Aunque la presencia occidental en la India se remontaba al siglo XVI, cuando potencias europeas como Portugal (luego unida a España), Holanda, Francia y el propio Reino Unido empezaron a establecer factorías en sus costas, no fue hasta mediados del siglo XVIII cuando ese subcontinente quedó en manos británicas, a raíz de la victoria de la British East India Company (Compañía Británica de las Indias Orientales) en la batalla de Plassey (actual Palashi), Bengala. Sin embargo, muchos especialistas en el tema opinan que ese dominio no quedó definitivamente estabilizado hasta casi un siglo después, el 10 de febrero de 1846, día en el que la citada compañía aplastó a los sij en la batalla de Sobraon.

Fue el enfrentamiento decisivo de la Guerra Anglo-Sij, un conflicto que se había desatado apenas unos meses antes pero que remontaba sus orígenes algo más atrás. Los sij eran un grupo religioso fundado en el siglo XV por el gurú Nanak, al que veneraban tanto hindúes como musulmanes. De ambos tomó preceptos para crear el sijismo, una religión basada en el monoteísmo, la meditación, ser honrado, practicar la generosidad material y, en suma, un concepto fraternal de la humanidad. El problema fue que, con el tiempo, los musulmanes comenzaron a perseguir a los sijs y éstos, de la mano de un líder llamado Gobind Singh, terminaron organizándose militarmente para defenderse. Así nació el Khalsa o ejército del Punjab, una hermandad guerrera equiparable a las órdenes de caballería medievales europeas que pasó a ser la punta de lanza del sijismo.

Aparte del aspecto bélico, fue el Khalsa el que determinó las cinco k que caracterizan la apariencia física de los sij (pelo largo, peine, pulseras, pantalón corto y daga), el que incorporó los apellidos típicos Singh y Kaur (que significan león y leona respectivamente) y el que abolió el sistema de castas tan extendido en la India. Tras la expansión británica y bajo los auspicios de una de sus figuras, Ranjit Singh, los sij contrataron asesores militares occidentales para modernizar su tropa hasta conseguir formar una fuerza apreciable con la que el sirkar (el gobierno británico) debía siempre pactar al ser el poder real en la región. En 1845, ya fallecido Ranjit, el Khalsa disponía de cuarenta y cinco mil efectivos de infantería, cuatro mil de caballería (más otros veintidós mil irregulares) y doscientos setenta y seis cañones. Aparte, contaban con los akalis, un grupo de combatientes especializados en la guerra de guerrillas a los que se conocía también por otros nombres más poéticos, como los Niños de Dios, los Sin Tiempo, etc.

La batalla de Sobraon | foto M0tty en Wikimedia Commons

Tras la muerte de Ranjit en 1839 los sijs vivieron una especie de guerra civil, momento que aprovechó la British East India Company para ocupar varios puntos del Punjab, territorio sij, ya que el poder del Khalsa era poco tranquilizador si no estaba en manos amigas y además constituía el reino más rico de la India. Esos movimientos británicos fueron percibidos por los sij como una ofensiva que buscaba la anexión del Punjab y ante la inutilidad de sus protestas, rompieron sus relaciones diplomáticas con la Compañía. Ésta consiguió así su casus belli e inició ya una invasión abierta; los sij movilizaron el Khalsa y, si bien nunca traspasó sus fronteras, los británicos lo acusaron de agresión. La guerra estaba servida.

Las primeras batallas fueron favorables a la Compañía, al frente de cuyas tropas estaban el gobernador general sir Henry Hardinge y el comandante en jefe del Ejército de Bengala, sir Hugh Gough; ambos se llevaban mal y sólo las sucesivas victorias en Ferozeshah, Mudki y Aliwal lograron relajar un poco la tensión. En el bando sij tampoco había tranquilidad precisamente: la mala actuación de buena parte de los oficiales del Khalsa provocó la ira de Jind Kaur, quien ostentaba la regencia del país en nombre de su hijo, el marajá Duleep Singh e incluso acusó de traición a Tej Singh y Lal Singh, los dos principales mandos, por no haber cargado contra Gough en Firozabad cuando los hombres de éste estaban agotados y, según algunos estudiosos, a punto de rendirse.

El 10 de febrero de 1846 los británicos recibieron como refuerzo un tren de artillería pesada que decidió a Hardinge a forzar una nueva batalla, esperando que fuera la decisiva. Llegado ante la villa de Sobraon, donde estaban atrincherados los denostados Tej Singh y Lal Singh, y una vez despejada la niebla matutina, más de una treintena de cañones y obuses empezaron a disparar sobre las fortificaciones enemigas (al parecer diseñadas por un coronel de origen español llamado Hurbon), siendo contestados por los sij en un duelo artillero que se prolongó un par de horas sin mayores consecuencias. Cuando por fin advirtieron a Gough que se estaba acabando la munición, el comandante dejó para la historia una de esas frases inmortales: «¡Gracias a Dios, así podremos ir a por ellos a la bayoneta!».

Esquema de la batalla de Sobraon/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Dos divisiones británicas se lanzaron a una carga de diversión por el flanco izquierdo mientras el ataque principal se llevaba a cabo por el derecho, aprovechando que las defensas eran más débiles; una información que, se supone, fue facilitada por un resentido Lal Singh. Sin embargo, los soldados no pudieron superarlas (el propio general en jefe encargado de la operación, sir Robert Henry Dick, murió en la acción) y tuvieron que emprender una retirada que, curiosamente, pasó de ser una derrota a un triunfo cuando vieron que los sij se ensañaban con los heridos que dejaban atrás: se reorganizaron y apoyados por gurjas y bengalíes volvieron a cargar, consiguiendo entrar por varios puntos. Además, los ingenieros británicos volaron una parte de la muralla abriendo paso a la caballería.

Tej Singh ordenó entonces la retirada y el Khalsa la emprendió a través del río Satley, que venía muy crecido tras las abundantes lluvias de los últimos días, usando un puente de barcas. Ahí se produjo el desastre: el puente cedió ante el peso y miles de hombres perecieron, unos ahogados, otros aplastados por el peso de sus compañeros y algunos por los disparos que la artillería británica hizo sobre ellos para vengar a sus heridos rematados. Aunque Gough describió aquella batalla como el Waterloo indio, en realidad tuvo más parecido con Austerlitz, en cuya parte final los rusos se retiraron por un lago helado que tampoco soportó el peso. También se dijo que fue Tej Singh quien quitó una de las barcas deliberadamente, bien por traición, bien para cerrar el paso al enemigo a Lahore (la capital).

El caso es que el resto del Khalsa se quedó allí, atrapado, con las bayonetas británicas delante y la turbulenta corriente detrás. Pero los sij lucharon hasta la muerte bajo el mando de Sham Singh Attariwala, un veterano guerrero con más de cuarenta años de servicio, precipitándose contra el enemigo espada en mano. «Pocos escaparon; ninguno se rindió» escribiría Hardinge; «Sentí ganas de llorar al presenciar la espantosa matanza de un ejército de hombres tan entregados«, diría Gough. Las bajas ascendieron a diez mil muertos, seis mil heridos y siete mil prisioneros aproximadamente, por trescientos veinte muertos y dos mil heridos de su adversario.

Derrotado el Khalsa, sólo quedaba negociar la rendición. El Tratado de Lahore estipulaba la cesión a la British East India Company de Jullundur Doab, las tierras más fértiles, así como el establecimiento en la capital y otras ciudades de delegados británicos que supervisarían el gobierno. Asimismo, los sij debían pagar una indemnización de millón y cuarto de libras; como les resultaba imposible de reunir, Cachemira se convirtió en la moneda de cambio. El éxito de la Compañía Británica de las Indias Orientales fue total y quedó dueña de facto de toda la India… hasta el estallido del Motín de los Cipayos una década después, que supuso su sustitución al frente del país por un gobierno británico directo y, a la larga, su disolución en 1874.


Fuentes

Sidhu, Amarpal, S: The First Anglo-Sikh War / BritishBattles.com / Wikipedia


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