La antigua Roma no era la ciudad eterna e inmutable que imaginamos siempre con el mismo aspecto. Como todas, fue cambiando con el transcurso del tiempo, adaptándose al entorno, a la orografía y a los usos que le daban sus habitantes.

Por eso no debería sorprender la reciente confirmación de algo que sospechaban los historiadores y arqueólogos y que ahora acaba de salir a la luz tras arduos trabajos de excavación: el existencia de un templo que podría considerarse el más antiguo de Roma conocido hasta ahora. Y ha sido encontrado en pleno centro urbano, a los pies de la colina Capitolina.

Este edificio desplazaría de su categoría primigenia al Templo de Júpiter, ya que se remontaría casi hasta la época de la fundación de la ciudad, allá por el siglo VII a.C. ¿Cómo se sabe? Pues, aparte de la datación de las vasijas de cerámica rescatadas, porque por entonces el río Tíber fluía precisamente por allí -mientras que ahora lo hace a un centenar de metros- y resulta que los restos descansan en un terreno anegado, justo bajo la iglesia de San Homobono (en la foto).

De hecho, en esa zona el río formaba un meandro donde se situó el primer puerto mercante local, aprovechando ese abrigo natural. Allí llegaban barcos llevando productos agrarios de rincones del mundo como Líbano, Chipre o Egipto, por lo que se decidió que era el lugar perfecto para erigir un templo en honor de la diosa Fortuna, una de las primeras imágenes de Roma que tendrían los comerciantes al arribar. Es más, los exvotos encontrados, como barcos en miniatura, copas o figurillas de materiales variados (desde el hueso hasta el bronce o el marfil), son de procedencia extranjera.

Y es que nadie mejor que Fortuna para supervisar que las operaciones comerciales fueran justas; aquel rincón se parecía bastante a una especie de zona franca, tal como explican los arqueólogos Nic Terrenato y Albert Ammermam, de la Universidad de Michigan, que dirigen las excavaciones en colaboración con sus colegas romanos.

Los trabajos no fueron fáciles. Primero requirieron varios años de recaudar fondos en Italia y EEUU, así como de equiparse con avanzados sistemas tecnológicos, ya que a priori parecía imposible excavar en un sitio cubierto por dos metros y medio de agua. Pero lo lograron. Para ello excavaron una zanja de cuatro metros cuyas paredes fueron forradas con planchas metálicas para aislarla del líquido y el barro. Luego tuvieron que superar la sensación de claustrofobia que provocaba el trabajar ocho horas diarias allí dentro, con el subconsciente imaginando qué pasaría si cedían las planchas.

Las excavaciones atravesaron varios estratos que demuestran que aquella Roma seminal era una ciudad algo incómoda por la propensión a las inundaciones que sufría, razón por la cual sus habitantes fueron ganándole terreno al Tíber rellenándolo y desviando su curso. También fue sorprendente que la piedra utilizada en el templo no era autóctona: en vez de la volcánica típica habían usado otra de mayor calidad.

Pero aún quedan secretos escondidos allá abajo. Por razones de seguridad, los arqueólogos decidieron mantener los cimientos visibles sólo tres días, pasados los cuales retiraron las planchas e inundaron de nuevo la zanja. Será hasta el verano que viene, cuando regresen en una segunda expedición.

Vía: NPR


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