Seguramente muchos lectores hayan estado alguna vez en el Rijksmuseum de Ámsterdam. Allí se conserva un sencillo baúl -de una madera oscura, algo desconchada, y cerraduras de hierro- en cuyo interior, dicen, se escondió un prestigioso jurista condenado a cadena perpetua para huir de su encierro en el castillo de Loevestein. Otros museos presumen también de tener el cofre, reivindicando la autenticidad del suyo. En cualquier caso, lo importante es que aquel hombre, que también era escritor, teólogo, diplomático y estadista, sentó las bases del Derecho Internacional y fue impulsor de los derechos del individuo, concepto hasta entonces meramente teórico y algo confuso. Se llamaba Hugo Grocio.

En realidad su nombre era Hugo de Groot (o Huig de Groot, según algunos documentos de la época), ya que era natural de Delft, una ciudad que en aquella época -nació en 1583- pertenecía al condado de Holanda. Es decir, un territorio que formaba parte de las Provincias Unidas de los Países Bajos, estado constituido por siete provincias (Frisia, Groninga, Güeldres, Overijssel, Utrecht, Zelanda y la mencionada Holanda) agrupadas desde 1579 en el contexto de las luchas entre católicos y calvinistas. El año en que nació Hugo Grocio hacía dos que habían firmado el Acta de Abjuración, por la que se separaban unilateralmente de la Corona española rechazando la autoridad de Felipe II.

Esta introducción histórica es conveniente porque la vida y actividad de Grocio se iba a desarrollar, en buena medida, en relación a lo que supuso dicho contexto: la Guerra de los Ochenta Años. Era el primogénito de una acomodada familia creada por el matrimonio que formasen su padre Jan Cornets de Groot y su madre Alida van Overschie. El progenitor, un humanista que había traducido a Arquímedes, proporcionó a su hijo una esmerada educación basada en la tradición aristotélica. El niño demostró ser un prodigio desde muy joven: con ocho años ya escribía poemas en latín y traducía de esa lengua y del griego; con once ingresó en la Universidad de Leiden, donde no tardó en entablar amistad con un círculo de compañeros que iban a situarse entre los mayores intelectuales de su tiempo.

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La Unión de Utrecht, germen de la República de las Provincias Unidas. Crédito: Henk Boelens / Rowanwindwhistler / Wikimedia Commons

En efecto, de igual manera que su padre mantenía buena amistad con el matemático Ludolph van Ceulen, Hugo hizo lo mismo con gente como el lingüista y matemático Rudolph Snellius, el teólogo Francisco Junio el Viejo y el historiador y filólogo Joseph Justus Scaliger -que fue su profesor-, aunque entabló una relación especialmente estrecha con Daniel Heinsius, que sería un ilustre filólogo y bibliotecario de Leiden. Todos ellos tenían en común el gusto por los clásicos y su fe protestante. Hugo estudiaba Derecho y en 1598, con quince años de edad, se incorporó a la misión diplomática que Johan van Oldenbarnevelt encabezó en París con la misión de pactar la alianza de Enrique IV contra España.

Fue precisamente el monarca francés el que, según se dice, le presentó como «le miracle de la Hollande». Tan a gusto se sintió en tierra gala que decidió pasar a la Universidad de Orleans, donde cuatro años más tarde se graduó en Derecho Secular, Derecho Canónico y Filosofía, además de haber hecho cursos de teología, matemáticas y astronomía. El año anterior había publicado su primer libro: Martiani Minei Felicis Capellæ Carthaginiensis viri proconsularis Satyricon, un estudio -vigente durante siglos- sobre la obra que el retórico tardorromano Marciano Capella había hecho en el siglo V sobre las siete artes liberales.

En 1599, terminada su etapa universitaria, empezó a trabajar en La Haya como abogado e historiógrafo oficial de Holanda, que le encargó un análisis de la revuelta de las Provincias Unidas contra los españoles. La escribió imitando el estilo de Tácito hasta en el título, Annales et Historiae de rebus Belgicis, aunque no la terminaría hasta 1612 y nunca llegó a publicarse. Si lo había sido, en 1605, un trabajo de jurisprudencia acerca de un incidente ocurrido dos años antes: la captura en Singapur de la carraca mercante portuguesa Santa Catarina por parte de una flotilla holandesa (que mandaba su primo, Jacob van Heemskerk) al servicio de la United Amsterdam Company, parte integrante de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales.

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Hugo Grocio retratado por Michiel Jansz van Mierevelt en 1608, a la edad de veinticinco años. Crédito: Museum Rotterdam / Wikimedia Commons

El incidente originó un polémico proceso judicial porque aunque Portugal era aliada de España no estaba en guerra con Holanda, así que los lusos reclamaron la devolución del cargamento -porcelanas de la dinastía china Ming, seda y almizcle por valor de millones de guilders– apoyados por algunos accionistas menonitas de la compañía, que consideraban inmoral aquella acción tan descaradamente interesada; de hecho, los asaltantes carecían de autorización para haberla realizado. Grocio redactó un panfleto titulado De Indis («Sobre las Indias») que debía servir como sostén de la defensa basándose en los principios naturales de la Justicia.

Paradójicamente, su argumentación se inspiraba en los trabajos de Francisco de Vitoria y Fernando Vázquez de Menchaca, humanistas dominicos españoles de la Escuela de Salamanca, enfrentando el concepto de Mare Liberum frente al de Mare Clausum que esgrimían España y Portugal. Es decir, la idea de un mar libre e internacional opuesta a la de mar cerrado, de comercio y navegación en teórico monopolio. En 1609 insistió sobre el tema con Mare Liberum y De Jure Praedae («Sobre el derecho del botín»), proporcionando a los holandeses una justificación ideológica para romper monopolios, lo que la llevó a enfrentarse también a una Inglaterra en la que el jurista John Selden contrapuso su propia visión con Mare Clausum.

A la larga, aquella controversia sería el germen del dominio marítimo a la distancia que un cañón costero pudiera proteger, enunciada en 1702 por Cornelius Bynkershoek en su obra De dominio maris. De momento, Grocio encontró asuntos más importantes que atender al conocer a María van Reigersberch, hija del acaudalado alcalde de Veere, con quien se casó en 1608, el mismo año en que le nombraron fiscal del Hof van Holland, es decir, el Tribunal de Holanda, Zelanda y Frisia Occidental. Así, mientras fundaban una familia de cuatro hijos y tres hijas, él progresó en su carrera bajo el padrinazgo del reseñado Johan van Oldenvarnebelt, abogado del Land de Holanda y pasó a ser Pensionario (alcalde) de Róterdam en 1613.

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Vista aérea del castillo de Loevenstein, donde Grocio estuvo preso. Crédito: Hansfotovlieger.nl / Wikimedia Commons

Ese mismo año volvió a producirse un conflicto marítimo cuando dos barcos neerlandeses fueron apresados por Inglaterra. Grocio fue enviado a Londres en misión diplomática y aunque tuvo que regresar con las manos vacías porque los ingleses no quisieron devolver las naves, allí tuvo ocasión de conocer al filólogo francés exiliado Isaac Casaubon y al rey Jacobo I, con el que conversó sobre las disputas internas entre protestantes. Y es que había estallado un agrio enfrentamiento en la universidad de Leiden entre dos catedráticos de teología: Jacobus Arminius, cuyos seguidores eran conocidos como armianistas o remonstrantes, y Franciscus Gomarus, líder de los gomaristas o contrarremonstrantes.

Los primeros discrepaban de los otros, calvinistas ortodoxos y estrictos, en varios aspectos teológicos que llevaron a ambas facciones a violentas discusiones. La situación se agravó debido al fallecimiento de Arminius y su sustitución en la cátedra por Conradus Vorstius, otro remonstrante al que los gomaristas se negaron a aceptar, exigiendo su destitución al considerar que se acercaba demasiado al socinianismo. Era ésta una doctrina que consideraba que en Dios hay una única persona, que Jesús no existía antes de su nacimiento, que no había Infierno y que la salvación consistía en la inmortalidad siendo concedida directamente por la Gracia Divina a los creyentes.

Consecuentemente, el socinianismo fue declarado herético tanto por católicos como por protestantes y el claustro de profesores de Leiden se dividió entre quienes apoyaban a Vorstius y quienes lo reprobaban. Estos últimos contaban con el apoyo de las universidades de Oxford y Cambridge, así como del propio rey Jacobo, cuyo embajador presionaba para evitar el nombramiento. Grocio publicó entonces un panfleto titulado Ordinum Pietas, en el que defendía la libertad del poder civil al margen del religioso y, como fiscal general, recibió el encargo de redactar un edicto que expresara la política de tolerancia decidida por las autoridades. Lo tituló Decretum pro pace ecclesiarum.

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La fuga de Grocio en un grabado de 1853. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

El texto defendía la libertad de conciencia -aunque con la limitación de unos principios básicos necesarios para sustentar el orden, como por ejemplo la existencia de Dios-, pero fue duramente contestado por algunos profesores que consideraban inadmisible esa tolerancia cuando afectaba a la religión. De ese modo, y pese a los esfuerzos por mantener la calma, el debate siguió empeorando en acritud, lo que llevó a Johan van Oldenbarnevelt a solicitar en 1617 el reclutamiento local de tropas en cada localidad para asegurar el orden (la llamada Resolución Nítida). El problema era que eso debilitaba la preeminencia de La Haya como capital a ojos del estatúder Mauricio de Nassau, quien lo consideraba un debilitamiento como el que causó la derrota ante los españoles en el último cuarto del siglo XVI.

Mauricio de Naussau, que era enemigo político de Oldenbarnevelt porque éste había negociado con España la Tregua de los Doce Años en 1609 en contra de su opinión, dio marcha atrás con la iniciativa de su rival alegando que aquel problema religioso constituía una amenaza para el país, a pesar de que el artículo XIII de la Unión de Utrecht estipulaba que la regulación de la fe era una cuestión de cada provincia. En 1618 Oldenbarnevelt y Grocio, entre otros, fueron detenidos. Al primero, condenado a muerte, se le ejecutó meses después; el segundo debería cumplir cadena perpetua en el castillo de Loevenstein, en Güeldres, prisión habitual para políticos.

Grocio, cuyos bienes fueron confiscados, insistió en justificar su postura a través de varios escritos a favor de la libertad y la tolerancia que no hacían más que empeorar la opinión de sus adversarios. Durante su cautiverio, que compartía con su esposa y una criada llamada Elselina van Houweningen, continuó trabajando y escribió entonces una de sus obras clave: Inleydinge tot de Hollantsche rechtsgeleertheit («Introducción a la jurisprudencia neerlandesa»). Pero la perspectiva de futuro no era muy halagüeña, así que, aprovechando que una familia de Gorkum le enviaba regularmente un baúl lleno de libros, que luego se devolvía vacío, María le sugirió escapar escondido dentro. Para ello le hizo practicar: cada día tenía que pasar dos horas así con el objetivo de acostumbrarse a mantenerse inmóvil, no hacer ruido y respirar el aire viciado.

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Varios museos holandeses tienen en sus colecciones algún baúl del que aseguran que es el auténtico empleado por Grocio en su huida. El de la foto se conserva en el castillo de Loevestein. Crédito: Niels / Wikimedia Commons

Había cierta urgencia porque la Tregua de los Doce Años estaba a punto de expirar y la reanudación de la guerra dificultaría las rutas de fuga. Por fin, en marzo de 1621 y aprovechando que el alcaide estaba en una feria, pusieron en marcha el plan y con buen resultado: María y su sirvienta pusieron los libros en la cama y los cubrieron con mantas simulando que era Grocio durmiendo, mientras él se introducía en el cofre con poca ropa para aligerar el peso y conseguía evadirse. Elselina le acompañó todo el tiempo, asegurándose de que ninguno de los mozos de carga abriría el cajón. Desde Gorkum pasó a Amberes disfrazado de albañil y a continuación partió hacia París.

La fuga se convirtió en un hito de la historia anecdótica holandesa, hasta el punto de que no sólo el Rijksmuseum presume de tener el baúl en su colección sino que también el castillo de Loevenstein, el Prinsenhof de Delft e incluso algún museo de Nueva York tienen uno y, por supuesto, cada uno asegura que el suyo es el auténtico. El caso es que Grocio vivió en la capital francesa junto a María como embajador de Suecia hasta 1644, acogido por el cardenal Richelieu -con quien no se llevó bien, al contrario que con la reina Ana de Austria- y el rey Luis XIII, a quien dedicó su obra más célebre, De jure bellis ac pacis («Sobre el derecho de la guerra y la paz»), que se considera primer tratado sistemático sobre derecho internacional, inspirado en la Escuela de Salamanca y su idea de guerra justa.

«Plenamente convencido… de que existe una ley común entre las naciones, que es válida tanto para la guerra como en la guerra, he tenido muchas y poderosas razones para emprender la tarea de escribir sobre el tema. En todo el mundo cristiano he observado una falta de moderación en relación con la guerra, de la que incluso las razas bárbaras deberían avergonzarse; he observado que los hombres se precipitan a las armas por causas insignificantes, o sin causa alguna, y que una vez que se han empuñado las armas ya no hay ningún respeto por la ley, divina o humana; es como si, de acuerdo con un decreto general, se hubiera desatado abiertamente el frenesí para cometer todos los crímenes».

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Hugo Grocio retratado por Michiel Jansz van Mierevelt en 1631. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Fue uno de los libros de cabecera del rey Gustavo Adolfo de Suecia y era muy apreciado por pensadores como Adam Smith o David Hume; en cambio, el rey Jacobo I lo detestaba, al igual que Voltaire y Rousseau. En los ensayos religiosos que escribió en Francia, Grocio insistió en el derecho internacional, del que decía, siguiendo una vez más a Francisco de Vitoria, que viene del derecho natural y del Ius gentium (Derecho de gentes), pero lo consideraba independiente del asunto de la existencia divina y de la teología en general, pues opinaba que el derecho de gentes existiría «incluso si asumimos que no hay un Dios de Israel»; o sea, las cosas son buenas y/o malas en sí mismas, sin necesidad de que lo diga la Biblia.

Durante su estancia francesa Grocio también escribió poesía. En Silva ad Thuanum contó la treta del baúl y agradeció el ingenio demostrado por María, a la que, asimismo debía el esfuerzo que realizaba en beneficio del matrimonio: era ella la que viajaba continuamente entre Francia y las Provincias Unidas para, pese a que al fallecido Mauricio de Nassau le había sucedido su hermanastro Federico Enrique, pleitear contra el estado exigiendo la devolución de las propiedades confiscadas y arreglar con editores la publicación de las obras de su marido. Aquel tira y afloja se dilató durante años y años sin alcanzar una solución y, así, entretanto, la etapa gala terminó en 1645.

Como los neerlandeses le mantenían fuera de la ley, Grocio viajó con su esposa a Estocolmo protegido por la reina Cristina de Suecia, que quería nombrarlo consejero de estado para que la asesorara en política exterior y también que se ocupara de crear una biblioteca científica. Aquéllo no fraguó porque al matrimonio no le agradó el duro clima escandinavo, así que en 1645 decidieron marchar a Lübeck. Durante la travesía del Báltico el barco naufragó, encallando en la costa de Rostock. Ambos sobrevivieron y lograron alcanzar tierra, pero él lo hizo tan exhausto que enfermó y murió al poco. «Aunque he comprendido mucho, no he logrado nada» habrían sido sus últimas palabras. Está enterrado en la Niewe Kerk de Delft, junto a María (que falleció ocho años después); por ironías del destino, muy cerca de Mauricio de Nassau.



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