«César Borgia, llamado duque Valentino por el vulgo, adquirió el Estado con la fortuna de su padre, y con la de éste lo perdió, a pesar de haber empleado todos los medios imaginables y de haber hecho todo lo que un hombre prudente y hábil debe hacer para arraigar en un Estado que se ha obtenido con armas y apoyo ajenos».
El hombre en el que Maquiavelo se inspiró fundamentalmente -entre otros- para el modelo de gobernante que describió en su obra El príncipe (también citó a Fernando de Aragón pero éste le quedaba más lejano) fue, sin duda, uno de los grandes personajes del Renacimiento y, junto con los demás miembros de su familia, se convirtió en objeto de mil y un leyendas, unas con más base que otras. Grandes artistas como Leonardo, Miguel Ángel, Pinturicchio, Tiziano o El Bosco, entre otros, le tuvieron como mecenas a él o a los demás Borgia.
De hecho, la relación de César Borgia con el arte tiene un capítulo realmente curioso: algunos autores opinan que no sólo fue el modelo de El príncipe sino que sus rasgos faciales también fueron tomados por muchos artistas contemporáneos suyos para el rostro de Cristo. Hasta entonces, la iconografía cristiana había representado a Jesús de maneras diversas, desde el moscóforo imberbe inicial, que se mantuvo hasta el Medievo, al de barba y melena que se impuso luego por inspiración procedente de la franja sirio-palestina, pasando de una actitud majestuosa a la más humana que se introdujo en el Renacimiento.
Y, a decir de algunos, fue Leonardo el responsable. En 1502, el de Vinci había dejado el mecenazgo del milanés Ludovico Sforza para ponerse bajo el patrocinio de César, interesado en sus ingenios bélicos y, según se cuenta, en que inventase un veneno indetectable, método de cabecera en la Italia medieval y renacentista para deshacerse de enemigos o personajes incómodos.
La leyenda dice que ambos llegaron a ser amantes pero en torno a los Borgia circulan tantas que ésta es una más. Aquí nos interesa porque ese amor sería el que llevó a Leonardo a pintar un Cristo con la faz del Borgia (el famoso Salvator Mundi) y el padre de éste, el papa Alejandro VI, se habría encargado de su difusión.
La misma leyenda dice que Miguel Ángel, celoso de Leonardo, adoptó el mismo canon estético de un Cristo claramente blanco y alejado del aspecto semita de épocas anteriores, sentando las bases de una nueva iconografía.
Toda esta historia es apócrifa e improbable, por supuesto, y de tener algún viso de realidad seguramente se reduciría a la intención de dotar a Jesús de un aspecto menos hebreo, acaso porque a los Borgia (y a los españoles en general) se les consideraba despectivamente judíos. Para añadir más confusión al asunto, de un tiempo a esta parte está en duda la autoría del Salvator Mundi.
¿Y quién era este César que tanto dio que hablar en su tiempo? Si bien nació en Roma, su progenitor procedía de Játiva, Valencia: Roderic (o Rodrigo) de Borja, de linaje noble, era sobrino de un obispo que llegaría a Papa (Calixto III) y que le facilitó ser nombrado cardenal diácono en Roma, donde fue ascendiendo en la jerarquía hasta recibir los obispados de Gerona (1457) y Valencia (1458), aparte de otras muchas mercedes y cargos. En la ciudad levantina permaneció hasta 1492, cuando resultó elegido para sustituir a Inocencio VIII.
Lo logró imponiéndose en el cónclave a otros candidatos de ilustres apellidos como Ascanio Sforza, Lorenzo Cibo y Giuliano della Roverere, que a priori parecían tener ventaja por ser italianos pero que no pudieron contrarrestar las arteras maniobras de Rodrigo a la hora de ganarse el voto de los cardenales, alternando convicción con simonía (promesas y sobornos). Asumió el nombre de Alejandro VI y pese a italianizar su apellido para contrarrestar las maledicencias contra él por su procedencia extranjera, nunca consiguió quitarse ese estigma, debidamente azuzado por sus enemigos políticos, que le acusaban de favorecer los intereses de Aragón.
Eso hizo que se sobredimensionase su escandalosa vida privada, no precisamente modélica pero tampoco muy diferente a la de sus predecesores y a la de la mayoría de los papas y jerarcas eclesiásticos de esos siglos. Mantuvo relaciones amorosas con varias mujeres, de las que nos interesa aquí la más importante, Vannozza Cattanei, porque todos los hijos que le dio, que fueron reconocidos por el prelado, alcanzaron cierta fama: Juan, César, Lucrecia y Jofré. Aparte había tenido a Pedro Luis (de quien no se sabe quién fue su madre) y luego tuvo a Juan y Rodrigo (también de madres desconocidas), aparte de especularse con la paternidad del vástago de otra célebre amante, Julia Farnesio.
Nacido en 1475, César Borgia era, pues, el segundo; algo que le disgustaba porque, según la costumbre de entonces, le abocaba a tomar los hábitos cuando desde pequeño mostró afición al oficio de las armas, convirtiéndose en un buen jinete y un consumado esgrimista, aunando en su persona belleza, fuerza y ambición. Sin embargo, no le quedó más remedio que estudiar teología y derecho, obteniendo el obispado de Pamplona con sólo diecisiete años, para luego pasar al de Valencia tres más tarde y ser nombrado cardenal.
Una tragedia familiar cambió aquel panorama. Su hermano Juan, el primogénito, que era capitán general de los ejércitos pontificios, fue asesinado en 1497 sin que se sepan las circunstancias de su muerte ni la identidad de los culpables porque los sirvientes que le acompañaban perecieron junto a él. Los rumores apuntaron a César, que anhelaba su cargo (y, desde luego, resultaría mucho más competente en él), aunque también a Jofré (porque Juan mantenía amoríos con su esposa).
Cualquier Borgia era sospechoso por definición, pues se les comparaba con Nerón y Calígula, achacándoseles crímenes, estupros y cosas peores… En cualquier caso, César pudo por fin abandonar el sacerdocio para dedicarse a la vida militar.
La renuncia a la púrpura, que ejecutó al año siguiente, implicaba la necesidad de buscar un matrimonio ventajoso. Mientras lo hacía, Luis XII de Francia le regaló el ducado de Valentinois con el objetivo de ganarse el apoyo de los Borgia para hacerse con el Milanesado, sobre el que los españoles también tenían puestos los ojos; por eso a César se le conoció en su época como Duca Valentino. El monarca francés también le dio la ansiada esposa: Carlota de Albret, hermana del rey de Navarra, con la que se casó en 1499; juntos tendrían una hija, Luisa (aunque César llegó a engendrar una docena más extramatrimoniales).
Tal como estaba acordado, los Borgia secundaron la campaña gala y después Luis les devolvió el favor como aliado en la conquista de la Romaña, que el Papa deseaba incorporar a los Estados Pontificios. César dirigió la guerra con suerte diversa, alternando éxitos como la captura de Imola y el apresamiento de Catalina Sforza con fracasos como el tener que retirarse ante la intervención del milanés Ludovico el Moro. No obstante, logró tomar varias ciudades y someter a Florencia como tributaria, lo que le hizo ganarse el título de Señor de Romaña.
El siguiente episodio transcurrió en el sur de la península itálica, en el contexto de la disputa entre Francia y Aragón por quedarse con Nápoles. Alejandro VI se lavó las manos en el asunto pero medió para que se repartieran el reino y César se unió al ejército francés que en 1501 ocupó el territorio asignado. Al año siguiente volvió al norte para continuar la unificación del centro de Italia a la que aspiraba su padre. Se adueñó de Urbino y Camerino pero cuando se disponía a sitiar Bolonia, Luis XII empezó a desconfiar de esa expansión que amenazaba sus posesiones y exigió ponerle fin.
Esa retirada de apoyo galo animó a algunos de los condotieros que tenía contratados a traicionarle y quedarse con sus conquistas, repartiéndoselas entre ellos. César pidió ayuda de nuevo a Luis XII y al final fue necesario negociar un acuerdo. Al menos en teoría porque Alejandro VI tomó represalias contra la familia Orsini, implicada en la sublevación, a la par que César se las arreglaba para apresar y ejecutar a los principales líderes. Obviamente, los Orsini no se quedaron de brazos cruzados y volvieron a desatarse las hostilidades.
No fue hasta la primavera de 1503 que se alcanzó un armisticio. Todo parecía encauzarse pero ese verano una epidemia de malaria que se había extendido por Roma acabó con la vida del Papa (también se habló de envenenamiento, una constante en la Italia renacentista) y César perdió así no sólo a un padre sino también a quien le guardaba las espaldas. De mano, fue obligado a abandonar Roma mientras se elegía sucesor, pues se temía que emplease al ejército para imponer a su candidato, el cardenal francés Georges d’Amboise.
La cosa estaba entre éste y Giuliano della Rovere, enemigo declarado de los Borgia. Sin embargo, el ganador fue Francesco Nanni Todeschini Piccolomini, coronado con el nombre de Pío III. Nadie esperaba que durase mucho porque estaba muy enfermo de gota y, en efecto, falleció veintiséis días más tarde.
En octubre, Giuliano consiguió por fin la ansiada tiara; el que ha pasado a la Historia como Julio II no tardó ni un mes en ordenar la detención de César, si bien lo mantuvo arrestado en el palacio del Vaticano en vez de arrojarlo a una mazmorra del Castillo de San’t Angelo. Como escribió Maquiavelo:
«Todos los demás, si llegados al solio, debían temerle, salvo el cardenal de Amboise dado su poder, que nacía del de Francia, y los españoles ligados a él por alianza y obligaciones recíprocas. Por consiguiente, el duque debía tratar ante todo de ungir papa a un español, y, a no serle posible, aceptar al cardenal de Amboise antes que el de San Pedro Advíncula. Pues se engaña quien cree que entre personas eminentes los beneficios nuevos hacen olvidar las ofensas antiguas. Se equivocó el duque en esta elección, causa última de su definitiva ruina».
Durante su encarcelamiento, la República de Venecia aprovechó para apropiarse de la Romaña. El nuevo Papa, que deseaba mantener ese territorio bajo su jurisdicción, pactó con su prisionero concederle la libertad si a cambio iba al frente de sus tropas a recuperarlo. César cumplió y le devolvió algunas ciudades; otras quedaron en poder de la Serenísima. Para entonces ya tenía otros planes: viajar a España, donde los Reyes Católicos le habían hecho la oferta de ponerse al servicio de Prospero Colonna, un militar que había tenido un destacado papel al lado del Gran Capitán en las batallas de Ceriñola y Garellano (y años después repetiría en Bicoca), con las que los monarcas se aseguraron el control de Nápoles.
Pero César se la jugó. Todos creían que marchaba hacia Nápoles cuando en realidad intentaba unirse al ejército francés del duque de Mantua. Ahora bien, todos, todos no. El astuto cardenal español Bernardino López de Carvajal imaginó aquel doble juego y advirtió a Gonzalo Fernández de Córdoba, nombrado virrey de Nápoles, quien mandó arrestarlo en Castilnovo y pidió instrucciones a la Corona, recomendándosele deportarlo. Así fue cómo César Borgia llegó a la tierra originaria de su familia, aunque en circunstancias poco honorables, pasando por los calabozos de Cartagena y Chinchilla antes de terminar encerrado en Medina del Campo, en el Castillo de la Mota.
Como cabía esperar, no se resignó a su destino y una noche de otoño de 1506 se fugó descolgándose por una ventana. Haciéndose pasar por mercader, dejó Medina del Campo y alcanzó Santander, donde logró embarcarse. La mala suerte hizo que el barco tuviera que regresar a causa de un temporal, así que decidió huir por tierra atravesando el País Vasco y Navarra.
En diciembre estaba en Pamplona, donde fue acogido por el rey navarro Juan de Albret, al fin y al cabo cuñado suyo, que además le nombró condestable del reino, dándole otra vez la oportunidad de empuñar la espada (en la que, por cierto, llevaba escrita la divisa «Aut Caesar aut nihil», es decir, «O César o nada», en recuerdo de lo que exclamaron las legiones de Julio César al cruzar el Rubicón).
El problema era que el Reino de Navarra estaba en plena guerra civil: los beaumonteses, partidarios de Luis de Beaumont (el anterior condestable), frente a los agramonteses, que defendían al monarca. Éste puso a César al frente del ejército, conquistando Viana y poniendo sitio a su castillo. Enfurecido porque la noche del 11 de marzo de 1507 una partida de jinetes logró romper el cerco y suministrar víveres a los sitiados, salió en su persecución sin percatarse de que iba dejando atrás a sus hombres. Los fugitivos le tendieron una emboscada y acabaron con su azarosa existencia.
El cadáver fue sepultado inicialmente en una iglesia de Viana pero en el siglo XVI el párroco ordenó exhumarlo por considerarlo indigno de estar allí y lo enterraron en plena calle. En 1945 se sacaron sus restos para volver a inhumarlos en el templo -sólo en la puerta, no dentro- y allí siguen.
No deja de resultar irónico que se negase el descanso eterno en tierra sagrada a quien -presuntamente- había puesto rostro a Jesucristo y que además muriese casi a la misma edad.
Fuentes
El príncipe (Nicolás Maquiavelo)/El príncipe del Renacimiento. Vida y obra de César Borgia (José Catalán Deus)/El papa Borgia. Un inédito Alejandro VI liberado al fin de la leyenda negra (Lola Galán y José Catalán Deu)/Los Borgia. Iglesia y poder entre los siglos XV y XVI (Óscar Villarroel González)/Los 7 Borgia. Una historia de ambición, refinamiento y perversidad (Ana Martos Rubio)/César Borgia y Viana (1507-2007) (Félix Cariñanos)/Wikipedia
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