Una de las muchas cosas que se comentaron tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 fue que Al Qaeda había elegido ese día como forma de invertir el recuerdo del episodio histórico en el que el mundo occidental aseguró su dominio sobre el islámico. Sea cierto o casualidad, se trata de una referencia a algo ocurrido en la misma fecha pero cuatro siglos antes, el 11 de septiembre de 1683, en el contexto del segundo sitio de Viena por parte del Imperio Otomano: la batalla de Kahlenberg, en la que un ejército combinado de fuerzas del Sacro Imperio Romano Germánico y la Mancomunidad de Polonia-Lituania logró derrotar a las tropas del sultán Mehmed IV y sus aliados europeos, marcando el inicio inexorable de la decadencia otomana.
Mehmed IV, alias Avci (Cazador) y Gazi (guerrero santo), había subido al trono en 1648 con sólo seis años de edad y en principio nada parecía augurar que fuera a convertirse en el mandatario más longevo de la historia de su país después de Solimán el Magnífico, ya que su padre, que fue derrocado y asesinado en un golpe de estado, estuvo a punto a matarlo a él al poco de nacer al arrojarlo al pozo en un acceso de ira contra su madre. Asimismo, Mehmed tuvo que ejecutar a su abuela al enterarse de que ésta conspiraba para envenenarlo y favorecer así la sucesión de otros nietos. Cosas que, por otra parte, no resultaban infrecuentes en la Sublime Puerta.
Tampoco la situación del imperio parecía estable. A las intrigas palaciegas se sumaba una derrota naval ante la armada veneciana en los Dardanelos que provocó escasez de víveres en Constantinopla y originó disturbios populares, puesto que además el descontento ya estaba sembrado de antes, tras ser la ciudad arrasada por un terrible incendio en 1660 que provocó cuarenta mil víctimas mortales -más las producidas por la hambruna- y la confiscación de los bienes de los judíos, a quienes se culpó. Eso sí, tal cúmulo de adversidades quedó compensado con dos conquistas territoriales: la de Creta ante Venecia en 1669 y la del Elayato de Podolia ante los polaco-lituanos en 1676.
Esta última constituyó un episodio más de la llamada Gran Guerra Turca, contienda que enfrentaba a los otomanos y sus aliados vasallos (Moldavia, Valaquia, Transilvania, y la Crimea tártara) con la Liga Santa, coalición que agrupaba al Sacro Imperio, la República de Venecia, el Reino de Hungría, el Zarato Ruso, el Imperio Español y la Mancomunidad Polaco-Lituana (también conocida como la República de las Dos Naciones). El conflicto empezó en 1645, cuando se formó dicha Liga para frenar el expansionismo del sultán hacia Europa, y no terminaría hasta la firma del Tratado de Karlowitz en 1699.
Mehmed IV había puesto fin a la decadencia tendente a la anarquía que el imperio arrastraba desde comienzos del siglo XVII, con los sucesivos derrocamientos o asesinatos de Mustafá I, Osmán II, Murad IV y su progenitor, Ibrahim I, más la guerra civil que permitió una invasión de Mesopotamia por parte de los safávidas. El hombre que le ayudó a lograrlo fue Mehmed Köprülü, un gran visir que accedió al cargo en 1656 con mano de hierro para acabar con las veleidades de jenízaros y levantiscos en general; por algo se ganó el mote de el Cruel.
Köprülü falleció en 1661, pero antes había convencido al sultán de la necesidad de salir de palacio, embarcándolo en una agresiva política exterior basada en combatir a los enemigos europeos en su propio terreno. Entre ellos estaban, como vimos, Hungría y el Sacro Imperio, donde los otomanos llevaban ya tiempo proporcionando ayuda a las minorías protestantes sometidas a los Habsburgo que acaudillaba el conde transilvano Emérico Thököly.
En ese contexto, unas incursiones imperiales por la Hungría otomana dieron al gran visir Kara Mustafá la oportunidad no sólo de obtener una solución a su inestable situación personal sino también de terminar la guerra de un solo golpe. Entonces le propuso al sultán una expedición militar que inicialmente tenía como objetivo unas fortalezas fronterizas que podían servir de bases avanzadas contra el Sacro Imperio. Pero luego amplió su horizonte, poniendo el punto de mira en Viena, una ciudad estratégicamente situada para controlar las rutas comerciales del Danubio que enlazaban a Occidente con el Mar Negro y el Mediterráneo oriental.
De hecho, Solimán el Magnífico ya había intentado conquistarla infructuosamente en 1529 y ahora, aprovechando su debilitamiento tras una epidemia de peste sufrida en 1679, Mehmed aceptó una nueva tentativa -lo había intentado fallidamente en 1663 al albur de un levantamiento magiar contra el emperador Leopoldo I que concluyó con una tregua de dos décadas, la Paz de Vasvar-, pero con unos preparativos más concienzudos que empezaron en enero de 1682. Su complejidad logística (reunión de soldados, acumulación de provisiones y armas, construcción de puentes y carreteras) y la espera a la estación más propicia, hizo que se empleasen quince meses.
Esa demora les vino bien a los vieneses que, mientras, reforzaron profusamente sus defensas bajo la dirección del ingeniero sajón Georg Rimpler, sustituyendo las obsoletas murallas medievales por otras más modernas. Eran de modelo italiano, a base de muros concénticos y bastiones; el famoso ingeniero militar Vauban todavía estaba dando sus primeros pasos como comisario general de fortificaciones de Francia y sus nuevos proyectos aún tardarían un poco en difundirse y adoptarse de forma generalizada. Las autoridades de la ciudad también mandaron derribar las numerosas construcciones -casas fundamentalmente- que se habían ido levantando extramuros, con el fin de evitar que fueran aprovechadas por el enemigo para disparar sobre el perímetro.
Asimismo se llevó a cabo una intensa labor diplomática en busca de aliados, consiguiendo la promesa de ayuda de polacos y venecianos, aparte de la del papa Inocencio XI; la España de Carlos II, ocupada en sus propios conflictos con Francia, sólo pudo comprometer ayuda económica -al igual que Portugal y los estados italianos- mientras que Luis XIV eludía cualquier compromiso porque históricamente la monarquía gala siempre se había beneficiado de los ataques musulmanes a sus adversarios. Así pues, la principal esperanza para Viena iba a ser Juan III Sobieski, rey de Polonia, que temiendo que el objetivo de Mehmed fuera Cracovia firmó un acuerdo de auxilio mutuo con el emperador Leopoldo I.
El ejército otomano emprendió la marcha en abril de 1683, atravesando Tracia y alcanzando Belgrado, donde se le unieron tropas de estados vasallos como Valaquia, Transilvania y Moldavia, así como un contingente de cuarenta mil tártaros de Crimea, que fue el primero en acampar a pocos kilómetros de Viena. El número total de hombres debía de rondar los ciento veinticinco mil, superando ampliamente a los ochenta mil habitantes de la ciudad, que se retiraron hacia Linz tras algunas refriegas menores. Tras las murallas quedaron únicamente los quince mil soldados germanos que componían la guarnición y ocho mil setecientos voluntarios, al mando del conde Ernst Rüdiger von Starhemberg.
Eso sí, Juan III no dudó en cumplir su parte del pacto y movilizó a los suyos para acudir a Viena. El monarca polaco tenía mala fama entre los musulmanes porque el día de su nacimiento, en el castillo de Olesko en 1629, un rayo destruyó el minarete de la Mezquita Azul de Constantinopla. Ese negativo augurio se complementaba con la victoria obtenida por su prestigioso padre -aliado con lituanos y cosacos- en la batalla de Chocim (en la actual Ucrania), en la que un ejército otomano sufrió un duro golpe con cuarenta mil bajas.
Juan y su hermano Marek, debidamente educados por su progenitor, continuaron en esa línea. Una vez vencidos también los tártaros, el primero fue proclamado rey en una Dieta celebrada en 1674. Al sultán no le quedó más remedio que reconocer la soberanía polaca sobre dos terceras partes de Ucrania, quedando la restante como protectorado cosaco de los otomanos. A continuación, Juan se vio inmerso en la guerra entre Suecia y Prusia a favor de ésta.
Era un momento delicado que se complicó más al llegar la noticia de que Mehmed IV se disponía a asediar Viena, máxime sabiendo que Luis XIV, que hasta entonces le había apadrinado financieramente (y nombrado caballero de la Orden del Espíritu Santo), acababa de dar marcha atrás y le dejaba solo; el monarca galo no tenía problema en colaborar, directa o indirectamente, con la fe islámica si con ello perjudicaba a los Habsburgo, tal cual hiciera Francisco I un siglo antes con los corsarios berberiscos al cederles Toulon como base naval contra España.
Como comandante supremo de la Liga Santa, Juan III reunió un ejército exclusivamente polaco formado por veinticinco mil efectivos y partió desde Cracovia en agosto de 1683. Con ello dejaba a su país prácticamente indefenso ante una posible incursión del mencionado Emérico Thököly. La misión de cerrarle el paso al transilvano se le encomendó a Jan Kazimierz Sapieha, comandante militar de Lituania, que la cumplió eficazmente devastando la Alta Hungría.
Tan en serio se lo tomó Sapieha que al final no pudo llegar a tiempo de cumplir la segunda parte del plan, que era unirse a las fuerzas del rey para liberar Viena. Las fuerzas polacas se unieron así a otros contingentes imperiales reunidos por Leopoldo: los que aportaban el margrave (gobernador militar) Luis Guillermo de Baden-Baden, el duque Carlos V de Lorena, voluntarios italianos…
En total los aliados no sobrepasaban los ochenta mil efectivos, la mitad que el enemigo (teóricamente, pues éste había tenido que dejar tropas en las fortalezas conquistadas y afrontar las deserciones, que se calculan en torno a una cuarta parte), con el agravante de que carecían de artillería, lo que haría confiarse en exceso al general otomano, el gran visir Kara Mustafá.
En Viena los defensores sí disponían de cañones, trescientos setenta, mientras que los sitiadores estaban más limitados en ese sentido que en el asedio de Constantinopla de 1453, cuando emplazaron ante las recias murallas bizantinas aquellos monstruosos cañones que fabricó el ingeniero Orbón. Ahora sólo tenían ciento treinta de campaña y una veintena de calibre medio, por tanto ninguno de gran calibre y, consecuentemente, su potencia de fuego resultaba insuficiente para destruir las fortificaciones.
Por otra parte, los defensores estaban dispuestos a no rendirse porque sabían que los hombres de la vecina Perchtoldsdorf, que sí lo hicieron, fueron pasados a cuchillo y sus mujeres e hijos esclavizados; así que el sitio de Viena, iniciado el 14 de julio, se presentaba largo. Para evitar que los soldados otomanos fueran abatidos al correr por el amplio descampado que había dejado la reseñada demolición de las casas exteriores, Kara Mustafá ordenó cavar un sistema de trincheras al que sumó otro de túneles para minar los cimientos de las murallas, lo que inevitablemente retrasó el asalto tres semanas dando tiempo a llegar a los polacos. Se especula con que el general otomano quería evitar dicho asalto y prefería rendir la ciudad para evitar que sus tropas la saquearan.
En cualquier caso, los defensores quedaron privados de suministros y pronto empezaron a cundir el hambre y el cansancio. Gracias al esfuerzo de cinco mil zapadores los sitiadores se acercaron a las puertas de Burg y Schotten, logrando abrir algunas brechas el 4 de septiembre. Pero fueron rechazados, lo que subió un poco los ánimos entre los vieneses y redobló la acción alentadora que realizaban religiosos como el fraile agustino Abraham Sancta Clara en la catedral de San Esteban, exhortando a luchar por defender la fe cristiana pese a que en realidad no era ésa la motivación de la contienda.
Así estaban las cosas cuando, dos días más tarde, los polacos cruzaron el Danubio a una treintena de kilómetros de Viena y se unieron a los aliados de Sajonia, Baviera, Baden y otros estados imperiales; también llegaron cinco mil cosacos de Zaporiyia dirigidos por el atamán Semión Paliy, que según la leyenda ya le habían remitido una irreverente carta al sultán en 1676. Cruzaron un bosque para tomar posiciones en las colinas que rodean la ciudad. Juan III tenía el mando absoluto y, tras pactar la sufragación de los gastos de guerra de su ejército -los pagaría el emperador fuera de Polonia- y recibir el derecho de saqueo del campamento enemigo, se dispuso a atacar.
Los otomanos no estaban tan unidos. El kan crimeano se negó a salir en solitario al encuentro del enemigo dos veces, mientras vadeaba el río y cuando salió del bosque, mientras que los valacos, transilvanos y moldavos tampoco eran totalmente fiables y por eso se los destinó a vigilar la retaguardia, sin que tomaran parte en la batalla. Los vieneses, en cambio, vieron la salvación más próxima en forma de tres cohetes lanzados para avisarles. Así pues, el gran visir se encontró con que debía enfrentarse a los recién llegados sin haber tomado aún la ciudad, con el consiguiente peligro de quedar entre dos fuegos.
La lucha comenzó la madrugada del día 12 de septiembre. El ala izquierda aliada, que estaba al mando de Carlos de Lorena y Juan Jorge de Sajonia, debía seguir la ribera del Danubio hasta Viena; el cuerpo central, con Maximiliano II de Baviera y Jorge Federico de Waldeck al frente, avanzaría hacia Sievring y Wahring; Juan III Sobieski que reservó para sí el ala derecha, celebró una misa para dar sentido de cruzada a la batalla y ésta empezó a continuación con una serie de cargas y contraataques por ambas partes que mermaron las filas otomanas, aunque sin que cedieran sustancialmente.
De hecho, sus fuerzas de élite -jenízaros y jinetes sipahi- no entraron en acción, reservados para el ansiado asalto a la ciudad, en el que continuaban trabajando febrilmente los zapadores. Mustafá esperaba romper las defensas antes de que llegaran los polacos, cuya marcha estaba dificultada por el accidentado terreno, pero los vieneses eran conscientes de ello y se las ingeniaron para poner todas las trabas posibles, eliminando cada mina colocada en un agónico combate subterráneo. Por otra parte, el príncipe valaco Serban Cantacucino había negociado en secreto la cesión del trono de Constantinopla a cambio de pasarse al bando aliado y así lo hizo.
A primera hora de la tarde Mustafá desvió parte de sus tropas a la ciudad para intentar asaltarla en un intento desesperado, lo que permitió a los cuerpos germanos avanzar y apoderarse de varias villas del extrarradio, amenazando la Türkenschanze (posición central enemiga, donde hoy está el Türkenschanzpark). Se disponían a ello cuando por la izquierda surgió de entre los árboles la caballería de Sobieski, desmoralizando a los otomanos, muchas de cuyas unidades optaron por huir ante aquella combinación de infantería y jinetes.
Una avanzadilla de un centenar de polacos hizó una carga de tanteo y, pese a sufrir muchas bajas, comprobó la vulnerabilidad del enemigo. Preocupado, el gran visir decidió retrasar su posición y atrincherarse en el campamento. Pero no tardó en quedar rodeado por tres frentes: los austríacos por el norte, los sajones y los bávaros por el noroeste y los polacos por el oeste. Y todos juntos lanzaron la que iba a ser la última y definitiva carga; también la mayor de la Historia, con dieciocho mil jinetes.
Al grito de «¡Dios salve a Polonia!», Sobieski galopó colina abajo al frente de tres cuerpos formados por los famosos húsares alados, tres mil lanceros pesados que debían ese nombre a una especie de cresta emplumada que decoraba la parte posterior de sus corazas. Con él iban también los tártaros de Lipka, que llevaban en sus cascos una rama de paja para diferenciarse de los adversarios, y por el otro lado se les unió la caballería del Sacro Imperio.
Aquella masa que hacía temblar el suelo y retumbar los oídos rompió las líneas otomanas, que al tener su artillería ocupada en el asedio y no haber adoptado una formación adecuada para rechazar el ataque se deshicieron. Mustafá quiso resistir en su campamento hasta la muerte, pero los defensores vieneses aprovecharon la ocasión y salieron fuera para sumarse al ataque, orientando sus cañones hacia esa posición, por lo que al final tuvo que sumarse a los suyos en la huida.
La batalla de Kahlenberg había terminado y puesto fin al segundo asedio de Viena, donde el primero en entrar, al frente de sus dragones, fue Luis Guillermo, margrave de Baden-Baden. El rey polaco lo hizo al día siguiente y sintetizó la victoria parafraseando a Julio César: «Venimus, vidimus, Deus vicit» (Vinimos, vimos, Dios venció). Aunque las cifras son meras estimaciones que varían según el autor, se calcula que los otomanos debieron sufrir unas veinte mil bajas mortales y cinco mil heridos frente a los tres mil quinientos muertos y dos mil quinientos heridos de los aliados, quedando la guarnición vienesa reducida a la mitad.
El botín fue cuantioso: trescientos cañones, quinientas tiendas, armas y banderas, incluyendo el estandarte de Mustafá, que fue enviado a Inocencio IX. Pero perdió algo más: la vida, a manos del jefe de los jenízaros, que por orden del sultán mandó estrangularlo con una soga de seda de cuyos dos extremos tiraban varios hombres, siguiendo la costumbre. La ejecución se llevó a cabo en Belgrado, donde Mehmed se había establecido con su cuantioso harén de cien carruajes, esperando en vano la victoria. Esa ciudad caería luego en poder de Carlos V de Lorena, igual que Buda.
Los aliados emprendieron la persecución del enemigo y aunque estuvieron a punto de sucumbir en una emboscada, se impusieron en la batalla de Parkany; sólo una epidemia de disentería les frenó. Sin embargo, terminaron discutiendo entre sí por el derecho de saqueo y otras razones: por ejemplo, un contingente sajón protestante se retiró después de haber recibido insultos de los vieneses y Leopoldo I ignoró la petición de Sobieski de que se indultase a Emérico Thököly, lo que llevó al rey polaco -al que el Papa había nombrado Defensor Fidei (Defensor de la Fe) a regresar enfadado a su país.
La Gran Guerra Turca todavía duraría otros dieciséis años en nuevos frentes, en un subepisodio conocido como la Guerra de la Liga Santa, pero el Imperio Otomano dejó de ser una amenaza para Occidente en lo sucesivo.
FUENTES
Francisco Veiga, El turco: Diez siglos a las puertas de Europa
Andrew Wheatcroft, The Enemy at the Gate. Habsburgs, Ottomans and the Battle for Europe
John Stoye, The Siege of Vienna
Brandon J. Bates, The Beginning of the End: The Failure of the Siege of Vienna of 1683
Ferenc Tóth, La batalla de Kahlenberg
Wikipedia, Batalla de Kahlenberg
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