Si ya es insólita la historia de Manaos, una ciudad en medio de la frondosidad de la selva amazónica -hasta lleva el nombre de una tribu- fundada a partir de un fuerte portugués del siglo XVII, más lo es aún la de uno de sus principales atractivos turísticos y culturales, el Teatro Amazonas.
Hoy en día ya no resulta tan raro porque es una urbe enorme, de casi dos millones de habitantes, pero no lo fue tanto, ni mucho menos, hasta la segunda mitad del siglo XIX. Entonces se convirtió en el destino de todos los que buscaban fortuna en lo que se llamó la Fiebre del caucho, equivalente a la que experimentaron California y Alaska con el oro. De pronto pasó a ser el núcleo habitado más importante del país; llegaron la electricidad, el agua corriente, el tranvía…
Así fue acogiendo a una enriquecida clase burguesa cada vez más numerosa y rica que demandaba más y más confort. El emblema de ese pujante nivel de vida fue el Teatro Amazonas, creado para hacer aproximar más a la realidad el sobrenombre de París tropical que se le daba algo pomposamente a la ciudad.
Era un empeño, casi una obsesión, como retrató magistralmente Werner Herzog en su película Fitzcarraldo, en la que el comerciante y aventurero irlandes Brian Sweeney Fitzgerald decide hacerse rico explotando el caucho para obtener fondos con los que financiar la construcción de un teatro en medio de la Amazonía, lanzándose a un delirante viaje en el que arrastra un barco de vapor a través de montañas y selvas para llevarlo al río.
Aunque lo del navío es inventado, Fitzgerald existió realmente y, en cualquier caso, sirve para expresar cómo se manifestaba aquella fiebre del caucho. El caso en que en 1894 empezaron los trabajos para levantar el edificio, siguiendo los diseños de estilo neorrenacentista del arquitecto italiano Celestial Sacardim, y se terminaron diecisiete años más tarde.
La demora se explica porque los materiales, todos ellos nobles, debían importarse desde Europa: mármol de Carrara, mobiliario Luis XV de París, hierro forjado de Reino Unido, cristalería de Murano… Sólo la madera era brasileña pero se envió igualmente al viejo continente para su talla. Bueno, también era local el caucho con que se forró la entrada para amortiguar el ruido de los carruajes.
El resultado fue un fabuloso teatro de ópera que exteriormente se caracteriza por la alternancia de piedra rosada y blanca excepto en la sobresaliente cúpula de noventa y dos metros de altura, decorada con el verde y amarillo de la bandera de Brasil. La fachada principal también es muy peculiar, con un frontón redondeado adornado con relieves y soportado por filas de columnas en tres pisos.
En el interior, los techos presentan pinturas al fresco de Domenico de Angelis, mientras que el telón también resulta muy curioso, por la imagen La reunión de las aguas con que Crispim do Amaral representó la fusión de los cauces de los ríos Negro y Solimoes. Por otra parte, cada una de las seiscientas butacas disponía de su propio sistema de ventilación para superar la humedad y el calor, algo que no fue suficiente para convencer a Enrico Caruso de que viajara hasta allí para inaugurarlo.
Aunque, paradójicamente, el esplendor de Manaos se terminó al avanzar el siglo XX, queda el Teatro Amazonas como testigo -y no precisamente mudo, de aquellos tiempos de gloria. por eso está protegido como Patrimonio Histórico Nacional.
Foto: Pontanegra en Wikimedia
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