Hace tiempo tratamos en un artículo la rivalidad que mantuvieron dos paleontólogos estadounidenses por encontrar osamentas de dinosaurios. Lo que hoy se conoce como Guerra de los huesos fue un episodio tan enconado que llevó a ambos al enfrentamiento personal y terminó dejándoles en la ruina. Ocurrió en el último cuarto del siglo XIX, el mismo en que se consagró la paleontología como ciencia, en parte gracias a la actividad de una humilde mujer que también se dedicaba a proporcionar fósiles a los científicos y llegó a ser tan experta en el tema como ellos: Mary Anning.

Hay un antiguo trabalenguas inglés que dice:

The sells seashells on the seashore / The shells she sells are seashells, I’m sure / So, if she sells seashells on the seashore / then I’m sure she sells seashore shells.

Se traduce como «Ella vende conchas en la costa. Las conchas que vende son conchas marinas, estoy seguro, así que si vende conchas en la costa, entonces estoy seguro de que vende conchas de la costa». Lo importante, empero, es que se cree que la mujer a que se refiere es, posiblemente, Mary; algo que nos puede dar una idea de la trascendencia que ha tenido, no en vano descubrió los primeros esqueletos de algunas de las especies más conocidas de otras eras geológicas y ayudó a dar un importante empujón a los conocimientos que había sobre el tema en su pionera época.

Mary era inglesa, natural de Lyme Regis, donde nació en 1799. Se trata de una localidad de Dorset, un condado del sur del país caracterizado por un frente de acantilados que se extiende desde Exmouth (Devon) hasta Studland Bay por centenar y medio de kilómetros asomados al Canal de la Mancha y compuestos por arenisca roja y caliza blanca. Diversos personajes del mundo del arte residieron allí a lo largo de la historia, especialmente personajes del mundo del arte como el pintor William Turner o los escritores J.R.R. Tolkien, Jane Austen y Beatrix Potter, haciéndolo actualmente Ian Gillan, cantante de Deep Purple.

Ubicación de Lymer Regis, el pueblo natal de Mary, en el condado de Dorset y éste en Inglaterra/Imagen: Wikimedia Commons

Geológicamente, esa zona tiene unos ciento ochenta y cinco millones de años, situándose en el Mesozoico y recibiendo hoy, por razones obvias, el sobrebombre de Jurassic Coast (Costa Jurásica, aunque también hay registros del Triásico y el Cretácico), por todo lo cual la UNESCO ha incorporado el lugar a su lista del Patrimonio de la Humanidad. Pero es que Lyme Regis se ubica precisamente al borde del mar, en el área de The Spittles, ya en el límite con Devon, y no podía haber lugar más adecuado para encontrar fósiles, puesto que no sólo rebosa de ellos de todas las clases (mamíferos, crustáceos, peces, anfibios, reptiles…) sino que además suelen encontrarse en buen estado y los frecuentes deslizamientos de las capas arcillosas superiores, lavados por la marea, los sacan a la luz.

Eso le venía muy a Richard Anning, un carpintero que complementaba sus ingresos recogiendo fósiles que luego vendía a los turistas (había en el pueblo un balneario frecuentado por las clases altas). Él y su mujer, Mary Moore, procedían de Blandford, donde formaban parte de la Iglesia congregacional local; al ser ésta de origen calvinista, los Anning no estaban bien vistos por la mayoría de sus vecinos, de fe anglicana. Esas dificultades se agravaron con la muerte prematura de ocho de sus diez hijos; únicamente quedaron Mary y su hermano Joseph, e incluso ella había sobrevivido a un rayo que mató a las tres mujeres con las que estaba.

Un tramo de la Costa Jurásica con aficionados actuales a los fósiles/Imagen: Kevin Walsh en Wikimedia Commons

Cuando murió el padre en 1810, se cernió sobre la familia la amenaza del hambre y la pobreza; el momento era especialmente delicado, tras la escasez de trigo provocada por las guerras revolucionarias de Francia y las posteriores napoleónicas, lo que había provocado disturbios populares en Dorset. Afortunadamente, el cabeza de familia solía llevarse a sus vástagos con él en busca de fósiles, por lo que los niños sabían dónde buscar arrostrando el peligro de los deslizamientos de tierra típicos de los acantilados del condado, que al fin y al cabo eran los que dejaban los fósiles al descubierto (de hecho, el óbito de Richard se debió a una caída desde lo alto de uno).

Los niños carecían de formación y sólo aprendieron a leer y escribir en su iglesia (ella firmaba erróneamente como «Mary Annins»), donde el pastor defendía el creacionismo a la vez que animaba a estudiar geología. El estudio del terreno se remontaba a la Antigüedad, pero como nueva ciencia había empezado a denotar avances importantes en el siglo XVIII, de la mano de eruditos como William Smith, Mijail Lomonosov, James Hutton, Abraham Werner o George Cuvier. Este último planteó la cuestión de que las especies no eran perennes sino que podían extinguirse, desatando así el interés por los fósiles, que lo demostraban.

El término paleontología no aparecería hasta 1822, año en que lo acuñó Henri Marie Ducrotay de Blainville, editor de la revista científica francesa Journal de physique; sin embargo, los científicos ya los estudiaban desde finales del siglo XVIII y muchos habitantes de Lyme Regis los recogían para vendérselos. Mary y Joseph los exponían en una mesa a la puerta de casa, bajo supervisión de su madre; en su mayor parte, se trataba de amonites, belemnites y otros invertebrados, por los que cobraban unos pocos chelines dada su abundancia. Ahora bien, en 1811 las cosas empezaron a cambiar.

Lyme Regis ha erigido esta estatua de una joven Mary, acompañada de su inseparable perro Tray y fósil en mano, obra de la artista Denise Dutton/Imagen: Carbonmoon en Wikimedia Commons

Ese año, rebuscando por las arcillas derrumbadas de un acantilado de The Spittles, Joseph descubrió el cráneo de lo que tomó por un cocodrilo. Como el niño era aprendiz de tapicero, no tenía mucho tiempo para buscar y fue su hermana la que completó el esqueleto un año más tarde, gracias a un corrimiento de tierras que lo dejó al aire. Se trataba de un ictiosaurio, un reptil marino extinto con el aspecto de un delfín muy grande (éste en concreto superaba los cinco metros de largo) del que ya se habían hallado vértebras con anterioridad. Esta vez se recuperaron los restos íntegros, que adquirió un notable local para revendérselos al naturalista William Bullock.

El ictiosaurio viajó a Londres, donde fue exhibido, generando una oleada de publicaciones científicas y religiosas (algunos lo consideraban una prueba de la existencia del Diluvio Universal). El prestigioso cirujano Everard Home no sabía cómo catalogarlo taxonómicamente y lo definió como proteosaurio, pero el nombre definitivo se lo puso Charles Konig, que lo compró en 1819 en nombre del British Museum. Los Anning, que habían cobrado veintitrés libras por él, convirtieron la búsqueda de fósiles en la primera fuente de ingresos de la familia.

Tenían un cliente habitual, el teniente coronel Thomas James Birch, un coleccionista de Lincolnshire que solía comprarles especímenes -entre ellos otro ictiosaurio- al estar conmovido por la pobreza en que vivían. En 1820, después de un año sin hallazgos, habían llegado al extremo de pensar vender los muebles para poder salir adelante, por lo que Birch organizó una subasta de sus propios fósiles y les dio la recaudación, cuatrocientas libras. Eso proporcionó a Mary una base para poder seguir, así como hacer sonar su nombre entre la comunidad científica.

Dibujo del esqueleto de ictiosaurio realizado por William Conybeare en 1824/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Y así, en el invierno de ese año, hizo otro gran descubrimiento: el primer esqueleto de lo que los geólogos William Conybeare y Henry de la Beche bautizaron luego como plesiosaurio, un reptil marino de cuerpo ancho y cuello largo que vivió a principios del Jurásico y cuyos restos afloraron en el Lias Inferior (Sinemuriano). Blue Lias, el sitio donde apareció, es el nombre de una formación geológica de calizas y lutitas, cercana a Lyme Regis, donde los corrimientos de tierra resultan frecuentes y que Mary eligió como cantera principal.

Como en el caso anterior, a ella no se la citó como descubridora; esta vez porque a Cuvier le pareció muy raro aquel cuello tan largo y sospechó que podía ser un fraude perpetrado por ella. Por suerte para Mary, la paleontología todavía daba sus primeros pasos y nadie pensaba en falsificaciones; cuando la comunidad científica certificó su autenticidad, Cuvier admitió su error. Una década más tarde, Mary encontró otro esqueleto del mismo género, confirmándose del todo que hubo un animal como ése en el pasado. Eso sí, a esas alturas seguía sin decirse públicamente quién lo había encontrado y únicamente un artículo del Bristol Mirror, publicado en 1823, se refirió a aquella «perseverante mujer».

Carta de Mary Anning en 1823 anunciando el descubrimiento del fósil cuyo dibujo adjunta y que correspondía a un plesiosaurio/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Mujer que, mientras, continuaba removiendo las paredes de los acantilados en busca de invertebrados, tanto para vender como para engrosar su colección privada, ya que se había aficionado; a riesgo incluso de su propia vida, pues en 1833 estuvo a punto de morir en un derrumbamiento que aplastó a su perro Tray, que solía ayudarla a remover la tierra. Siete años antes, con el dinero ganado, abrió una tienda propiamente dicha, decorada con un esqueleto de ictiosaurio. La prensa local se hizo eco y atrajo a paleontólogos de todo el mundo, ya fueran profesionales como el estadounidense George Willian Featherstonhaugh, ya aficionados como el rey Federico Agusto II de Sajonia.

El nombre comenzó a sonar entre ellos y más cuando se supo que se había convertido en una autoridad autodidacta, leyendo artículos especializados por su cuenta, diseccionando moluscos y comprendiendo que los pequeños organismos fosilizados que veía en las llamadas piedras bezoar, que a veces hallaba en el estómago de los ictiosaurios, eran en realidad coprolitos (excrementos fosilizados). Incluso se atrevió a discrepar con los expertos, como hizo en 1839 al enviar una carta al Magazine of Natural History corrigiendo que un fósil de Hybodus (un tiburón prehistórico) descubierto recientemente se lo considerase una nueva especie; ella ya lo había encontrado y descrito antes.

Los citados Buckland, Conybeare y De la Beche -amigo suyo de la adolescencia- se dejaban guiar por aquella intrépida mujer en el difícil terreno de los acantilados; también el prestigioso biólogo Richard Owen, detractor del evolucionismo pero autor del primer catálogo de dinosaurios. Otros ilustres científicos que consultaron a Mary y la ayudaron económicamente fueron Charles Lyell (el geólogo que defendió la teoría darwinista en el famoso debate de Oxford), Adam Sedgwick (profesor de Darwin), Louis Agassiz, Gideon Mantell (descubridor del iguanodón y, al igual que Mary, menospreciado por ser médico en vez de geólogo) y Roderick Murchison (uno de los fundadores de la Royal Geographical Society), cuya esposa se hizo buena amiga de Mary y le facilitó muchos clientes.

Reconstrucción digital de dos ejemplares de Hybodus junto a un amonite/Imagen: Nobu Tamura en Wikimedia Commons

Por supuesto, nada de eso le abrió las puertas del mundo académico; era una mujer y encima de clase baja, por lo que no tenía derecho a voto, ni a entrar en la universidad, ni a ocupar cargos públicos. Tampoco ayudaba su religión y, en parte por eso y en parte por la marcha a EEUU del pastor de su iglesia (que también era aficionado a la paleontología) para combatir la esclavitud, optó por convertirse al anglicanismo en 1828.

Dado que algunos de los geólogos reseñados eran también sacerdotes de esa fe, la posición de Mary mejoró ligeramente en el ámbito social. Bien es cierto que, entretanto, siguió sacando fósiles a la luz: ese mismo año un esqueleto de un pterosaurio, reptil con alas que el British Museum presentó al público como un dragón volador; al siguiente un squarolaja (un tipo de pez del Devónico).

Pero los años treinta no empezaron bien. Reino Unido estaba sumido en una crisis económica que hizo bajar el interés por los fósiles y, una vez más, tuvo que ser uno de sus conocidos el que acudiera al rescate de Mary: Henry de la Beche, que le regaló los beneficios obtenidos con una tirada de litografías. Las doscientas libras conseguidas con la mencionada venta del segundo esqueleto de plesiosaurio supusieron otra bocanada de aire… que se fue al garete en 1835, cuando perdió trescientas en una inversión que no está claro si resultó una estafa o que falló.

El esqueleto de pterosaurio descubierto por Mary (dominio público en Wikimedia Commons) y su reconstrucción actual (Dmitry Bogdanov en Wikimedia Commons)

El caso es que ahora le tocó a William Buckland ayudarla, al arrancarle una pensión anual de veinticinco libras a la British Association for the Advancement of Science. Buckland fue también el primero en atribuirle la autoría de un hallazgo, el del pterosaurio, en el mismo artículo en que le ponía el nombre científico Dimorphodon macronyx, y en reconocer su destreza y delicadeza a la hora de extraer los fósiles y limpiarlos. Habría que esperar una década para que se bautizase dos especies de peces extintos con el apellido de Mary, Acrodus anningiae y Belenostomus anningiae, por iniciativa de Louis Agassiz; después llegaron unas cuantas más, incluida una de plesiosaurio.

Lamentablemente ella no pudo verlo porque falleció en 1847, víctima de un cáncer de mama. De la Beche, a la sazón presidente de la Royal Geological Society, publicó en el boletín de la institución un emotivo obituario, el primero que se escribía en honor de alguien que no era miembro; el primero, también, en honor de una mujer:

«… tenía que ganarse el pan de cada día con su trabajo, contribuyó con su talento e incansables investigaciones en no poca medida a nuestro conocimiento»…


Fuentes

Barbara T. Gates, Kindred nature. Victorian and Edwardian women embrace the living world | Richard Moody, E. Buffetaut et al. (eds.), Dinosaurs and other extinct saurians: A historical perspective | Christopher McGowan, The dragon seekers | Martin J. S. Rudwick, Worlds before Adam. The reconstruction of geohistory in the Age of Reform | J. M. Sadurní, Mary Anning, la paleontóloga olvidada (en National Geographic) | Wikipedia


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