La peculiar idiosincrasia de La Paz

Recientemente he tenido ocasión de visitar La Paz, ciudad desconcertante donde las haya desde el mismo momento en que se pisa y empieza a faltar el aire. Porque si se llega por avión, aparte del brusco choque que provoca el soroche (mal de altura), aparece la primera sorpresa. Uno pensaba que era una urbe encajada entre montañas, con miríadas de casas rojizas tapizando las desnudas laderas formando calles arriba y abajo, pero resulta que desde la ventanilla sólo se ve una inmensa llanura urbanizada.

La explicación, como tantas otras cosas paceñas, tiene truco. Resulta que Nuestra Señora de La Paz parece que no puede estarse quieta: el español Alonso de Mendoza la fundó en 1548 en Laja, pero luego fue trasladada al borde del altiplano, donde comienza un valle llamado Chuquiago Marca, por su benignidad climática. Mucho más tarde enlazó su casco con el de la vecina localidad de El Alto, que es donde se sitúa el aeropuerto, en un perfecto ejemplo de conurbación.

De esta forma, la suma de ambas poblaciones rebasa el millón y medio de habitantes (casi alcanza tres si se suma el área metropolitana) y, como si la altitud de la capital boliviana no fuera suficiente, crece unos centenares de metros más y pasa de los 3.600 del centro a los 4.061 (El Alto es la segunda ciudad más alta del mundo). Bueno para los aviones, que en encuentran menor resistencia del aire; no tanto para los pasajeros, a los que es recomendable recetar un buen mate de coca cuanto antes; lo hay en todos los hoteles para desayunar, dicho sea de paso.

Una vez en tierra es cuando nos damos cuenta de que, efectivamente, las agudas montañas andinas rodean el lugar. Especialmente el monte Illimani, que parece vigilar desde sus nevados seis mil metros nevados como un gran hermano icónico. Y llaman poderosamente la atención los bordes del embudo que forma el mencionado valle por donde se desparraman los edificios: terrosos y marronáceos, se perfilan en estilizadas cárcavas y obligan a salvar los abruptos desniveles con sinuosas carreteras de intenso tráfico que ahora se espera poder amortiguar con la puesta en marcha de sucesivas líneas de un espléndido y estratégico teleférico.

Más sorpresas. La imagen moderna de ese sistema de transporte y los futuristas rascacielos acristalados contrasta con la humilde y tradicional de las casas de no más de dos pisos, a menudo con las fachadas de ladrillo visto y donde además se contraponen los míseros locales con las antenas parabólicas en una continuación de sus tipos humanos: de los ejecutivos de traje y corbata se pasa dinámicamente a las faldas acampanadas y el sombrero folklórico de las cholas, de los cortes de pelo posmodernos a las coletas indígenas, de los coches último modelo a las furgonetas de transporte colectivo que se cogen en marcha atendiendo a la voz del empleado que abre la puerta.

Y van desfilando por los ojos del visitante mil y un peculiaridades que le dejarán boquiabierto: ausencia total de cualquier concepto de urbanismo, murales político-artísticos decorando cada centímetro cuadrado de pared, mercados tradicionales en medio de calles de gran afluencia, una circulación algo caótica, insólitos eslóganes decorando los autobuses, tipos disfrazados de cebra para concienciar al peatón sobre el uso de los pasos de ídem, perros vagabundos por todas partes, callejones en semioscuridad, fetos de llama en un escaparate, cuarteles militares cada pocos pasos…

Como decía en una guía, una ciudad polifónica y multicolor que habla tres idiomas (español, aymara y quechua), que parece una ventana a otra época y donde no faltan atractivos, desde el casco viejo al Convento de San Francisco, pasando por la Catedral, el Mercado de las Brujas, los diversos miradores o un amplio abanico de museos. Lo mejor, sin embargo -y ya es decir-, son sus gentes; te hacen sentir como en casa. Yo hasta me traje un catarro de recuerdo.

Foto: Jorge Álvarez

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