Hace tres milenios, Egipto estaba en el apogeo de su Imperio. Tras las campañas bélicas de Sesostris III y un período de esplendor y pax egipcia durante el gobierno de Amenofis III, y habiendo salvado una fase de debilidad y decadencia protagonizada por faraones como Akhenatón y Tutankhamón, volvieron los buenos tiempos de la mano de una nueva dinastía.

Ramsés II fue un faraón guerrero que se volcó en campañas bélicas con las que mantener el dominio del imperio y frenar las cada vez más osadas penetraciones hititas. La batalla de Kadesh entre ambos ejércitos debería haber sido el punto de inflexión, pero terminó prácticamente en tablas.

Sin embargo, la capacidad de Ramsés para el autobombo era proverbial y no sólo se autoatribuyó una victoria aplastante sino que sembró el país de monumentos conmemorativos de la gesta. El templo de Abu Simbel es, quizá, el más espectacular.

Se trata de un hemispeo, es decir, excavado en la roca (de hecho el nombre Abu Simbel significa montaña pura), al que se dotó de una imponente fachada de 34 metros de alto y 38 de ancho con cuatro estatuas gigantes del propio faraón (22 metros, miden).

Tardó 20 años en construirse (1284-1264 a.C) en la frontera con Nubia porque allí entraba la crecida del Nilo en tierra egipcia y de paso se impresionaba a los belicosos habitantes locales. Más aún si se tiene en cuenta que al lado se hizo otro templo (dedicado a la diosa Hathor y a la esposa favorita de Ramsés, Nefertari), también grandioso aunque algo más pequeño.

Abu Simbel, que permaneció olvidado durante siglos al quedar enterrado por toneladas de arena del desierto, fue redescubierto en 1813. Pero entró en la Historia del Arte con mayúsculas ya en el siglo XX, cuando el proyecto de construcción de la presa de Assuán amenazó con dejarlo sumergido bajo las aguas del lago Nasser, junto a otros muchos monumentos.

La UNESCO puso en marcha una iniciativa para salvarlo en 1959 y con los fondos recaudados se procedió a desmontarlo piedra a piedra para reconstruirlo 210 metros más allá, a 65 de altitud, a salvo de cualquier crecida.

Gracias a eso hoy es Patrimonio de la Humanidad y España, que colaboró en los trabajos, recibió como recompensa el Templo de Debod, instalado en el centro de Madrid.

Una de las peculiaridades de Abu Simbel es que dos veces al año los rayos del sol penetran desde la entrada hasta el sancta-sanctórum, pasando por la pronaos y las salas de colosos e hipóstila para, al final, iluminar durante 20 minutos las estatuas de los dioses Amón, Ra-Heractates y el propio faraón divinizado, quedando a oscuras la de Ptah por representar las tinieblas.

Tradicionalmente ocurría 61 jornadas antes y después del solsticio de invierno, los días 21 de octubre y 21 de febrero, aniversarios de la coronación y nacimiento del faraón respectivamente, pero desde el traslado, y debido al desplazamiento del Trópico de Cáncer durante los últimos 3.280 años, el calendario quedó con un ligero desfase, pasando a los días 22 de octubre y 20 de febrero.

Esos días es cuando se produce la llamada perpendicular, celebrada por los egipcios actuales con fiesta y espectáculos diversos. Si alguien tiene la ocasión de estar allí, que no se lo pierda.


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