Los tiempos han cambiado y la evolución social hace posible que si antaño el acceso al trono de San Pedro estaba en manos de una casta dominante formada por familias de rancio abolengo, ligadas a una serie de privilegios de clase y económicamente acomodadas, hoy se haya democratizado esa situación y ya no sean los Médici, Orsini, Farnese, Della Rovere, Borghese y otros clanes quienes se turnen casi exclusivamente en el poder religioso. No obstante, incluso en otras épocas había excepciones y una de las más conocidas es la del papa Celestino V, un humilde ermitaño que aceptó su elección a regañadientes y apenas aguantó unos meses en aquel papel que detestaba.

Celestino, evidentemente, fue el nombre que eligió para su papado, ya que en realidad se llamaba Pietro Angeleri di Murrone (dependiendo de la fuente, también aparece como Angelieri, Angelerio y similares, igual que Murrone se presenta alternativamente como Morrone).

La tradición dice que nació en Sant’Angelo Limosano, una localidad cercana a Isernia, en la región de Molise, que por entonces formaba parte del Reino de Sicilia. Fue entre 1209 y 1215, y era el úndécimo hijo de una familia numerosa engendrada por un matrimonio de modestos campesinos, Angelo Angelerio y Maria Leone.

Pietro Angeleri de Murrone en su etapa ermitaña (Bartolomé Román)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

El padre falleció cuando él aún era joven, lo que le obligó a ocupar su puesto en las labores agrícolas. Sin embargo, al parecer era muy despierto y la madre creía que su vástago podía aspirar a algo más que a aquella vida de duro trabajo y poca o ninguna recompensa. La solución pareció llegar cuando Pietro cumplió diecisiete años y confirmó la vocación religiosa que siempre había sentido tomando los hábitos en Santa Maria in Faifoli, un monasterio benedictino de la diócesis de Benevento. Probablemente Maria pensó que, de esa forma, su hijo podría iniciar una carrera eclesiástica acorde a su capacidad pero se equivocaba; al menos al principio, pues Pietro manifestó una acusada predilección por el ascetismo, lo que le llevó a dejar el cenobio en 1239 para retirarse a una cueva y vivir en soledad dedicado a la oración.

Esa gruta se encontraba en el monte Morrone, de ahí el gentilicio que le quedó a su inquilino para siempre. No obstante, aunque permaneció allí cinco años no iba a ser algo definitivo ni mucho menos. Resultaba frecuente que dos o tres eremitas se agrupasen para habitar juntos en la misma cueva, a consecuencia de lo cual se les unían otros y ello terminaba por alumbrar el nacimiento de una nueva comunidad religiosa. Fue lo que pasó en este caso, pues a Pietro se le unieron un par de compañeros con los que se trasladó a otra gruta de la montaña de Maiella, en los Abruzzos, viviendo todos en condiciones precarias intentando imitar las que llevaba San Juan Bautista.

Ermita del Sancto Spirito/Imagen: Idéfix en Wikimedia Commons

Eso atrajo a otros y en 1244 fundaron la Orden del Espíritu Santo, denominada así porque los monjes se instalaron en la Ermita del Sancto Spirito, un pequeño templo fundado en el año 1055 por benedictinos del Monasterio de San Benito de Montecassino. A medida que iban creciendo añadían celdas en torno al templo y en 1254 ya estaba lo suficientemente asentado como para que en 1259 las autoridades les donasen tierras de labranza y cuatro años después Urbano IV emitiera el toro papal Cum sicut, por el que los incorporaba a la Orden de San Benito y su regla (aunque con características más severas). Así lo aceptó Pietro, que había viajado personalmente a Lyon para convencer al prelado, ya que se rumoreaba que iba a suprimir muchas órdenes de nuevo cuño, siguiendo el consejo dictado por el Concilio de Letrán (1215) de reducir su número.

La nueva comunidad tuvo éxito, plasmado en una rápida expansión que en el futuro la llevaría a tener casi un centenar de cenobios en Italia -algunos incluso femeninos- y una veintena en Francia. Pero, a pesar de todo, aquello no llenaba a Pietro; cuando ya tenía a su cargo treinta y seis monasterios con cerca de seiscientos monjes dijo basta, delegó la dirección en un hombre de confianza y retomó su vida anacoreta, en la que se mantuvo durante un par de décadas, sin imaginar que todo iba a cambiar en breve.

Coincidieron dos circunstancias: por un lado, necesidades estratégicas hicieron trasladar la sede de la orden desde Maiella a la Abazzia Morronese, en Sulmona; por otro, en 1292 falleció el papa Nicolás IV y el cónclave se prolongó durante dos años sin que hubiera forma de elegir un sucesor al estar polarizado entre los que apoyaban al representante de los Colonna y los que lo hacían al de los Orsini.

Abazzia Morronese/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Pietro no era desconocido para los cardenales y ante esa situación lo iba a ser menos porque les envió una carta reprochándoles la situación y amenazándoles con la ira divina. Y, sin pretenderlo, consiguió que llegasen a un acuerdo al inspirar al decano del colegio cardenalicio, el anciano Latino Malabranca, para proponer un candidato de consenso: el hermano Pietro Angeleri di Murrone.

Por supuesto, éste no sólo se negó sino que incluso trató de huir pero no le quedó más remedio que aceptar su destino cuando una delegación de cardenales, acompañada del mismísismo rey de Nápoles y el príncipe de Hungría, se presentó ante él implorándole responsabilidad en beneficio de todos.

Y así, aquel ermitaño que había procurado huir del mundanal ruido se vio catapultado, a su pesar, a la cabeza de la Iglesia en el verano de 1294, cuando ya era octogenario. Dado que el cónclave se había reunido en Perugia, le coronaron cerca, en Santa Maria di Collemaggio (Aquila), y tras la ceremonia su primera medida fue ofrecer una indulgencia plenaria para todos los que visitasen esa iglesia a finales de agosto de cualquier año, lo que se ha dado en llamar Perdonanza Celestiniana -recordemos que adoptó ese nombre- y se considera origen del jubileo, al ser institucionalizado un lustro más tarde por Bonifacio VIII. No tardó en quedar patente que su elección había solucionado un problema pero iba a provocar otros quizá peores.

Investidura de Celestino V/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Porque aquel papa no dejaba de ser un asceta que detestaba los oropeles, de ahí que aboliera todo símbolo de poder y abogara por reorientar la Iglesia a su origen humilde, a Cristo, demostrándolo al entrar en su sede de Nápoles montado en un burro que llevaba del ronzal el propio monarca napolitano o nombrando cardenales a una docena de extranjeros (es decir, ninguno romano), de los que cinco eran, además, simples monjes.

Las intenciones eran loables y se enmarcaban en una corriente de la época impulsada por el abad cisterciense Joaquín de Fiore, que abogaba por introducir la sencillez evangélica tras una época de pontífices juristas y doctrinales que defendían la supremacía papal sobre todos los demás poderes de la Tierra. Pero las reformas drásticas suelen resultar traumáticas y no unánimemente bienvenidas. En muy poco tiempo, Celestino V se granjeó la animadversión de los mismos que le habían aclamado.

Carlos II de Nápoles/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Parte de la culpa la tuvo él mismo al empeñarse en tomar Nápoles como sede en vez de Roma. En aquel reino quedó bajo el influencia del rey Carlos II, que le manejó astutamente arrancándole nombramientos favorables. Así, la curia empezó a negarse a aprobar algunas medidas mientras que otras se convertían en papel mojado a la hora de llevarlas a la práctica. El Papa se percató de que su política había sido contraproducente, al mermar su propia autoridad y perdiendo así la capacidad para cambiar las cosas. Esa paradoja se manifestó en el intento de algunos cardenales de derrocarle y sustituirle por una especie de triunvirato; no se consumó gracias al apoyo que Celestino V recibió de los Orsini pero sí sirvió para disuadirle del decisivo paso que tenía dar.

No era otro que la renuncia. El cardenal Benedetto Caetani, uno de los mejor colocados para sucederle, le ayudó a redactar un decreto de renuncia que se emitió el 13 de diciembre, justificándolo por razones de salud, de incapacidad para el puesto y de su «anhelo por la tranquilidad de la vida anterior».

No era el primero pero sí sería el último papa en dimitir hasta que Benedicto XVI lo hizo en 2013 (Gregorio XII también lo haría en 1415 pero por orden del Concilio de Constanza, en el contexto del final del Cisma de Occidente). Su pontificado duró únicamente cinco meses y nueve días; el cónclave volvió a reunirse una semana más tarde y en una sola jornada, tal como estaba previsto, eligió a Caetani, que pasaría a ser Bonifacio VIII.

Celestino recuperó su verdadero nombre pero no pudo retomar la vida anacoreta, como deseaba. El nuevo papa quería devolver la sede pontificia a Roma y le ordenó acompañarle para que el pueblo napolitano no se rebelara y los partidos que le habían apoyado se mantuvieran quietos. Pietro se fugó al bosque de Sulmona primero pero fue capturado cuando el barco en el que huía a Dalmacia tuvo que dar media vuelta por una tormenta. Pasó el resto de su existencia encerrado en el castillo de Fumone, aunque no se trató una condena demasiado larga: diez meses, ya que falleció el 19 de mayo de 1296.

Bonifacio VIII en un fresco de la Basílica de Letrán hecho por Giotto/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Le enterraron en Ferentino, si bien sus restos serían trasladados a la Basílica de Santa Maria di Collemaggio (increíblemente, no se perdieron en el terremoto de 2009), en medio de rumores de asesinato que acusaban a Bonifacio VIII. A la muerte de éste, uno de sus más encarnizados enemigos, Felipe IV de Francia, promovió ante su sucesor Clemente V la canonización de Celestino V; contó para ello con el apoyo de los Colonna, enemigos de la familia Caetani, a la que pertenecía el Papa.

Finalmente, aquel humilde religioso cuya gran aspiración era vivir modestamente en una cueva retirado de todo, fue convertido en santo el 5 de mayo de 1313. La Orden del Espíritu Santo que él mismo fundó sería rebautizada como Ordo Coelestinorum u Orden de los Celestinos en su honor.


Fuentes

Diccionario de los santos (VVAA)/El pontificado romano en la historia (José Orlandis)/Historia de la Iglesia (José Uriel Patiño Franco)/Celestino V, 1215-1296. Papa, eremita e santo (Maria Burani)/Los papas que marcaron la Historia (Luis Jiménez Alcaide)/Wikipedia


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