«Era, de hecho, la tierra de la siempre memorable Bestia, el Napoleón Bonaparte de los lobos. ¡Qué destino el suyo! Vivió diez meses en Gévaudan y Vivarais, devorando mujeres, niños y «pastoras famosas por su belleza» […] si todos los lobos se hubieran parecido a este lobo, habrían cambiado la historia de la humanidad». Éstas son las palabras con las que Robert Louis Stevenson, en su obra Viajes con una burra a las Cévennes, hace referencia a un misterioso animal al que se atribuyeron doscientos diez ataques a humanos -ciento trece mortales- en una céntrica región de Francia entre 1764 y 1767: la Bestia de Gévaudan.
El autor de La isla del tesoro y El extraño caso del Dr. Jekyll y míster Hyde viajó en 1878 por ese condado francés situado en el actual departamento de Lozére, entre Auvernia y el Languedoc. Un lugar que en su día perteneció al rey aragonés Alfonso II y que en el siglo XII sería la primera zona de habla occitana en reconocer la autoridad de la monarquía gala, convirtiéndose mucho después en un lugar de asentamiento de hugonotes y arruinándose su próspera economía por las guerras de religión que asolaron la región entre el XVI y el XVII.
Se trata de un sitio geográficamente caracterizado por sus profundos valles, densos bosques y un subsuelo lleno de turberas, todo lo cual lo volvía oscuro, exuberante y dificultoso para la construcción de caminos y, consecuentemente, devenía en un poblamiento disperso. Propicio, pues, para que la gente se pudiera quedar aislada y sufrir ataques sin posibilidad de recibir ayuda. Además, los inviernos eran muy largos, de hasta nueve meses, registrándose las primeras nevadas en septiembre y prolongándose a veces el frío hasta el mes de mayo.
En aquellos tiempos, la fauna salvaje todavía no estaba al borde de la extinción por la caza intensa que se iba a desarrollar en los siglos siguientes. El lobo era un depredador abundante, calculándose su número en Francia en torno a veinte mil ejemplares, lo que significaba que el ganado sufría sus ataques con frecuencia manteniendo la leyenda que había sobre su ferocidad desde la Antigüedad. Por eso desde el primer momento la Bestia de Gévaudan se identificó con un lobo, aunque los numerosos testimonios y pruebas originarían otras hipótesis.
Una joven pastora de catorce años llamada Jeanne Boulet tuvo el triste destino de ser la primera víctima mortal conocida; fue en Saint-Étienne-de-Lugdarès, en junio de 1764, y se la enterró sin sacramentos al no poder confesarse antes de expirar. El registro parroquial dice que el responsable fue «la bestia feroz», lo que indicaría que había precedentes. En efecto, se sabe que antes hubo al menos otra pastorcilla, atacada cerca de Langogne pero que sobrevivió gracias a que la fiera desistió, probablemente debido a la intimidación que ejercieron los bueyes del rebaño.
De hecho, el año anterior también se habían reportado ataques en la vecina región del Delfinado; un informe habla de un animal, «del tamaño de un lobo enorme, de color café quemado ligeramente claro, con una franja ligeramente negra en el lomo, vientre blanco sucio, cabeza muy grande y [¿rechoncha?], una especie de pelaje que forma un mechón en la cabeza y junto a las orejas, cola cubierta de pelo como la de un lobo común, pero más larga y enroscada en la punta». Por ejemplo, un pastor adolescente explicó cómo un monstruo pasó entre las ovejas que cuidaba y se abalanzó sobre él, librándose gracias a la intervención de su compañero.
Volviendo a Lozére, nuevos casos mortales entre agosto y septiembre de 1764 llevaron a los vecinos a organizar cacerías que, al resultar infructuosas, provocaron la intervención de unos dragones que se encontraban acantonados en las cercanías por los rescoldos del conflicto de los camisards de Cevenas (grupos de hugonotes que se habían alzado en armas contra la llamada Revocación del Edicto de Nantes de 1685, por la que se proscribía el protestantismo). Como el problema de los camisardos había terminado casi del todo en 1715, se aprovechó lo que quedaba de la casi inactiva Dragonada (nombre de la política represiva ordenada por Luis XIV, a causa de los dragones empleados para ella) en la nueva misión cinegética.
Al mando de cincuenta y seis soldados -treinta y nueve infantes más diecisiete jinetes-, escogidos ad hoc por su puntería, estaba Jean-Baptiste-Louis François Boulanger, más conocido como capitán Duhamel, un oficial noble de treinta y dos años, natural de Amiens, que amplió su fuerza con la incorporación de campesinos voluntarios. Sin embargo, las fuertes nevadas impidieron que las primeras batidas obtuvieran resultado alguno y entretanto murieron otras cinco personas. Los Estados del Languedoc anunciaron una recompensa de dos mil libras para quien fuera capaz de acabar con lo que parecía una maldición diabólica.
Por eso el obispo de Mende, a la sazón conde de Gévaudan, también invocó la ayuda divina exhortando a sacerdotes y fieles a entonar una oración. Todo en vano porque la Bestia siguió cobrándose vidas, casi siempre mujeres y jóvenes menores de edad, obligando a que salieran en grupos a cuidar el ganado. Gracias a esto sobrevivieron cinco niños y dos niñas de entre ocho y doce años que se defendieron espalda contra espalda; uno de ellos, Jacques André Portefaix, se distinguió tanto que el rey le gratificó pagando su educación y avalando su posterior ingreso en el Real Cuerpo de Artillería.
El fracaso de la tropa de Duhamel se agravó con el descontento que generó entre los vecinos, quienes se quejaron de que no pagaban su alojamiento (era costumbre que se hospedasen en las casas de la gente) ni la manutención. De ahí que en febrero de 1765 las autoridades enviaran a un experto cazador de lobos, Jean-Charles-Marc-Antoine Vaumesle d’Enneval, del que se decía que había abatido tres millares y que se presentó acompañado de su hijo. Como querían la misión en exclusiva el capitán Duhamel tuvo que irse con sus hombres. No obstante, los recién llegados no empezaron la caza hasta dos meses después y para entonces la Bestia había vuelto a hacer de las suyas.
Atacó a Jeanne Marlet (o Jeanne Jouve, con el apellido de su esposo), una madre que estaba con sus tres hijos y que, haciendo gala de tanto valor como desesperación, logró espantarla. Su valor fue premiado por el rey con trescientas libras, lo que no debió de consolarle la pérdida de uno de los pequeños a causa de las heridas. Ya eran tantas las víctimas que la noticia saltó fuera de las fronteras y se difundió por toda Europa, originando ciertas burlas por la incapacidad para acabar con el animal. Éste parecía cobrar una dimensión paranormal, pues durante un nuevo ataque pareció resultar herido de un disparo fatal… consiguiendo escapar y volver a matar al día siguiente.
La decepción que supusieron los Enneval hizo que Luis XV enviase a su arcabucero personal, François Antoine, Grand Louvetier de France (Gran Lobero de Francia, encargado de las abundantes partidas de caza de lobos), que también llegó con su hijo, un ayuda de cámara, catorce guardabosques, cuatro sabuesos y un galgo. Al principio colaboraron con los Enneval, pero luego éstos se marcharon. La primera gran batida se hizo el 11 de agosto, el mismo día en que la veinteañera Marie-Jeanne Valet lograba alancear a la Bestia y hacerla huir en defensa de sus amigas, ganándose el apodo de la Doncella de Gévaudan.
A mediados de noviembre, François Antoine logró matar en Chauzes a un lobo grande que algunos identificaron como el que les había atacado, aunque el cazador lo ponía en duda por no verle nada de especial. El animal fue disecado, dibujado y expuesto en el palacio de la reina María Leszczyńska, lo que parecía poner punto final a la pesadilla porque durante un par de meses no hubo más noticias. Pero era un espejismo; ya había pasado lo mismo a finales de agosto, cuando un guardabosques del duque de Orleans abatió otro lobo -o , según las descripciones, mitad lobo mitad perro- y la muerte de una chica poco después devolvió las cosas a la realidad.
Ahora sí creían todos que era el final. A François Antoine se le concedió un escudo de armas en el que figuraba él con un lobo a cuestas y, tras matar varios ejemplares más, camadas incluidas, abandonó Gévaudan. Sin embargo, a comienzos de 1766 la Bestia reapareció con toda su ferocidad y esta vez los vecinos se encontraron solos, pues el rey estaba harto del asunto y consideraba que su arcabucero lo había solucionado; en su opinión, los nuevos casos eran ataques lobunos normales, como los que siempre había habido. Incluso la prensa abandonó el tema mientras se reanudaban las batidas y se sugería como opción colocar cuerpos envenenados de perros en el área por el que se movía la Bestia.
Abarcaba ésta los montes Mouchet, Grand y Chauvet, distantes unos quince kilómetros entre sí, lo que impedía cubrir todo el terreno de forma eficiente; a cada cacería seguía un ataque y viceversa, aunque la fiera era descrita ahora como más cautelosa. A veces había períodos de cierta calma, como si el animal saciara su hambre con presas no humanas. Es lo que ocurrió a principios de 1767, lo que algunos atribuyeron a las misas y oraciones que se celebraban en unas capillas situadas en los montes, a donde la gente peregrinaba en busca de ayuda de Dios. Si hubo respuesta divina fue trágica: el hallazgo del cadáver degollado de la joven Jeanne Bastide. Entonces, el marqués de Apcher decidió dirigir personalmente una nueva expedición a mediados de junio.
Entre los doce integrantes figuraba Jean Chastel, granjero y dueño de una taberna que seguía siendo reconocido como un magnífico cazador pese a rondar los sesenta años. La tradición cuenta que Chastel se situó en un claro y se puso a leer la Biblia tranquilamente para atraer la atención de la Bestia; cuando ésta apareció, le disparó dos balas de plata que había obtenido fundiendo una medalla de la Virgen, rematándola la jauría del marqués. Según el testimonio de Chastel, facilitó las cosas el que la fiera se quedara mirándole fijamente en vez de saltar sobre él de inmediato, como era su costumbre. Eso dio origen a habladurías, como que era de su propiedad; luego las veremos con más detalle.
Los Archivos Nacionales franceses conservan el informe realizado en el castillo de Apcher por el notario real Roch Étienne Marin, tras serle practicada una autopsia al animal. En él, se lee que parecía un lobo «pero extraordinario y muy diferente, en su figura y proporciones, de los lobos que vemos en este país». Y es que pesaba más de cincuenta kilos, midiendo un metro setenta de largo desde la raíz de la cola hasta la parte superior de la cabeza. Ese cuerpo también se disecó antes de ser remitido a Versalles, a donde llegó en tan mal estado que el hedor provocó el rechazo del rey. Quien sí lo analizó, al parecer, fue el mismísimo conde de Buffon, eminente naturalista que certificó que se trataba de un lobo grande. Pero si escribió algo sobre el tema se ha perdido.
Lo mismo pasó con los restos de la fiera, que fueron enterrados en el jardín de la mansión del duque Luis Alejandro de La Rochefoucauld, descendiente del famoso filósofo poeta; ese inmueble acabó demolido en 1825. Por su parte, Chastel -cuya escopeta sí se conserva- recibió una gratificación de setenta y dos libras que apenas se engrosó con los premios que le concedieron las autoridades locales, razón por la que tuvo que reclamar oficialmente la recompensa ofrecida y finalmente se llevó mil quinientas; una cifra que equivalía a ciento cincuenta capturas de lobos comunes o a cinco años de ingresos de un agricultor. Al fin y al cabo, tras sus afortunados disparos no se registraron más muertes.
La historia de la Bestia de Gévaudan presenta interrogantes e hipótesis imposibles de demostrar. Una de ellas es determinar de qué animal se trataba. Es posible que se tratara de un lobo, efectivamente, pues ya dijimos que Francia rebosaba de ellos en esa época y sus ataques al ganado formaban parte de la cotidianidad de la vida rural. Que sus víctimas fueran humanas ya es más raro, aunque no imposible, pues casos similares habían pasado en otras regiones, si bien no tan graves. Las medidas zoométricas anotadas en el informe del notario han hecho suponer a algunos naturalistas que era un lobo alpino; desplazado de su hábitat natural, no encontraría las presas grandes habituales (ciervos) y encontraría una alternativa fácil en mujeres y niños.
También se apunta la posibilidad de que no hubiera un solo individuo sino una manada -contagiada de rabia, se llegó a sugerir, ya que a menudo no atacaba por hambre sino por mera agresividad- y puede que no de lobos puros sino híbridos o incluso perros asilvestrados. Las distancias entre los lugares de los ataques así lo indicarían, si bien un lobo puede recorrer hasta cien kilómetros en un día. Su aspecto era de cánido según todos los testigos, siendo cierto que el conocimiento faunístico de los campesinos europeos de entonces era muy limitado y remitía siempre a la proverbial malignidad lobuna, lo que abre paso a otra explicación.
Es la que apunta a un animal exótico, quizá fugado de alguno de los zoos particulares de la nobleza. En ese sentido, las descripciones recogidas sobre su anormal tamaño -se lo llegó a comparar con un caballo o una vaca-, las rayas de su lomo y el mechón de pelo sobre éste se acomodarían fundamentalmente a un tigre, un león (como en la película El pacto de los lobos), un lobo o tigre de Tasmania (Thylacinus cynocephalus, un marsupial ya extinto) o, el preferido de los expertos, una hiena (había varias en la casa de fieras del rey de Cerdeña en Turín). Ahora bien, esto chocaría con el informe dental realizado por Roch Étienne Marin, inequívocamente correspondiente a un cánido.
Una alternativa que se rumoreó fue la de la fiera amaestrada para robar (el matrimonio Rodier acabó en la horca por algo así y sus hijos en galeras), asesinar (algunos notables locales usarían lobos entrenados para matar campesinos en venganza por los juicios reales que Luis XIV abrió contra ellos por maltrato, las llamadas Grands jours d’Auvergne) o encubrir (Chastel o su hijo, a los que un dudoso rumor consideraba sádicos, habituados al canibalismo en la Guerra de los Siete Años, habrían criado y adiestrado lobos para matar por orden de un señor local y al escaparse empezaron a matar para crear una cortina de humo, presentándose finalmente como quien acabó con la Bestia).
La idea de un animal y su amo se basa, fantasías aparte (generalmente planteadas en novelas baratas o en la mencionada película), en la insólita carencia de miedo que la Bestia mostraba ante los humanos (a veces se alejaba y se sentaba sobre los cuartos traseros antes de reiniciar su ataque), su agresivo comportamiento (que iba más allá de la mera necesidad de proporcionarse alimento) y la invulnerabilidad ante las balas (atribuido a que estaría protegida por algún tipo de coraza de piel de jabalí, como las que usaban los perros de caza, aunque actualmente se atribuye más bien a la escasa precisión de las armas).
Tampoco se descarta la posibilidad de que hubiera un asesino humano, un psicópata que aprovechara el tradicional recelo humano hacia el lobo o incluso algún ataque real para hacer pasar sus fechorías por actos de una fiera. A ello apuntarían determinadas mutilaciones en los cadáveres que no corresponderían con la actividad de un animal, como la decapitación, o el hecho de que muchos niños y chicas se hallaron sin ropa, en algún caso con signos de violencia sexual. Esos crímenes quedarían tapados por el hecho de que los lobos encontrasen a sus víctimas muertas y las devorasen, como harían normalmente con cualquier carroña. Que no hubiera hombres adultos entre las víctimas es otro elemento en apoyo de la hipótesis.
¿Sería el caso de los Chastel? El citado Jean era apodado Hijo de la Masca (Bruja) y se decía que uno de sus nueve hijos fue secuestrado y castrado por piratas berberiscos, regresando a Francia con una fiera a la que había adiestrado para matar y poniéndola al servicio de un noble local. Convertidos en jefes lobos, ambos se habrían dedicado a asesinar por sadismo o venganza hasta que durante una de las cacerías guiaron a los guardabosques a un pantano para reirse mientras se hundían. Según la versión que vimos, el padre le pegó un tiro a la fiera; según otra, los culpables fueron arrestados por el incidente y durante el tiempo en que estuvieron entre rejas no se produjeron ataques.
Hay un curioso epílogo en esa línea. En 1777, una década después de los hechos, una sirvienta de un médico llamada Marianne Thomas Berniquette fue salvajemente violada y asesinada en su propia casa del pueblo de Cros por el granjero Jean Chausse, alias Lanterolle, que para ello se había ataviado con una piel de lana y guantes fingiendo ser un lobo. O un hombre lobo, cabría puntualizar. Sea como fuere, la leyenda ha sido vencida por el paso del tiempo y ahora está al servicio del turismo: los lobos forman parte de la heráldica local, hay numerosas estatuas y un museo que recuerdan el caso y hasta se puede visitar el Parc à loups du Gévaudan, un parque para la recuperación de lobos que cuenta con unos ochenta ejemplares.
FUENTES
François Fabre, La Bête du Gévaudan. Une exploration historique du mystère de la légende de la Bête du Gévaudan
Giovanni Tovaro, The Man-Eater of Gévaudan. When te serial-killer is an animal
Lorraine Boissoneault, When the Beast of Gévaudan Terrorized France
Wikipedia, Bestia de Gévaudan
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