino pater.

Como vimos, una de las condiciones para ser escogidos era ser hijos de padres conocidos, en el sentido de que pertenecían a las gentes originarias de la ciudad. Dicho de otra forma, Rómulo seleccionó a cien personas y elevó sus estatus socioecononómico, originando así los dos estamentos clásicos de la sociedad romana: la clase alta que constituían los selectos patricios frente a la baja del resto, formada por plebeyos, relacionados por un vínculo de mecenazgo entre patrones y clientes.

Así lo confirman Tito Livio en su obra Ab urbe condita («Historia de Roma desde su fundación») y Dionisio de Halicarnaso en Antigüedades romanas. Ahora bien, también informan de que la ciudad fue creciendo y se hizo necesario ampliar el patriciado, duplicándose con la incorporación de cien sabinos en los tiempos en que Tito Tacio compartía el trono con Rómulo o, más tarde, con las gentes procedentes de la vecina Alba Longa, destruida por el tercer monarca, Tulio Hostilio. De hecho, la ampliación continuaría al menos hasta el año 504 a.C., ya en época republicana, cuando se dio el último caso de admisión de una gens foránea entre los patricios: la Claudia, que también procedía de Sabinia.

Eso generó una distinción interna, siendo las originales las gentes maiores y el resto las gentes minores. Se supone que entre las primeras estarían los Emilios, Claudios, Cornelios, Fabios, Manlios y Valerios, mientras que entre los segundos figurarían los Julios, Tulios, Servios, Quintos, Geganos, Curtios y Cloelios. Sin embargo, la cosa no está clara y hasta resulta contradictoria, pues como vimos, los Claudios eran sabinos. Tampoco se sabe si esa dualidad tenía respaldo jurídico ni si repercutía de alguna manera en la vida.

Los patricios constituían, en cualquier caso, el estrato social más noble: el de los optimates (los óptimos o mejores, al cambio los aristócratas), situados un escalón sobre los los equites (caballeros, quienes podían ser tan ricos como ellos pero carecían del privilegio de nacimiento) y más aún por encima de los populares (el pueblo), especialmente desde el crecimiento experimentado por éste debido a la afluencia hacia la ciudad de familias campesinas procedentes de todo el Lacio.

Para acentuar las diferencias, los patricios se opusieron desde el principio a que se concediese la ciudadanía a los recién llegados, a quienes denominaron plebeyos aludiendo a su falta de linaje; al no estar adscritos a ninguna tribu o curia, los integrantes del ordo plebeius carecían de derechos políticos y no podían participar en las asambleas, tal cual pasaba en la antigua Grecia (a pesar de lo cual, curiosamente, los patricios eran refractarios a aceptar la cultura helenística).

Consecuentemente, el acceso a las magistraturas era una prerrogativa del patriciado; incluso monopolizaban el sacerdocio por la creencia de que se comunicaban mejor con los dioses, al menos hasta la aprobación de la Lex Ogulnia, que autorizó la entrada de plebeyos en el colegio de Augures, allá por el año 300 a.C., aunque los patricios continuaron ostentando la exclusiva en sacerdocios de importancia política como los Salii, los Flamines y el Rex Sacrorum. Puesto que los nobles también poseían las mejores tierras, éstas daban más rendimiento y acentuaban la división en el ámbito económico, lo que se reflejaba en la polarizada política.

«¿Por qué no aprobáis una ley que impida a un plebeyo vivir al lado de un patricio, o caminar por la misma calle, o ir a la misma fiesta, o estar el uno junto al otro en el mismo foro?» preguntaba irónicamente un reformista en transcripción de Tito Livio.

El creciente número de plebeyos hizo inevitable que las reformas de Servio Tulio les permitieran la entrada en el ejército y los comicios centuriados (asamblea popular), a que en el año 494 a.C. se crease una magistratura defensora de sus derechos (el tribunado de la plebe) después de una primera revuelta conocida como Secessio plebis, una especie de huelga en la que el pueblo se retiró al Monte Sacro dejando a Roma sin aprovisionamiento.

De ese modo, en teoría, los plebeyos ricos alcanzaron la posibilidad de postularse para un cargo, aunque lo cierto es que ese avance era relativo porque ninguno obtenía apoyo para acceder a dicho puesto. De hecho, las listas de magistrados romanos no son pródigas en plebeyos y hay que esperar hasta los años 367 a.C. y 342 a.C. para encontrar una apertura clara de las magistraturas, con la Lex Licinia Sexta y la Lex Genucia respectivamente: la primera despejó el acceso de la plebe al consulado y la segunda estableció que al menos uno de los cónsules debía ser plebeyo (si bien esto se vulneró a menudo; Livio opinaba que los plebeyos se contentaban con el derecho a ser candidatos).

En el año 320 a.C. todas las magistraturas quedaron abiertas a los plebeyos, siendo uno de ellos -Tiberio Coruncanio- nombrado pontifex maximus en el 254 a.C. y, a la inversa, en el 59 a.C. un patricio llamado Publio Clodio Pulcro se hizo adoptar por un plebeyo para poder ser tribuno de la plebe. Es decir, ambos grupos tendían a igualarse: crecían las familias plebeyas ricas a la par que el número de familias patricias empezaba a disminuir. Las más importantes durante la República eran las de los Cornelios, Valerios, Julios, Claudios, Emilios y Fabios, pero fue imponiéndose una incipiente y progresiva hibridación.

Y es que seguía habiendo un abismo conceptual entre ambas partes. Así, estaban prohibidos los matrimonios entre ambas por la Ley de las Doce Tablas y los patricios se distinguían de los demás por su forma de vestir. En su Historia romana, Dion Casio cuenta que «los zapatos usados ​​por los patricios en la ciudad estaban adornados con correas enlazadas y el diseño de la letra, para indicar que descendían de los cien hombres originales que habían sido senadores». Paradójicamente, con el tiempo ese orgullo de clase iba a ser el causante de su decadencia.

Al ser una élite -por tanto minoritaria-, las guerras civiles que sacudieron Roma hicieron descender aún más el número de miembros del patriciado y algunas familias originarias, de las de pura cepa, decayeron hasta la extinción formal (es decir, desaparecieron de los registros, aunque siguieran existiendo), caso de los Horacios, Lucrecios, Verginios y Mesenios, de los que no hay noticias después del siglo II a.C. Otros, como los Julios, también pasaron por lo mismo pero reaparecieron a comienzos de la etapa republicana final.

A comienzos del Principado augustano, las únicas familias que seguían aportando cónsules eran las de los Julios, Pinarios, Domicios, Valerios, Postumios, Sergios, Junios, Cornelios y Servilios. En algunos casos gracias a adopciones, de las que Julio César es el caso más evidente. En otros, había una doble rama patricia y plebeya, quedando eclipsada la primera por la segunda a menudo, como pasó con los Antonios, Casios, Cominios, Curiatios, Hostilios, Junios y Marcios. Por ejemplo los Claudios Crasos y los Claudios Sabinos eran patricios y los Claudios Marcelos plebeyos.

Por contra, se fueron formando nuevas familias plebeyas de renombre, lo que amenazaba con reducir a las patricias a la nada. Por eso Julio César y Augusto promulgaron leyes especiales para registrar nuevos patricios: la Lex Cassia y la Lex Saenia respectivamente. También Claudio legisló en ese sentido, pero el paso del tiempo resultaba inexorable y bajo el Dominado (el Bajo Imperio), surgido tras la crisis del siglo III, el patriciado continuó su declive y dejó de tener sentido en la vida cotidiana.

Durante el reinado de Constantino I únicamente quedaba la gens Valeria -que se sepa- y ser patricio ya no implicaba relación con un alto cargo de la administración necesariamente. Se convirtió entonces en una dignidad honorífica; un título que, según indica el historiador griego Zósimo en su obra Nueva Historia, clasificaba a su poseedor por encima del prefecto pretoriano, sobre todo a partir del siglo V d.C. porque solía concederse al magister militum (lo recibieron Estilicón, Flavio Aecio y Ricimero, entre otros).

En el siglo V incluso sirvió para legitimar a notables bárbaros, siendo el caso más destacado el de Odoacro, el caudillo hérulo que depuso primero al magister militum Orestes y después a su hijo Rómulo Augústulo, último emperador occidental, ocupando su lugar. Se lo concedió Zenón, emperador del Imperio Romano de Oriente, donde el honor del patriciado se devaluó por el elevado número de concesiones debido a que Justiniano I se lo daba a todos los que estuvieran por encima del rango ilustris (el que tenían los senadores). Desde el siglo VIII, el término se reservó en Italia a los gobernantes municipales.

En el imperio oriental, ser un patrikios continuaría constituyendo un honor importante en los siglos siguientes, concediéndose a los estrategoi (gobernadores y generales) y a los caudillos extranjeros aliados, aunque poco a poco fue devaluándose y terminó por desaparecer en tiempos de los Comneno, a principios del siglo XII. Cabe aclarar que el término dio origen a otros derivados, como el de protopatrikios (primer patricio, probablemente el rango más alto dentro del patriciado), patrikia (la esposa de un patricio) y zoste patrikia (dama de honor de la emperatriz).


Fuentes

Plutarco, Vidas paralelas | Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación | Dionisio de Halicarnaso, Historia Antigua de Roma | Dion Casio, Historia romana | Zósimo, Nueva Historia | Mary Beard, SPQR. Una historia de la antigua Roma | Sergei Ivanovich Kovaliov, Historia de Roma | Wikipedia


  • Comparte este artículo:

Descubre más desde La Brújula Verde

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Something went wrong. Please refresh the page and/or try again.