En 1860, meses después de la publicación de El origen de las especies, empezaron a multiplicarse entre los científicos las discusiones sobre la teoría de la evolución. O, para ser exactos, cómo afectaba dicha propuesta al Hombre puesto que la idea evolutiva tenía bastante más aceptación de la que se supone. Pero incluso un ilustre geólogo como Richard Owen, el mayor experto en paleontología de su tiempo, se mostró muy agresivo con Darwin pese a que éste apenas había tratado el tema en su libro.
Esa primavera Owen mantuvo una dura discusión al respecto con el naturalista Thomas Henry Huxley. El primero se basaba en que la ausencia de hipocampo en el cerebro de los gorilas demostraba que los simios no tenían nada que ver con los humanos. La premisa era falsa (sí tienen hipocampo) y Huxley, que no era amigo de discusiones, zanjó la cuestión diciendo que lo importante no era saber si descendía de un gorila sino los mecanismos evolutivos. No obstante se acordó un debate más profundo y en público sobre el tema.
El 30 de junio de 1860 el Museo de Historia Natural de la Universidad de Oxford estaba abarrotado de espectadores deseosos de ver la contienda. La excusa oficial fue una ponencia del americano John William Draper, bastante aburrida al parecer, sobre el desarrollo intelectual de Europa en referencia a las tesis de Darwin. Pero lo que todos esperaban allí el choque de opiniones.
Y así fue. Por parte darwinista acudían Huxley, a quien se conocía como el Bulldog de Darwin (éste no fue por su mala salud) y dos escuderos de élite como Benjamin Brodie y Joseph Dalton Hooker. Por el bando contrario Owen reclutó al obispo Samuel Wilberforce, famoso fustigador de la obra de Chambers y cuyo apodo era Soapy Jam, no se sabe si por su costumbre de frotarse las manos o por lo resbaladizo que resultaba debatiendo.
El momento cumbre llegó cuando Wilberforce retomó la pasada discusión de Owen y Huxley sobre el hipocampo del gorila. No se hizo transcripción oficial así que desconocemos las palabras exactas, pero sabemos que el obispo recurrió a un chascarrillo fácil para ganarse los aplausos preguntándole a Huxley si descendía del mono por parte de madre o de padre. Todos reían aún con la chanza cuando el aludido se levantó (se le atribuye que murmuró «El Señor lo ha puesto en mis manos» pero es una frase apócrifa) y le contestó que, si tenía que elegir entre un pobre simio y un gran hombre que sólo usaba su cerebro para decir tonterías, prefería al mono.
Se desató el escándalo e incluso se desmayó alguna dama porque en la Inglaterra victoriana los simios no sólo eran considerados animales inferiores sino sucios y lascivos. La siguiente intervención, de Robert Fitz-Roy, el capitán del HMS Beagle (el barco en el que Darwin dio la vuelta al mundo recopilando datos), no ayudó precisamente a la causa conservadora en un ámbito de científicos como aquél: elevando una Biblia con sus dos manos conminó a los presentes a creer la palabra de Dios y no la del Hombre.
Los tres debatientes principales, Wilberforce, Huxley y Hooker (que habló después) se consideraron vencedores. Pero la Historia ha dejado claro cuál fue.
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