En el escudo de armas del Vaticano vemos, sobre un campo de gules, dos llaves cruzadas atadas mediante un cordón; una es de oro y otra de plata, y representan el doble poder, espiritual y terrenal, de la Iglesia. Pero lo que nos interesa aquí es el elemento que está sobre ellas: la tiara papal, una triple corona que ceñían los nuevos pontífices tras su elección. Se conservan veintidós y probablemente la más peculiar de todas ellas sea la conocida como tiara de papel maché, por estar confeccionada de ese material y la historia que tiene detrás.

Las tiaras fueron variando un poco su diseño desde su implantación en el año 1143 (aunque la primera mención aparece en la Vita del papa Constantino que contiene el Liber Pontificalis, en el siglo VIII). La forma actual de tres coronas superpuestas en torno a un cono, denominada trirregnum, se introdujo durante el papado de Aviñón (siglo XIV) y parece estar basada en el gorro frigio, al igual que la mitra episcopal.

El poder creciente de la Iglesia en aquella época llevó a incorporar a las tiaras incrustraciones preciosas y metales nobles, de modo que su portador quedase equiparado a un príncipe (cosa que era, de hecho, al gobernar sobre los Estados Pontificios).

La más antigua que se conserva es la de Gregorio XIII, cuyo pontificado se extendió desde 1572 a 1585. Las anteriores -y otras posteriores hasta el siglo XIX- se perdieron en el saqueo que llevaron a cabo las tropas de Napoleón, por entonces todavía al servicio del Directorio francés, cuando invadieron Italia.

Como ya explicamos en otro artículo, Napoleón expolió por ley cuanto patrimonio pudo de los países que sometía con la idea de engrosar las colecciones del museo que la Revolución Francesa había creado en el palacio del Louvre.

Por esa razón, con los Estados Pontificios ocupados, el cónclave reunido para elegir nuevo papa tras la muerte de Pío VI tuvo que celebrarse fuera de Roma, en Venecia, ciudad elegida por ser la que aportaba mayor número de cardenales. Como casi todos -con casos extremos como el de Viterbo de 1268-71-, se trató de un proceso difícil, que empezó el 30 de noviembre de 1799 y no terminó hasta el 14 de marzo de 1800, debido a la falta de acuerdo entre los treinta y cinco cardenales y a que uno de ellos, el comisionado del Sacro Imperio -cuyo titular, Francisco II, corría con los gastos- tenía derecho de veto sobre la decisión final y lo ejerció dos veces.

Finalmente, dada la imposibilidad de que saliera uno de los dos candidatos favoritos, se eligió una tercera vía en la persona del romañés Barnaba Chiaramonti, un monje benedictino que era obispo de Imola y escogió el nombre de Pío VII.

No faltaron problemas, ya que tres años antes había hecho una conciliadora homilía navideña en la que decía que se podía ser a la vez buen cristiano y demócrata, lo que llevó a Napoleón a calificarlo de jacobino; además, los austríacos prohibieron que se le coronase en la basílica de San Marcos, resentidos por no haber podido imponer a su favorito.

La ceremonia se llevó a cabo, pues, en una pequeña capilla anexa al monasterio de San Giorgio Maggiore, en cuyo coro de invierno se había llevado a cabo el cónclave. Y entonces se presentó otro contratiempo: entre otros tesoros, los soldados franceses se habían llevado las tiaras y no había ninguna con la que cubrir la cabeza del nuevo pontífice.

Fue necesario que, a toda prisa, se encargase la confección de una de papel maché (pasta de papel, una antigua técnica importada de Extremo Oriente que permitiría obtener una pieza ligera mucho más rápido que trabajando una de orfebrería).

Recubierta de tela plateada y adornada con joyas y gemas donadas por damas de la aristocracia veneciana, la tiara cumplió su función de coronar a Pío VII. No estaba previsto que tuviera mucho más recorrido, dadas sus características, pero las circunstancias cambiaron aquello.

En primer lugar, el Papa tuvo que dejar Venecia porque Napoleón también se anexionó el Véneto tras su brillante victoria en Marengo. No obstante, el mandatario galo reconoció su legitimidad y le permitió regresar a Roma, quizá recordando la famosa homilía y satisfecho de que Pío VII se declarase neutral.

Ahora bien, al llegar a la Ciudad el Papa se encontró con las arcas vacías y las riquezas de la Iglesia expoliadas, la mayor parte por los franceses pero también por los napolitanos.

Así que la tiara de papel maché ganó inesperadamente un par de décadas más de vida -ya que aquel pontificado duró hasta 1823-, incluso después de que se descubriera que la tiara de Gregorio XIII había logrado escapar a la rapiña. Sin embargo, eso no quiere decir que fuera la única con que iba a contar la Santa Sede.

Y es que, con motivo de su coronación como emperador en 1804, Bonaparte hizo al Papa un insólito regalo: una suntuosa tiara que encargó a los orfebres Henri Auguste y Marie-Étienne Nitot, de la prestigiosa Joyería Chaumet, confeccionada con algunas de las joyas robadas tiempo atrás.

Había un pequeño truco, eso sí: se hizo intencionadamente demasiado pequeña y pesada -cinco veces más- para llevarla puesta, ya que una cosa era que el Papa estuviera presente en la ceremonia y otra que le quitara protagonismo al emperador, quien se aseguró de ello doblemente al arrebatarle la corona imperial de las manos y autocoronarse.

Se puede comprobar su presencia en el cuadro que Jacques-Louis David pintó sobre el tema en 1807. Pese a todo, Pío IX la llevó en su coronación (en 1846), previa modificación para adaptarla a tal uso en varios aspectos (aligeramiento, sustitución de los nombres de las victorias napoleónicas que llevaba inscritos por versículos de la Biblia…).

Antes hubo otros dos papas, León XII y Pío VIII, que tuvieron una tercera opción: una tiara de plata que se fabricó en 1820 para, en principio, retirar la de papel maché. Ya vimos que no se hizo.

En 1834 Gregorio XVI consideró impropio que el Vicario de Cristo emplease una de material tan modesto y se coronó con una tiara nueva, de plata y con diamantes incrustados. Aun así su sucesor, Pío IX, solía recurrir a la de papel maché para actos diversos, ya que sería un adorno pobre pero también más cómodo para llevar en la cabeza, especialmente si debía hacerlo mucho tiempo, asegurándose de que el público estuviera a una distancia que no pudiera apreciar los detalles. No obstante, este Papa encargó en 1854 otra tiara mucho más lujosa que tenía miles de diamantes y piedras preciosas.

De ese modo, la de papel maché fue jubilada definitivamente; al fin y al cabo, las técnicas avanzaban y ya permitían hacerlas más livianas. La nómina de tiaras continuó ampliándose con encargos, donaciones y regalos que hacían los propios papas, reyes, emperadores, municipios, católicos acomodados, etc.

Algunas se usaron y otras no, siendo Pablo VI el último en llevar una, allá por 1963. A partir de ahí, los pontífices se decantaron por la mitra, que irónicamente se elabora con materiales tan sobrios y baratos como cartón, tela y… papel maché.


Fuentes

Joseph Braun, Tiara (en The Catholic Encyclopedia) | John-Peter Pham, Heirs of the Fisherman. Behind the scenes of Papal death and succession | Rodri Mardsen, Rhodri Marsden’s interesting objects: Pope Pius VII’s paper crown | Wikipedia


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