La historia de Roma suele dividirse en tres fases básicas, que son Monarquía, República e Imperio. Sin embargo, se han introducido unos términos historiográficos que permiten detallar en etapas más concretas. Así, por ejemplo, el Imperio puede subdividirse en Principado y Dominado, correspondiendo el primero al período que va desde la subida al poder de Augusto (27 a.C.) hasta la de Diocleciano (284 d.C.), mientras que el segundo ocupa desde ese último gobernante hasta el final (para unos en la caída del Imperio Romano de Occidente en el 476 d.C. y para otros en el final del reinado de Heraclio, emperador de Oriente, en en el 641 d.C.), en lo que también se conoce como Bajo Imperio.

Consecuentemente, el Principado equivale al Alto Imperio y se llama así porque el gobierno era unipersonal, aun cuando se conservase el Senado para mantener la ilusión de que todavía había una república para evitar la sensación de regreso a la monaquía. El titular recibía la dignidad de princeps, es decir, «el primero», relacionada con la que tenía el senador más veterano (princeps senatus) y con la antigua idea impulsada por el circulo de Escipión Emiliano de un primus inter pares.

En realidad se trataba sólo de una ilusión, puesto que Augusto se las arregló para acumular cargos y títulos sin que pareciese que lo hacía por iniciativa propia, lo que le sirvió para esquivar las acusaciones de dictador que le habían supuesto la muerte a su mentor, Julio César. Más tarde sus sucesores continuaron en esa línea autocrática, reduciendo progresivamente las competencias del Senado en la práctica. Así, el princeps reunía en su persona todos los poderes (auctoritas, maiestas y potestas) y encarnaba de facto una monarquía, por muy colegiada que la hiciera parecer.

La entronización de Vespasiano supuso un pequeño cambio, al adquirir el princeps una posición más diferenciada respecto al resto de instituciones estatales. Dado que el ascenso y retención del poder dependía del poder militar que tuviera el general proclamado, la potestas prevaleció sobre la auctoritas. En el Derecho Romano, el primer concepto aludía al poder reconocido socialmente, es decir, la capacidad ejecutiva para hacer cumplir la ley, mientras que el segundo implicaba no sólo autoridad sino también un meritaje legitimatorio.

Por eso con los Flavios y los Antoninos empezó a calar la palabra imperator, que remitía al mando militar que recibían en campaña los generales (para ser exactos, los cónsules y pretores) ya desde tiempos republicanos. Por entonces el imperium era una autoridad temporal cuyos titulares tenían que devolver al acabar su mandato, pero terminó por recaer también en el princeps. La cosa tuvo continuidad con los Severos, pero tras éstos Roma se vio envuelta en un turbulento período conocido como la Crisis del siglo III que iba a cambiar todavía más el panorama.

Empezó en el año 235 d.C. y terminó en el 284 d.C., sucediéndose de por medio una convulsa serie de emperadores incapaces de asentar una nueva dinastía propiamente dicha, más allá de reinar ellos y sus hijos; hasta seis llegó a haber en aquel primer año. La solución llegó con el sexto, Diocleciano, que además abrió una nueva etapa en la periodización historiográfica romana al ser con quien empezó el Dominado.

Diocleciano, un ilirio de clase baja que fue ascendiendo socialmente en el ejército hasta que éste le encumbró en el trono, entendió que la única forma de evitar las luchas entre candidatos rivales era crear un nuevo sistema en el que el gobierno se repartiera entre todos: el consortium imperii. Así fue cómo creó la tetrarquía, en la que cuatro co-emperadores (dos augustos y dos césares), tenían cada uno asignado una diócesis o territorio. Hubo seis tetrarquías, aunque bastante desvirtuadas porque el sistema decayó en cuanto faltó su fundador, que era el único elemento de cohesión verdadera.

Lo que nos interesa aquí es que Diocleciano acometió un replanteamiento prácticamente integral de la administración que incluyó una reforma monetaria, ciertas medidas en pos de una unidad religiosa y la creación de una burocracia civil a gran escala -separada de la militar para evitar tentaciones a los gobernadores y prefectos pretorianos-, con múltiples funcionarios palatinos al mando del magister officiorum y cuya designación implicaba la entrada automática en el Senado, en perjuicio de la clase senatorial.

También cambió la titulación imperial al adoptar oficialmente la dignidad de dominus (señor o dueño) en sustitución de la de princeps. Era algo que ya existía desde hacía mucho pero que no se empleaba por las connotaciones negativas que implicaba, ya que así llamaban los esclavos a sus amos; por eso Augusto desalentó su uso y Tiberio lo llegó a considerar una manifestación indigna de servilismo, aunque los Severos sí vincularon incipientemente el término con el trono.

Que en el siglo III d.C. se empezase a emplear era, en cierto modo, una consecuencia casi natural del mencionado postergamiento de la clase senatorial del mando militar ante la pujanza de la ecuestre, la que llevaba el peso del ejército -ahora al mando de un magister militum ayudado por varios comes-, debido a la pérdida de las labores proconsulares, entre otros factores. Todo lo cual se manifestó en cambios en las ceremonias públicas, la pompa de la corte, la forma de vestir del emperador y, en suma, en la concepción misma de éste.

Así, la sencilla toga praetexta dejó paso a túnicas y calzados enjoyados, acordes a la suntuosidad del palacio (todavía quedan restos del que tenía Diocleciano en Dalmacia), donde el chambelán se perfiló como cargo destacado. El emperador ya no era sólo dominus sino que también evolucionó a divus (divino), tratando de aumentar su legitimidad a la manera oriental. Se impuso la proskynesis (genuflexión) y a menudo se mantuvo la divinización una vez muerto.

Bien es cierto que la idea no era del todo original, puesto que había sido Aureliano el que una década antes acuñase monedas con la inscripción deus et dominus natus y el que introdujese medidas para instaurar una divinidad suprema promoviendo al Sol Invictus, al que se vinculaba con el emperador hasta tal punto que Diocleciano logró asentar un culto directo a éste (en su caso se le asoció a Júpiter, mientras que el otro augusto, Maximiano, lo fue con Hércules).

Cabe decir que, pese a todo y en la práctica, el paso del Principado al Dominado no se produjo de forma inmediata sino que fue el resultado de una transformación progresiva. Ya vimos que Aureliano puso parte de los cimientos y otro tanto se podría decir de Galieno y Trajano, con los que los equites comenzaron su ascenso. Del mismo modo, tras Diocleciano siguió habiendo reformas que reforzaron la nueva etapa.

Por ejemplo, Constantino I asumió la idea del dios supremo pero sustituyendo al Sol Invicto por el Dios cristiano, incorporando a la iconografía imperial el lábaro y el crismón. Más tarde, se identificó al obispo de Roma con el pontifex maximus y Teodosio I, que además reinó en solitario durante unos años, estableció una iglesia con estructura estatal.

Para entonces la capital ya había cambiado por necesidades estratégicas, pasando sucesivamente a Ulpia Serdica, Constantinopla y Rávena, quedando al frente de la vieja ciudad un prefectus urbi.

En el Imperio Romano de Oriente, las cosas fueron todavía más extremas, cayéndose en el absolutismo autocrático e implantándose un ceremonial palatino extravagante. Justiniano I fue el último emperador en emplear el título de dominus; a partir de ahí pasó a emplearse el de basileus (rey). Éste era identificado como una encarnación de la majestad de Roma, de ahí que al delito de traición se lo denominara de lesa majestad.

Por otra parte, el sistema tributario establecido por Diocleciano se basaba en la tierra, lo que obligaba a los coloni (campesinos arrendatarios) a permacer vinculados a ésta. Constantino reforzó ese efecto, restringiendo sus movimientos y provocando que con el tiempo terminaran por convertirse en servi (siervos), acortando o incluso igualando su estatus social con el de los esclavos. Era lo que luego se revelaría como el inicio de la transición a la Edad Media; el caudillo hérulo Odocadro se encargó de consumarlo en el 476 d.C.

Al fin y al cabo, dice Goldsworthy, «el Bajo Imperio no estaba concebido para ser un gobierno eficiente sino para mantener al emperador en el poder».


Fuentes

Sergei Ivanovich Kovaliov, Historia de Roma | A.D. Lee, From Rome to Byzantium AD 363 to 565: The Transformation of Ancient Rome | Christopher McKay, Ancient Rome: A Military and Political History | Pedro López Barja de Quiroga y Francisco Javier Lomas Salmonte, Historia de Roma | Michael Ivanovitc Rostovtzeff, Historia cosial y económica del Imperio Romano | Adrian Goldsworthy, La caída del Imperio romano. El ocaso de Occidente | F.W. Walbank, La pavorosa revolución. La decadencia del Imperio Romano de Occidente | VVAA, La transición del esclavismo al feudalismo | Wikipedia


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