Más de una vez habrán visto los lectores alguna noticia referida a la Base Antártica Española Gabriel de Castilla. Como es fácil deducir, se trata de una de las dos bases que España tiene en el continente helado, concretamente en la isla Decepción (la otra, la Base Antártica Española Juan Carlos I, está en la isla Livingstone), instalada a finales de 1989 y gestionada por una treintena de personas dependientes del Estado Mayor del Ejército de Tierra. Lo que quizá no sea tan conocido es el origen de su nombre y para saberlo hay que remontarse siglos atrás, ya que ese tal Gabriel de Castilla fue el primer europeo en avistar la Antártida, allá por 1603, aunque la Leyenda Negra le atribuya el mérito a un holandés.

La base en cuestión se dedica a la investigación científica, tanto la biológica como la geológica, topográfica, climatológica, etc. Es algo que se lleva a cabo únicamente durante el verano austral, ya que las condiciones de vida empeoran con el invierno y obligan al personal a regresar a España hasta la siguiente estación, en parte por la imposibilidad que supone trabajar al aire libre y en parte por las dificultades para realizar el abastecimiento que encontrarían los buques logísticos encargados de esa misión, el Hespérides y el Sarmiento de Gamboa, pertenecientes a la Armada Española y al CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) respectivamente.

Y eso nos lleva al meollo del asunto. Si a la marina actual, con sus avances tecnológicos, le cuesta sobreponerse a la ferocidad implacable de la naturaleza polar, a mares bravíos, a temperaturas bajo cero y, en suma, a condiciones climatológicas tan adversas como las de esas latitudes, imaginemos lo temible que debía ser desafiar todo eso a principios del siglo XVII con un barco de madera y vela. Pues fue lo que hizo Gabriel de Castilla, uno de aquellos osados navegantes hispanos que se lanzaban a recorrer los límites del mundo conocido en condiciones precarias pero con voluntad de hierro. Gente de otra pasta para tiempos muy distintos, sin duda.

isla Decepción Antártida volcán
La base española Gabriel de Castilla en la isla Decepción. Crédito: Piet Barber / Wikimedia Commons

No fue el único. Si hacemos caso al relato tradicional por la misma época también navegó el neerlandés Dirck Gerrits Pomp, que se había formado en las artes marineras en Lisboa y viajado a Goa en 1658 como comerciante , navegando por China y siendo el primero de su país en visitar Japón. Pomp se enroló en la expedición que el almirante Jakob Mahu emprendió en 1598 hacia las Indias Orientales para traer especias, zarpando de Róterdam en cinco barcos a bordo de los cuales iban medio millar de hombres, entre ellos el famoso William Adams, primer inglés en llegar a la tierra del Sol Naciente.

Las cosas fueron mal desde el principio y no mejoraron en toda la singladura. La falta de vientos retrasó la marcha y el escorbuto mató a una cuarta parte de las tripulaciones, incluido Mahu, lo que obligó a reestructurar la cadena de mando y dejó a Pomp como capitán del Blijde Boodschap. Tras atravesar el Atlántico en penosas condiciones, el Estrecho de Magallanes dictó su habitual e implacable sentencia, primero obligándolos a invernar en tierra varios meses y luego dispersando la escuadra. Fue entonces cuando el Blijde Boodschap consiguió pasar al Pacífico, pero fuertes vientos lo empujaron hacia el polo.

A una latitud de 64º S avistaron tierra; se cree que eran las islas Shetland del Sur, lo que significa que, como decíamos, Pomp habría avistado también la región antártica. No pudo ir más allá porque su nave estaba desarbolada y tuvo que recalar en Valparaíso, donde los españoles lo encarcelaron. Un canje de prisioneros efectuado en 1604 le permitió volver a casa, donde reanudó su oficio de mercader; pero sólo un par de años, porque a continuación se enroló en un spiegelretourschip (un barco de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales) y nunca más se supo de él. No hay forma de saber si Pomp tuvo noticia de que, entretanto, alguien más había alcanzado igualmente aquel extremo meridional del globo.

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El Virreinato del Perú. Crédito: Daniel Py / Wikimedia Commons

En este caso era un español natural de Palencia, donde nació hacia 1577, siendo su padre Alonso de Castilla y Cárdenas y su madre Leonor de la Mata. El joven Gabriel de Castilla eligió el oficio de las armas, sirviendo como capitán de artillería en el Virreinato de Nueva España, de donde pasó al del Perú. En 1589, a bordo del San Francisco exploró por mar el cono sur y en 1596 fue puesto como general al frente de El Callao, llevando refuerzos al gobernador Martí García Óñez de Loyola en la lucha contra los irreductibles araucanos en Lumaco y Purén.

En esa misma Guerra del Arauco construyó el fuerte de San Salvador de Coya y continuó acudiendo con tropas de refresco a un sitio y otro, aunque no pudo impedir la destrucción de Arriba ni el desastre de Curalava (en el que el propio gobernador perdió la vida en 1599). La experiencia acumulada, incrementada con el traslado de los caudales del Tesoro Real, le avaló para que le ascendieran a maestre de campo y para que el virrey le entregara dos encomiendas en Perú, Sica Sica y Huarochirí, lo cual le costó a éste un juicio de residencia (absolutorio). Tanta veteranía tenía y tan bien conocía ya el litoral que era el hombre perfecto para asignarle la aventura por la que pasaría a la posteridad.

En 1600, habiéndose tenido noticias de las correrías de corsarios neerlandeses Oliver van Hoort y el citado Jakob Mahu, se encomendaron a Gabriel de Castilla los galeones San Jerónimo y Nuestra Señora del Carmen, además del patache Buen Jesús (también llamado Los Picos), con la misión de reducirlos. El español fue sorprendido cuando estaba fondeado en Valparaíso y perdió sus barcos, que no pudieron defenderse por estar las tripulaciones en tierra. La derrota no tuvo consecuencias para él porque además cayó gravemente enfermo. Peor debió ser enterarse de que la Inquisición le abrió un proceso, aunque no se conserva documentación del porqué.

Es posible que Gabriel hubiera interrogado a Pomp, puesto que en 1603 zarpó desde Valparaíso, la ciudad en la que el neerlandés estaba todavía cautivo, por orden del virrey Luis de Velasco y Castillo, marqués de las Salinas, que aunque cuarenta y tres años mayor era pariente suyo (nacido en Carrión de los Condes, actual provincia de Palencia, en 1534). Su objetivo consistía en interceptar de nuevo a los corsarios de las Provincias Unidas (la república germen de los Países Bajos), poniendo fin a las incursiones que continuaban llevando a cabo por el litoral de lo que hoy es Chile (estaba vigente la Guerra de los Ochenta Años o Guerra de Flandes).

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Gobernación española de la Terra Australis entre 1539 y 1555, posteriormente incorporada a la Gobernación de Chile. Crédito: Janitoalevic / Wikimedia Commons

Para ello, Gabriel de Castilla contaba con el Jesús María, un galeón de seiscientas toneladas y treinta cañones, más dos buques de apoyo, Nuestra Señora de las Mercedes, de cuatrocientas toneladas, y Nuestra Señora de la Visitación, que era el nuevo nombre del HMS Dainty, galeón de dieciocho cañones capturado por Beltrán de Castro en la bahía de Atacames (actual Ecuador) al corsario inglés Richard Hawkins en 1594, durante la fracasada expedición de éste contra la Sudamérica española; por eso la nave era apodada también la Inglesa. Fue durante esa misión cuando la escuadra española, fustigada por fuertes tempestades, derivó hacia el sur y alcanzó los 64º de latitud, la misma que Pomps, más allá de los 55º S alcanzados por Francisco de Hoces con la carabela San Lesmes en 1525.

O eso se calcula, ya que no se conservan registros de ello y hay que deducirlo del testimonio dejado por otro marinero neerlandés, Laurenz Claesz, que había formado parte del mismo viaje que su compatriota pero que al no ser un oficial se le permitió enrolarse en la flotilla hispana. Unos años más tarde, Claesz declaró «[haber] navegado bajo el Almirante don Gabriel de Castilla con tres barcos a lo largo de las costas de Chile hacia Valparaiso, i desde allí hacia el estrecho, en el año de 1603; i estuvo en marzo en los 64 grados i allí tuvieron mucha nieve. En el siguiente mes de abril regresaron de nuevo a las costas de Chile».

En 1622, se publicó en Ámsterdam una versión en latín de la Historia de las Indias Occidentales, de Antonio de Herrera, con el título Novis Orbis sive descriptio Indiae Occidentalis. El editor, Casparus Barleaus, añadió un apéndice en el que aseguraba que en esa latitud había tierra «muy alta y montañosa, cubierta de nieve, como el país de Noruega, toda blanca, que parecía extenderse hasta las islas Salomón». Se deduce de ello que dicha tierra se habría avistado, ya fuera por Pomp, ya por Gabriel, ya por ambos, a pesar de que no hay nada que así lo demuestre ni lo mencionarían testimonios posteriores, lo que lleva a preguntarse de dónde salieron dicha descripción y la referencia a los 64º (el testimonio de Claesz sería hecho más tarde, hacia 1627).

De hecho, otras fuentes narran que el español viajaba a bordo del Buena Nueva cuando, en el verano de 1603, contempló en el horizonte la tierra nevada en cuestión tras haber dejado atrás los 60º de latitud. Bautizó su descubrimiento como el barco, islas de La Buena Nueva, que según las coordenadas sería el mencionado archipiélago de las Shetland del Sur. Se localiza éste a 62º S y 58º O, a unos ciento veinte kilómetros de la costa de la Antártida, siendo su mayor elevación el monte Irving, de 1.950 metros de altitud.

Sin embargo, no debió de ser ése el atisbado por el español, pues se encuentra en la isla Clarence y la corografía (la descripción de aspectos geográficos) parece apuntar más bien, en opinión de los expertos actuales, a otro archipiélago, el Melchior, un conjunto de islas e islotes situados a 64° S y 63° O. También en el litoral antártico y muy cerca de las Shetland, aunque algo más al sur. Las Shetland fueron llamadas así por el capitán inglés William Smith en 1819, que también fue el primero en pisar su orilla, si es que no lo hicieron poco antes, ese mismo año, los marineros del San Telmo.

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El navío San Telmo en una lámina de Alejo Berlinguero. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Se trataba de un navío de línea español, de setenta y cuatro cañones, que arrastrado por los vientos y el mar en contra naufragó en la isla Livingstone. Así lo comprobaron el propio Smith y, poco después, su compatriota James Weddell (quien superaría en tres grados la marca de Cook, manteniendo el récord durante ocho décadas), al encontrar restos del buque, haciendo bueno el verso del poeta Bernardo Lopez García de que en el mundo «no hay un puñado de tierra sin una tumba española». El caso es que aquel desembarco primigenio abrió el camino a los cazadores de focas argentinos y, de ese modo, el archipiélago se incorporó por fin a la cartografía mundial.

Había permanecido en un semiolvido, roto solamente por visitas eventuales como la de James Cook en 1773, que casi dos siglos después fue el primero en sobrepasar los 64º de latitud establecidos hasta entonces -alcanzó los 71º10-, o la del argentino Juan Pedro de Aguirre, del que consta una solicitud para pescar en la isla Decepción, si bien no consta que al final lo hiciera. Por lo demás, parte de la comunidad científica mantiene cierto recelo a la hora de reconocer el descubrimiento de Gabriel de Castilla por insuficiencia de pruebas y lo improbable que resulta que no informase a las autoridades, en una época en la que se buscaba ansiosamente la Terra Australis y los marinos hispanos tenían la obligación de dar cuenta de toda tierra encontrada.

Claro que esa comunicación pudo haberse perdido y la cartografía posterior de ese siglo XVII sí parece indicar algo en ese sentido, leyendo un poco entre líneas, pero lo cierto es que el asunto sigue en entredicho. Cabe añadir que lo mismo pasa con el relato de Dirck Gerrits Pomp, quien genera aún más dudas porque, pese a que el navegante Jakob Le Marie lo anotó en su diario de a bordo en su viaje de una década después, él nunca puso nada al respecto en las cartas que escribió desde su prisión limeña y, debido a ello, los más escépticos deducen que no debió de pasar de los 56º o 57º. Habría sido el reseñado editor Barleus quien se lo atribuyó por razones propagandísticas y el grabador Theodore de Bry, célebre por ser el difusor gráfico de la Leyenda Negra, se encargó después de popularizarlo.

Volviendo a Gabriel de Castilla, escapó de los hielos y regresó de su misión para contarlo. En 1605 formó una familia con Genoveva de Espinosa y Lugo de Villasante, hija del alguacil mayor de Cuzco, con quien tuvo al menos tres hijos Diego, Lorenzo y Jusepe Lázaro) y tres hijas (Isabel, Ana y María). Dos años más tarde pasó a ser alguacil mayor de Cuzco y al siguiente corregidor de Tarma y Chinchaycocha. su último puesto, que ejerció hasta 1619, fue la corregiduría de Conchucos y Piscobamba, pese a lo cual arrastraba una considerable estrechez económica, ya que los gastos de sus patrullas contra los corsarios habían corrido a su costa. Falleció en Piscobamba, tras una larga enfermedad que le postró en cama, en una fecha incierta entre 1620 y 1625.



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