Imagínense la escena. Año 1542: un español de Jerez, hidalgo y veterano de mil guerras (Francia, Italia, las Comunidades), uno de los pocos supervivientes de la desastrosa expedición de Pánfilo de Narváez a Florida, a resultas de la cual estuvo años vagando por lo que hoy es el norte de México-sur de EEUU), sobreviviendo a las penalidades y confraternizando con los indios; este hombre, digo, llega en un segundo viaje a la actual región fronteriza entre Brasil y Paraguay (y lo hace como Adelantado, o sea, capitán de una expedición) y, tras atravesar la selva en canoas, nota que éstas empiezan a ser arrastradas por la corriente. Y entonces se topa con uno de los espectáculos más esplendorosos que haya visto: las Cataratas de Iguazú.
El tipo se llamaba Álvar Núñez Cabeza de Vaca y quedó tan epatado por lo que veía que sólo pudo bautizar tan magnífico sitio con el nombre de la Virgen: Saltos de Santa María. Palabras suyas: «Da el río un salto por unas peñas abajo muy altas y da el agua en lo bajo de la tierra tan grande golpe que muy lejos se oye».
Si Cabeza de Vaca, que había vivido mil aventuras y visto otros tantos lugares alucinantes, se quedó asombrado al contemplar aquella exhibición de la Naturaleza, es fácil imaginar lo que sienten los turistas actuales cuando se acercan en lanchas o desde alguno de los miradores construidos alrededor: cualquier descripción, foto o vídeo se queda corta. Lógico que se convirtiera en el principal atractivo de la película La misión, que popularizó las cataratas en 1986.
Las cataratas están alimentadas por el río Iguazú, palabra ésta de origen guaraní que significa algo así como Agua grande. Nace en en la brasileña Sierra del Mar y recorre un millar de kilómetros para terminar como afluente del Paraná. El salto de agua se encuentra un poco antes de eso, a unos 20 kilómetros, anunciado por el estruendo de la caída, como si el río se quejara por tener que entregar su sangre a un rival. No en vano el sitio donde se producen esa confluencia de saltos (hasta 14, aunque en total hay 275) se llama la Garganta del Diablo.
Allí se juntan 11.300 metros cúbicos de agua que salvan un brusco desnivel de 80 metros de altura. Lo comparten tres países: Paraguay, Brasil y Argentina, siendo desde esta última, dicen unos pues otros prefieren la parte brasileña, desde donde se tienen las mejores perspectivas. En cualquier caso, el Parque Nacional que rodea el curso fluvial, que tiene una extensión de casi 2.500 kilómetros cuadrados, se lo reparten entre ambos. El conjunto es Patrimonio de la Humanidad.
Cabeza de Vaca tuvo que echar pie a tierra para no precipitarse por la catarata, pero los visitantes actuales disponen de pasarelas que les permiten ver de cerca esa maravilla, tan de cerca que es inevitable acabar empapado. Más aún si la visita se hace en lancha. Se librarán de ello quienes opten por un sobrevuelo en helicóptero: a favor está la impresionante visión aérea de conjunto; en contra, la frialdad de no notar el agua ni sentir su bramido.
Una recomendación: conviene visitarlas en nuestro verano, cuando allí es el invierno austral y el cauce del río baja a rebosar. Y una sugerencia especial: hacer una excursión de noche por el Sendero Macuco. Se organizan las noches antes y después de luna llena porque la luz del astro puede dar lugar a un show natural aún más espectacular: un arco iris nocturno.
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