Perú es tan grande y rico, geográfica y arqueológicamente hablando, que la mayoría de los turistas que lo visitan por primera vez difícilmente podrán ver más que lo básico, salvo que su estancia se prolongue bastante más de las acostumbradas vacaciones entre ocho y quince días.
Seguramente no faltarán Lima, Nazca, Cuzco, Machu Picchu, el lago Titicaca y la Tumba del Señor de Sipán pero a eso han de añadir el tiempo que llevan los traslados de un extremo a otro del país más los de viaje transatlántico de ida y vuelta y ya está cubierto el cupo.
La pena es que por el medio quedarán pendientes (buena excusa para volver, eso sí) Trujillo y sus huacas, yacimientos abundantes por todas partes, Arequipa, el Cañón del Colca, la Reserva de Paracas, la selva amazónica, etc. Luego están esos otros rincones menos populares pero que pueden ofrecer un interés especial a los amantes de la Historia, como Ayacucho o Cajamarca.
En esta última ciudad fue donde cambió todo, allá por el año 1532. Los españoles, mandados por Francisco Pizarro, habían llegado a lo que creía que se llamaba Bir, atraidos por los rumores sobre un rico imperio. A su vez, el inca o emperador Atahualpa, que acababa de arrebatarle el trono a su hermano Huáscar tras una sangrienta guerra civil, estaba perfectamente enterado de la llegada de aquellos intrusos y los dejó llegar hasta Cajamarca para poder acabar con ellos de un solo golpe. En contra de lo que se cree, sabía perfectamente que no eran dioses pero dejaba que el pueblo lo pensara así, de manera que al derrotarlos obtuviera más prestigio.
Pasó justo lo contrario, ya saben. Pizarro se le adelantó en un golpe de mano y el país, acostumbrado a vivir bajo un sistema de rígida obediencia sin margen para la iniciativa, quedó sin cabeza. También sabrán que Atahualpa ofreció llenar de oro y plata una habitación hasta donde alcanzara su mano, a cambio de su libertad. No lograría ésta, pues acabó ejecutado ocho meses después ante los indicios de que estaba organizando a distancia una rebelión. Pero sí consiguió movilizar a todo Tahuantisuyu (el nombre que daban los incas a su imperio) para que se trajeran los metales preciosos prometidos.
Lo que seguro que no saben es que en Cajamarca se conserva una especie de galpón que la tradición identifica con aquella famosa habitación. Lo llaman el Cuarto del rescate y aunque es imposible saber si realmente se trató del lugar que terminó lleno de oro, sí es cierto que se trata de una construcción incaica, la única que queda en la ciudad, probablemente parte de un antiguo templo dedicado a Inti, el dios sol.
Está en el jirón Amalia Puga 750, a cincuenta metros de la Plaza de Armas, con unas medidas de 11,80 metros de longitud por 7,30 de ancho y 3,1 de altura.
No obstante, hay que aclarar que está restaurada y sólo las paredes, de piedras volcánicas multiformes, son originales; el techo es posterior, al igual que los vanos y la marca que indica hasta dónde debía llegar el tesoro.
Por cierto, aunque el final éste no llegó a la marca, se recogieron 41 toneladas de oro y 82 de plata que luego se fundieron para hacer lingotes, más fáciles de transportar. En total se repartieron 971.125 pesos de oro y 40.860 marcos de plata, sin contar el quinto real, es decir la quinta parte que se reservaba para la Corona.
El edificio es considerado por los historiadores peruanos como el lugar donde se mantuvo prisionero al Sapa Inca Atahualpa, quien pasaría los últimos días de su vida en él, entre el 16 de noviembre de 1532 y el 26 de julio de 1533, hasta ser ejecutado a pesar de que había cumplido su promesa.
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