Los aficionados a los toros estarán contentos porque acaba de empezar la temporada. Con ella llega la habitual catarata de argumentos a favor y en contra que se esgrimen con mejor o peor fortuna, según el caso. Muchos recurren a defender la Fiesta nacional aduciendo su influencia en el arte, la cantidad de gente que vive de ello, el interés indudable que despierta en parte de los españoles, el efecto beneficioso de la ganadería brava sobre la conservación de las dehesas e incluso el origen ancestral del ritual como última representación del tauróbolos de tiempos paganos. Desde la trinchera de enfrente se rebate recordando que otros sectores económicos también tuvieron que reconvertirse, que a la mayoría de la población no le interesa el espectáculo o que retrotraerse a la Antigüedad es una exageración para darle un halo de tradición.
En cualquier caso, sí es verdad que los protaurinos son bastante reacios a introducir cambios, lo cual resulta curioso porque basta documentarse muy por encima en el tema para comprobar que hay muchas diferencias entre las corridas de antaño y las actuales. La sugerencia de eliminar la suerte de espadas, es decir, la muerte del toro, se rechaza porque resulta inconcebible, dicen, que el animal siga vivo como pasa en Portugal. Sin embargo hasta hace relativamente poco había otras cosas inconcebibles que hoy, por suerte, se han reformado. La más evidente es la de cubrir a los caballos con un peto para protegerlos de los pitones del toro, una norma introducida en 1929 por el dictador Primo de Rivera, que era un amante de los equinos. Algo tan aparentemente lógico como evitar que cada tarde se retirara media docena de monturas con las tripas colgando generó entonces bastante oposición.
También se sorprenderían muchos al saber que en el siglo XIX las plazas se dividían en dos partes en las que actuaban dos toreros simultáneamente. O que había más suertes que las actuales. O que se organizaban peleas entre toros y otros animales. Volveremos sobre el tema.
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