En 1933 circuló por Estados Unidos un documento en nombre del presidente Franklin Delano Roosevelt que llevaba fecha del 9 de marzo y prohibía a los ciudadanos la posesión de oro, advirtiendo de que quien tuviera cualquier objeto de ese metal precioso debía canjearlo en un plazo de dos semanas en el IRS (Internal Revenue Service, o sea, el servicio de recaudación de impuestos del gobierno federal) y que, además, para evitar su ocultación, se registrarían, confiscarían y sellarían todas las cajas fuertes del país. En realidad se trataba de una falsificación, pero basada en un texto real: la Orden Ejecutiva 6102, firmada el 5 de abril de ese mismo año.

El contenido de ese falso escrito estaba alterado respecto al original de tal manera que, según los expertos, se trata de una manipulación intencionada que exageraba y agravaba las disposiciones de éste. De hecho, nunca se registró ni incautó ninguna caja de seguridad particular en virtud de la Orden Ejecutiva y los pocos casos en que sí se hizo fue por otros motivos, como le pasó a un tal Zelik Josefowitz -que ni siquiera era ciudadano estadounidense-, a quien en 1936 se le intervino una caja donde guardaba más de trescientos kilos de oro; pero se llevó a cabo con una orden de registro, en un proceso por evasión fiscal.

Asimismo, el Departamento del Tesoro se hizo con cajas que pertenecían a entidades bancarias en quiebra; tengamos en cuenta que en los años treinta quebraron más de tres millares de ellas y el Gobierno se hizo cargo de su custodia en espera de que sus dueños las reclamaran (según datos oficiales, en 1981 todavía quedaban mil seiscientas cinco cajas sin reclamar). Así pues, el Tesoro sólo era depositario temporal, lo que es otra demostración fehaciente de la impostura del texto reseñado. Ahora bien, hemos dicho que se inspiraba en la Orden Ejecutiva 6102 y que ésa sí existió.

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Franklin Delano Roosevelt. Crédito: Leon Perskie / Wikimedia Commons

Fue firmada por Roosevelt el 5 de abril de 1933 para impedir el acaparamiento privado de oro, tanto en lingotes como en monedas y certificados, al amparo de la Emergency Banking Relief Act (Ley de Alivio Bancario de Emergencia) de ese mismo año y de la todavía vigente Trading with the Enemy Act (Ley de Comercio con el Enemigo), promulgada en 1917 -en plena Primera Guerra Mundial-, debido al contexto económico por el que pasaba Estados Unidos: el Crack de la Bolsa de Nueva York en 1929, que había desembocado en la llamada Gran Depresión y, como una de sus consecuencias, restringía la capacidad de la Reserva Federal para emitir moneda.

La Federal Reserve Act (Ley de la Reserva Federal), que había promulgado el presidente Woodrow Wilson en 1913 para fundar el sistema bancario estadounidense, exigía un respaldo del cuarenta por ciento en oro para los billetes emitidos y a finales de los años veinte ya casi se había alcanzado el límite de crédito permitido en ese sentido. Desde 1928 se estaba produciendo lo que el economista Milton Friedman (futuro ganador del Nobel) bautizó como la Gran Contracción en su libro A monetary history of the United States, 1867-1960. Era el período de recesión que caracterizó los primeros años de la Gran Depresión, cuando hubo una oleada de quiebras bancarias agravada por la dependencia de bancos unitarios (los que tenían una sola sede).

Lógicamente, eso desató el pánico y en su última manifestación, ocurrida en febrero de 1933, se produjo un acaparamiento de oro y divisas, así como una fuga hacia el exterior del metal precioso. Roosevelt, que estrenó presidencia al mes siguiente, se encontró con la banca suspendida en la mayoría de los estados y las reservas nacionales de oro casi agotadas. Por lo tanto, el Estado necesitaba oro para estabilizar el dólar y la Orden Ejecutiva 6102 era el instrumento que debía proporcionárselo, pues obligaba a todos los ciudadanos a entregar el que tuvieran antes del 1 de mayo, so pena de una multa de hasta diez mil dólares, diez años de prisión o ambas penas a la vez.

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Entrada a la Bolsa neoyorquina poco después de producirse el Crack de 1929. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

A cambio, recibirían un importe de algo más de 20,67 dólares por cada onza troy (unidad de peso para metales preciosos equivalente a 31,1034768 gramos) que dieran, aunque podían conservar hasta cinco de ellas (o cien dólares) en monedas -especialmente las raras, de modo que los propietarios no tuvieran que desprenderse de sus colecciones- o joyas. Asimismo, la Orden ejecutiva preveía una serie de excepciones relacionadas con el mundo profesional: joyeros, dentistas, artistas y similares podían conservar su oro, por necesitarlo en el desempeño normal de sus trabajos.

La ley no afectaba sólo a los estadounidenses sino que se extendía a los residentes, ya fueran personas o entidades. Así, el banco suizo Uebersee Finanz-Korporation, que había confiado su oro a una empresa de Estados Unidos, vio cómo era confiscado y cambiado por papel moneda, perdiendo en el canje el cuarenta por cierto de su valor porque en 1934 la Gold Reserve Act (Ley de Reserva de Oro) modificó el contenido legal de oro del dólar hasta 35 dólares la onza, de manera que se devaluó. Ello otorgó a la Reserva Federal la libertad de imprimir más papel moneda y las ganancias obtenidas permitieron financiar ese año el ESF (siglas de Exchange Stabilization Fund, el Fondo de Estabilización Cambiaria creado como fondo de reserva de emergencia).

La 6102 no fue bien recibida. Para muchos críticos era contraria a la libertad de mercado y traicionaba lo que había estipulado en 1900 la Gold Standart Act (Ley de Patrón Oro) de William McKinley, que aseguraba el derecho a intercambiar dinero fiduciario por oro físico. Aparte, otros alertaron del riesgo que conllevaba de agravar la crisis económica, al generar inflación y una irreal mejora de la economía que desembocaría en una nueva depresión. Consecuentemente, no faltaron iniciativas en su contra y fue necesario completar y concretar la orden con otras (6111, 6260 y 6261), sobre todo después de que un juez federal, John Munro Woolsey, anulase el único procesamiento iniciado contra un infractor.

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Impreso de la época con la Orden Ejecutiva 6102. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Eran famosas sus sentencias a favor de la libertad de expresión (por ejemplo, autorizó la publicación en Estados Unidos del Ulises de Joyce desestimando las acusaciones de obscenidad) y fue el magistrado designado para juzgar el caso de Frederick Barber Campbell, un abogado neoyorquino al que el Chase National Bank se negó a entregarle el oro que guardaba allí por valor de cinco mil onzas troy (unos ciento sesenta kilos). Campbell demandó al banco y un fiscal federal le acusó. Woolsey le dio la razón al primero argumentando que la 6102 fue firmada por el presidente cuando debería haberlo hecho Henry Morgenthau, secretario del Tesoro. Ello obligó a emitir una nueva orden, pero aunque Campbell se libró no pudo recuperar su oro.

Pese a que los retoques del texto preveían multas de hasta el doble del valor del oro incautado, siguió habiendo reticentes a entregarlo: el californiano Louis Ruffino fue declarado culpable de posesión de setenta y ocho onzas de oro, condenándosele a seis meses de prisión y una multa de quinientos dólares; al empresario David Baraban y su hijo Jacob, que comerciaban con oro, se les encontró en casa una caja oculta llena de monedas y fueron acusados; Gus Farber, comerciante de diamantes y joyas, acabó en los tribunales junto con su padre y varios amigos por vender una veintena de monedas sin licencia en varias ciudades; y la lista de nombres sigue con Morris Anolik, Dan Levin, Edward Friedman, Sam Nankin y varios más. Se llegaron a incautar unos 24.000 dólares en oro.

Otro motivo de discordia fueron los bonos privados, contratados para su pago en oro pero que finalmente, por la orden presidencial, se harían en dinero. Eso significaba una pérdida para los suscriptores debido a la devaluación del papel moneda, lo que llevó a demandas ante los tribunales. Se los conoce genéricamente como las Gold Clause Causes (Casos de Cláusulas de Oro) y fueron cuatro: Estados Unidos contra Bankers’ Trust Co.; Perry contra EEUU; Norman contra Baltimore y Ohio R. Co.; y Nortz contra EEUU. Roosevelt se preparó para un fallo desfavorable, lo que interpretaba como una crisis constitucional, llegando al extremo de plantearse vetar el derecho a demandar al gobierno.

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El juez John Munro Woolsey retratado al óleo por Augustus Vincent Tack. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

No hizo falta, como tampoco incitar a la gente a que se manifestase contra los jueces -propuesta que el presidente le hizo al secretario del Tesoro, ante la que éste se negó- porque al final las sentencias le dieron la razón: el presidente del Tribunal Supremo, Charles Evans Hughes, dictaminó que la facultad gubernamental para regular el dinero era plena y únicamente en el caso Perry contra EEUU incluyó alguna pega formal, aunque reconociendo en suma que el propietario de bonos no sufría pérdida, ya que se le pagaba en dinero. Hubo, eso sí, disconformidad expresada por cuatro magistrados, a los que la prensa apodó los Cuatro Jinetes por considerarlos conservadores y hostiles a la política del New Deal que abanderaba Roosevelt.

Se trataba de Willis van de Vanter, George Sutherland, Pierce Butler y James Clark McReynolds. Este último argumentó que las cláusulas de los bonos equivalían a contratos y por tanto eran vinculantes; el gobierno, decía, ponía en entredicho su propia reputación y dañaba la confianza en él de sus ciudadanos. El Congreso respondió con una resolución adicional que otorgaba inmunidad soberana al gobierno federal contra reclamaciones resultantes de la devaluación de la moneda u otras obligaciones federales y de ese modo el ejecutivo siguió adelante, logrando reunir grandes cantidades de oro que le permitieron subir su precio hasta los mencionados 35 dólares; algo que vino muy bien en las transacciones con el extranjero.

Lo cierto es que aquella medida no era original de Estados Unidos, ya que en 1919 la había adoptado Polonia, en su caso incluyendo también la plata, manteniéndola un año. Es más, posteriormente habría otros que seguirían el mismo camino. Fue el caso de Australia, que lo hizo en 1959 al amparo de la Banking Act (Ley Bancaria) de la Commonwealth para proteger la moneda y el crédito público, estando vigente la situación hasta 1976. También Reino Unido intentó combatir la inflación ampliando en 1966 la Exchange Control Act (Ley de Control de Cambio) de 1944, por la que prohibía a los residentes conservar más de cuatro monedas de oro acuñadas después de 1817 y comprar cualquier otra si no se tenía la correspondiente licencia de coleccionista que otorgaba el Banco de Inglaterra. Duró cinco años.

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Fachada del Eccle Building de Washington D.C., sede de la Reserva Federal. Crédito: Rdsmith4 / Wikimedia Commons

En Estados Unidos, la valoración del oro a 35 dólares se mantuvo hasta agosto de 1971, cuando Richard Nixon protagonizó lo que se ha denominado Nixon Shock: una serie de medidas económicas que, expresadas a través de la Orden Ejecutiva 11615, incluían la congelación de precios y salarios durante noventa días para contrarrestar la inflación, imposición de aranceles del diez por ciento a las importaciones y la cancelación unilateral de la convertibilidad directa del dólar en oro, lo que en la práctica suponía el abandono del patrón oro para las transacciones en el extranjero. Políticamente fue un éxito, pero económicamente generó dos años de recesión (entre 1973 y 1975) y una estanflación (estancamiento más inflación) para toda la década.

En 1974 Gerald Ford acabó con la limitación de posesión particular de oro mediante una ley que permitía «a los ciudadanos estadounidenses comprar, poseer, vender o negociar de cualquier otra forma con oro en Estados Unidos o en el extranjero». Por último, en 1977 se promulgó otra disposición legal que volvía a admitir las cláusulas oro en los contratos que se firmasen a partir de ese año. La Orden Ejecutiva 6102 pasaba a la Historia, dejando como curioso recuerdo que el águila doble, una moneda emitida desde 1849 -a raíz de la Fiebre del Oro de California-, cuya composición era 90% oro y 10% cobre (casi una onza troy, por valor de 20 dólares), dejara de acuñarse en 1933, destruyéndose las que había.

Lo interesante es que alguien robó una veintena; la mitad se recuperaron, originando un pleito entre el gobierno de Estados Unidos y el actual propietario. De las restantes, la única privada que ha sido legalizada por el gobierno se subastó en 2002, siendo comprada al precio de 7.590.020 dólares por el rey Faruk de Egipto, que en 2021 se la vendió a un comprador anónimo por 18,8 millones. En 2023 se encontró en un campo de maíz el llamado Gran Tesoro de Kentucky: una caja llena de monedas datadas entre 1840 y 1863, siendo algunas águilas dobles.



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