A priori, un bucólico jardín inglés no parece un sitio del que haya que temer nada. Apoteosis de la naturaleza dominada por el ser humano, las filas de árboles, los laberintos de setos, los rosales sobre los caminos, los terrarios salpicado de flores de mil colores, las fuentes ornamentales y el verde césped parecen el lugar idóneo para pasear apaciblemente o disfrutar de una tarde de relax contemplando el paisaje al sol de la tarde. Pero a veces las apariencias engañan.

Es lo que pasa en el jardín de Alnwick, una de las más bellas atracciones del noreste de Inglaterra, ya cerca de Escocia. Detrás de la reja de hierro de la entrada se abre un camino a todo lo descrito antes pero también a un auténtico laboratorio de venenos, la morada de un centenar de plantas tan mortíferas que los visitantes tienen prohibido acercarse a ellas y mucho menos oler sus fragancias. Curiosamente, son estos cien asesinos vegetales los que dan fama a lo que se puede considerar una divertida atracción turística.

Lo cierto es que el jardín de Alnwick nació en el año 1995 de la mano de Jane Percy, duquesa de Northumberland, sin más objetivo que satisfacer esa característica obsesión de los británicos por rodear de hierba y flores sus casas. Y como ella no vive en una normal sino en un castillo (donde, por cierto, se rodaron algunas escenas de la saga Harry Potter), el jardín alcanza un tamaño considerable. Al principio, la idea de la duquesa era decorar el entorno con rosas para variar un poco el tono de las filas interminables de abetos.

Luego le cogió el gusto a la cosa y contrató a Jacques Wirtz, un prestigioso paisajista francés que se había ocupado de las Tullerías y el Palacio del Elíseo de París, para transformar el sitio en un gran recinto de cinco hectáreas que empezó a atraer curiosos hasta el punto de que hoy en día lo visitan cerca de sesenta mil personas al año. Y de una cosa a otra: en busca de ese toque que diferenciase Alnwick de los montones de jardines que hay en la campiña inglesa, la duquesa tuvo la idea de hacer un jardín-botica que reuniera especies usadas en farmacología.

Para buscar inspiración se fue a Italia. Y entonces llegó la epifanía: visitando el antiguo jardín de los Médici descubrió que allí se criaban plantas venenosas con las que en otros tiempos se fabricaban las ponzoñas usadas para matar enemigos políticos. El tema le pareció fascinante y amplió conocimientos en Escocia, en un hospital medieval, donde aprendió cómo antaño se anestesiaba con opio o cicuta y, mejor aún, se asesinaba empapando la esponja del baño con beleño.

Jane entendió que aquello iba a resultar fascinante para el público, especialmente el infantil. Porque como ella misma explicaba: «A los niños no les importa que la aspirina se saque de la planta de un árbol. Lo que les resulta realmente interesante es saber cómo matan las plantas, cómo muere el paciente y que siente al hacerlo». Por tanto, dicho y hecho; la duquesa empezó a seleccionar y plantar especies venenosas en su jardín. Requisito indispensable fue que tuvieran historias que contar.

Así, por las praderas de Alnwick se empezaron a alternar asesinos exóticos como la brugmansia sudamericana con otros más comunes, caso del seto de laurel común. Tampoco faltan la belladona, la marihuana, la hoja de coca y otras productoras de droga que sirven para educar a los menores sobre el asunto sin que se den cuenta de eso, de que están siendo educados. O sea, de forma divertida.

Hasta un centenar de especies peligrosas se pueden contar en el llamado Poison Garden, obligando a advertir claramente con carteles la prohibición de oler, tocar o acercarse a ellas. Aún así, siempre hay quien cree que se trata de una exageración y desobedece las instrucciones; el verano pasado hubo siete intoxicaciones que encontraron in situ el castigo a su imprudencia.

Vía: Smithsonian
Más información: Alnwick Garden


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