Cuando la multitud de devotos católicos que se reúne en la Plaza de San Pedro esperando ver la ansiada fumata blanca se encuentra en su lugar la negra, indicando que no ha habido acuerdo para elegir Papa, suele llevarse una profunda decepción. A veces esa situación se repite más de una vez hasta que el cónclave cardenalicio alcanza un consenso, pero ninguna como la que se dio a raíz de la muerte de Clemente IV en 1268: habrían de transcurrir casi tres años hasta ponerse de acuerdo y sólo se consiguió merced a la presión de los ciudadanos, hartos de aquella incómoda tesitura.

Malaquías de Armagh, arzobispo de la localidad irlandesa homónima, canonizado por el papa Clemente III en el año 1190 debido al esfuerzo que realizó por rearmar moralmente a la Iglesia de Irlanda y perseguir el paganismo, se hizo especialmente famoso por varias profecías que formuló.

Aquí nos interesa resaltar la conocida como Profecía de los papas, en la que anticipó una relación de los ciento doce prelados que ocuparían el trono de San Pedro en lo sucesivo hasta que con el último llegaría la destrucción de Roma. Obviamente no los nombraba de forma expresa ni ordenada y, de hecho, hoy se considera que esa lista es varios siglos posterior, retocada además para hacerla coincidir con la real.

Gregorio X restratado en un camafeo/Foto: PHGCOM en Wikimedia Commons

El caso es que uno de los nombres que citó era Anguineus vir (el Hombre de la serpiente, en latín), que se ha identificado con Gregorio X debido a que el escudo heráldico de éste, perteneciente a la familia milanesa Visconti, muestra la representación de un hombre devorando un ofidio. Teobaldo Visconti, que tal era su verdadero nombre, había nacido en 1210 en Plasencia (no la ciudad española sino la italiana, en la norteña región de Emilia-Romaña) pero, ya con su vida orientada a la religión, vivió en Lyon y Lieja, además de pasar una temporada en Tierra Santa, entre la Octava y la Novena cruzadas, como legado papal en la comitiva del príncipe Eduardo (el primogénito de Enrique III de Inglaterra).

En 1271 estaba precisamente en San Juan de Acre -donde, por cierto, conoció a Marco Polo y sus tíos, que iban camino de Asia- cuando le comunicaron una nueva que a buen seguro le dejó descolocado: acababan de elegirle Papa. La noticia era doblemente insólita. Primero porque la Iglesia llevaba sin Sumo Pontífice la friolera de treinta y cuatro meses; casi tres años carente de una cabeza que la dirigiera desde el fallecimiento de Clemente IV en 1268.

Nicolás y Mateo Polo con Gregorio X/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

La culpa de aquella situación estaba en la ancestral polaridad de los italianos: si el episodio más visible de ello era la radical oposición entre güelfos y gibelinos (los primeros partidarios del Papado para gobernar los territorios italianos y los segundos del Sacro Imperio Romano Germánico), los cardenales reunidos en cónclave en Viterbo también estaban irreconciliablemente divididos entre una facción francesa y otra italiana.

La segunda razón que debió de sorprender a Teobaldo en aquella elección fue que él ni siquiera era sacerdote sino archidiácono o arcediano: se trataba de un diácono (es decir, alguien que ha recibido el sacramento sacerdotal pero aún no ha alcanzado esa dignidad y no puede decir misa) que normalmente se encargaba de la administración catedralicia. Por esa razón hubo que ordenarle sobre la marcha, mientras viajaba hacia Roma, y consagrarle obispo unos días después, ya en la ciudad. Fue entonces cuando, siguiendo la tradición, trocó su nombre por el de Gregorio X y pudo comenzar su pontificado.

Pero podríamos considerar las circunstancias en que se produjo la votación final como una causa más de estupefacción. Como decíamos antes, los cardenales se escindían en dos grupos, el francés y el del resto (mayoritariamente italiano), cada uno con su candidato, que fue variando con el paso del tiempo pero siguiendo siempre direcciones divergentes. Los galos trataban de favorecer los intereses de Carlos de Anjou, rey de Sicilia y hermano de Luis IX de Francia, que trataba de consolidar su imperio mediterráneo (finalmente desbaratado por su gran enemigo geoestratégico, el Reino de Aragón). Conseguir colocar a un partidario en Roma era un claro punto a favor, y por eso se les conocía bajo el epígrafe Pars caroli (Partido carolino).

Catedral de San Lorenzo de Viterbo/Foto: Wikimedia Commons

Los otros cardenales se oponían radicalmente formando el Pars Imperii (Partido del Imperio), porque preferían quedar bajo la influencia del Sacro Imperio, de manera que se identificaba también con los gibelinos. Aparte, los italianos tenían otras dos facciones, la que defendía al cardenal Giovanni Gaetano Orsini, que terminó fundiéndose con los carolinos, y la que estaba a favor del protodiácono Riccardo Annibaldi, que lo hizo con los imperiales. Así, se fueron sucediendo propuestas de unos que tumbaban los otros y viceversa. De hecho, no sólo candidatos porque uno de los cardenales, el anciano Rodolfo de Albano, murió durante el cónclave quedando el número de electores en diecinueve; y en el segundo sufragio, el de 1271, otros dos estuvieron ausentes por enfermedad.

El cónclave se celebró en el Duomo de Viterbo, una ciudad del Lacio, porque la tradición ordenaba reunirse en la catedral del sitio donde hubiera muerto el Papa anterior y el óbito le llegó allí a Clemente IV. Pero la situación se prolongaba sin visos de solución, por lo que el descontento de la gente empezó a manifestarse en agresividad y ésta se materializó en una inaudita iniciativa popular dirigida por el prefecto local, Raniero Gatti y el podestá (primer magistrado) Alberto de Montebono: llevar a la curia al palacio episcopal -que había sido reconvertido en palacio papal- y dejarla clausi cum clave (o sea, encerrada bajo llave), alimentada sólo con pan y agua hasta que tomaran una decisión.

Aspecto actual de la sala del concláve en el Palazzo Papale de Viterbo/Foto: LmK en Wikimedia Commons

No todas las fuentes coinciden en eso porque otras dicen que fue idea de un cardenal para que llegase mejor la inspiración del Espíritu Santo y alguna atribuye la responsabilidad a Carlos de Anjou. De todas formas y curiosamente, aquella expeditiva decisión originó el establecimiento de un procedimiento denominado Ubi periculum (En caso de peligro), que buscaba acelerar el proceso de elección de los nuevos papas y evitar que se repitiese una situación como aquella: aislamiento total, limitación del número de sirvientes, reducción progresiva de comidas y suspensión de sueldos. El Ubi periculum se revocaría y restituiría más de una vez en el tiempo, según pareciera que todo iba bien o se volvía a las andadas.

Y para que todo fuera más estimulante, la gente demolió el techo del edificio, dejando a tan singulares prisioneros al raso ante los elementos. Cierto es que también llegaron presiones de instancias más altas, como las monarquías europeas.

Así fue cómo los cardenales optaron por delegar su autoridad en un comité formado sólo por seis de ellos, de los que tres eran imperiales, dos partidarios de Orsini y el último de Annibaldi, excluyendo a los intrigantes franceses. Fue este selecto grupo el que escogió a Gregorio X, al que coronaron el 27 de marzo de 1272 y que fue precisamente quien instauró el Ubi periculum.


Fuentes

Behind locked doors. A History of the papal elections (Frederick J. Baumgartner)/The Conclave. A sometimes secret and occasionally bloody history of papal elections (Michael J. Walsh)/Arte e historia en la Edad Media I. Tiempo, espacio, instituciones (Arte y estética) (Enrico Castelnuovo)/The next Pope (Anura Guruge)/Sede vacante (John Paul Adams en csun.edu)/Wikipedia


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