Las fotografías antiguas tienen algo especial, un aire mágico que nos transporta a una época que nos resulta lejana no sólo por el tiempo transcurrido sino por la propia estética que reflejan las imágenes: aunque sean en color y de los años setenta (incluso de los ochenta, si me apuran), parecen salidas de la prehistoria. Sin embargo, si las fotos son en blanco y negro y se remontan aún más atrás en la Historia, su encanto se multiplica.

Bien pensado puede ser cuestión de gustos y que a otros no les digan nada pero yo tengo una debilidad especial por ellas, sean de la modalidad que sean: desde los primitivos daguerrotipos o los típicos retratos que se hacían antaño posando pomposamente junto a una maceta sostenida por una columnilla (y nunca salían con los ojos cerrados, supongo que por el tiempo de exposición necesario) a las que muestran ciudades en plena vida cotidiana (¿recuerdan ésas tan famosas de los obreros del Empire State?), pasando hasta por los retratos de fallecidos tan típicos del siglo XIX.

Pero si tengo que elegir me quedo con las que ilustraban los grandes acontecimientos, de entre los que hay que destacar forzosamente las guerras. En ese sentido, hay conflictos que sólo conoceríamos por las películas de Hollywood de no haber sido por un un puñado de pioneros que se fueron al frente armados únicamente con su cámara. Y ojo, que las cámaras de entonces no eran como las de ahora, que ni pesan ni ocupan espacio. De todos ellos hay que destacar forzosamente la Guerra de Secesión norteamericana porque es la protagonista de una exposición en el Metropolitan Museum de Nueva York.

El evento tiene también una parte dedicada a cuadros con una sesentena de obras que se pueden ver en el Smithsonian, pero creo que el verdadero interés está en las dieciocho fotos reunidas con la ayuda de The Horace W. Goldsmith Foundation. Constituyen el trabajo de un grupo de proto-reporteros contratados por el célebre Matthew Brady -que a la postre era quien firmaba cada foto- para documentar los combates de aquella sangrienta guerra que arrasó EEUU entre 1861 y 1865.

Nada más desatarse las hostilidades, Brady no tuvo reparos en marchar al frente con su uniforme y su sable -entonces no se concebía la idea del periodista independiente y neutral-, viajando en un carromato que hacía las veces de laboratorio. Él fue quien plasmó para la posteridad el escenario derruido del primer combate registrado: la casa de Judith Henry, una anciana viuda que murió en ella de un cañonazo nordista.

Si visitan la exposición, titulada Photography and the American Civil War, verán ejércitos, campamentos, baterías de artillería, soldados descansando, oficiales posando y cadáveres sobre la hierba con sus protagonistas a veces en entornos bucólicos y a veces envueltos en humo, barro, cansancio y pólvora. El ambiente que se respiraba, en suma, alvo por un pequeño detalle: no hay escenas de lucha porque el tiempo de exposición que mencioné antes, necesario en las cámaras de la época, impedía tomar imágenes en movimiento.

Unas fotos son de Brady y otras de sus colegas, entre ellos Alexander Gardner, George Barnard o Timothy O’Sullivan. Si hoy casi nadie se acuerda de ellos no ha de extrañar, pues el propio Brady, un pionero de los daguerrotipos que gozaba de gran popularidad y prestigio, terminó arruinado tras gastarse cien mil dólares en su aventura. Su muerte no fue menos patética: lo que no pudieron las batallas de Petersburg, Fredericksburg y Manassas -en ésta estuvo a punto de morir en una carga de los confederados- lo hizo un tranvía que le atropelló en 1896.

Hablando de batallas, el museo neoyorquino ha organizado la muestra aprovechando una efeméride bélica: el 150º aniversario de Gettysburg. Tienen hasta el 2 de septiembre.

Más información: Metropolitan Museum


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