Es frecuente la creencia de que los romanos copiaron a los griegos su panteón religioso, limitándose a cambiar los nombres de los dioses. En realidad no fue así exactamente; se trató de una asimilación que había comenzado en época etrusca y se amplió posteriormente, cuando la cultura helena emanada desde la Magna Grecia impregnó la vida de Roma. Esa asimilación de divinidades tenía como función facilitar la comprensión del otro credo y por eso se denomina interpretatio romana. De hecho, esa misma iniciativa se había aplicado en Grecia respecto a otras religiones -caso de la egipcia- y se denominó, claro está, interpretatio graeca.
Esa expresión significa «traducción griega». En latín, puesto que fueron autores como Plutarco, Plinio el Viejo o Dionisio de Halicarnaso (que era, obviamente, de Halicarnaso pero vivió y trabajó en la Roma de Augusto), los que documentaron esa práctica sincrética. Sin embargo, uno de los primeros en «interpretar» fue Heródoto. Lo hizo en su obra Los nueve libros de la historia cuando contaba cómo era la fe en el Antiguo Egipto y empleó la asimilación de algunas de sus divinidades con las helenas para que los lectores comprendieran mejor. Así fue cómo Amón quedó identificado con Zeus, Ptah con Hefesto y Osiris con Dioniso, por ejemplo, hasta el período Helenístico.
El de Halicarnaso hizo otro tanto con los dioses escitas y, así, Papaius, Gea, Argimpasa y Tabiti pasaron a ser equivalentes de Zeus, Gea, Afrodita y Hestia respectivamente; incluso refiere la existencia de paralelos con Ares y Heracles, aunque no menciona cómo se llamaban. Lo cierto es que no era del todo un invento, pues algunos expertos opinan que dioses como Zeus y su versión romana, Júpiter, seguramente derivaban de un precedente protoindoeuropeo, un señor supremo del cielo llamado Dieus que al adaptarse su nombre originaría en griego Dzeós y en latín Dieu Piter. También habría inspirado al protogermánico Tyr (Thor), al Dievas báltico y al Diaus Pitar védico.

La interpretatio graeca no se hacía al azar; se buscaban atributos y características parecidas en los dioses de una y otra fe, algo que no sólo resultaba útil a los griegos sino también a otros pueblos para, a la inversa, comprender mejor la mitología helena. Es lo que hicieron los romanos con su proverbial espíritu práctico, pero se puede ir más allá: Plinio el Viejo habla de «nomina alia aliis gentibus» (nombres diferentes para pueblos diferentes), con lo que parece insinuar una especie de sincretismo politeísta que articulaba un universo semántico común en esa época precristiana. De ese modo, los dioses vendrían a ser los mismos en todas partes, al margen de cómo se los llamase.
Algunos eruditos de la Antigüedad manifestaron ciertas reservas y dudas sobre el nivel de exactitud que tenían esas equivalencias y la deformación que podían ocasionar a la naturaleza primigenia de alguna de las partes, modificando la tradición. Por ejemplo, Juno sólo fue vista como esposa de Júpiter cuando se la identificó con Hera, no antes, mientras que Vulcano, el antiguo fuego divino de Roma, estaba originalmente vinculado a la guerra y pasó a ser el herrero de los dioses únicamente cuando fue sincretizado con Hefesto. Sin embargo, ese cuestonamiento purista no prosperó porque la interpretatio parecía satisfacer a todos. Eso sí, su aplicación no fue total.
Los romanos no buscaron referentes griegos para Jano y Término, respectivos dioses de lo que empieza y lo que acaba, ni para Bona Dea, diosa de la fertilidad y la castidad. Eran los conocidos como di indigetes, divinidades muy antiguas e indígenas que contrastaban con las denominadas di novensides (recién llegadas). A otros sí los asimilaron pero dándoles una pátina nueva, como pasó con Apolo -convertido en deidad protectora por Augusto tras su victoria en Accio, si bien conservando su nombre-, quizá porque esa adopción fue tardía; o con Ares, dios de la guerra que tenía una importancia menor entre los griegos mientras que en Roma Marte era uno de los referentes del panteón en época arcaica; o con los doce númenes que asistían a Ceres (Deméter) en la protección del ciclo del grano.
Roma tuvo la ventaja de contar con un puente cultural intermedio, papel ejercido por los etruscos, que estaban impregnados de la cultura por la cercanía de la Magna Grecia (el sur de la península itálica y Sicilia, zona llamada así porque estuvo colonizada por los helenos), que a su vez ejerció una influencia notable sobre los nativos itálicos, denominados italiotas frente a los siciliotas (griegos sicilianos). De aquellas regiones se tomaron dialectos del griego antiguo, la tradición política urbana y el alfabeto. La República romana recogió esa herencia y la amplió al conquistar las polis griegas italianas y expandirse a la Hélade, ya en época helenística.

No sabemos quién ideó la expresión interpretatio graeca, pero sí que interpretatio romana fue cosa de Tácito, quien en su obra Germania, al describir un bosque sagrado donde celebran sus cultos los najarvali (una tribu de los lugii, probablemente los vándalos silingos), dice textualmente: «Praesidet sacerdos muliebri ornatu, sed deos interpretatione romana Castorem Pollucemque memorant». Significa que «un sacerdote preside con ropas de mujer, pero en la interpretación de los romanos adoran a los dioses Cástor y Pólux», sustituyendo éstos a las auténticas divinidades de aquel pueblo, los Alci, dos jóvenes hermanos. Asimismo vincula a Mercurio y Hércules con Wotan (Odín) y Donar (Thor).
En su De bello Gallico (La guerra de las Galias), Julio César reseña los principales nombres del panteón celta recurriendo a sus homólogos romanos, en un ejercicio de interpretatio que se puede considerar casi un paradigma: «El dios al que más adoran es Mercurio. Posee numerosas estatuas; lo consideran inventor de todas las artes, de las guías de los viajeros y le atribuyen toda clase de ganancia y comercio. Después de él adoran a Apolo, Marte, Júpiter y Minerva. Tienen una idea similar de estas deidades que otras naciones. Apolo cura enfermedades, Minerva enseña los elementos de la industria y las artes; Júpiter gobierna el cielo y Marte preside la guerra».
Frente a la interpretatio graeca, que se encuentra más a menudo relacionando la antigua religión griega con la egipcia y las de Mesopotamia y la India, la interpretatio romana suele aparecer más en referencia a los credos celtas y germánicos, como vimos con Tácito. Y a la inversa, hubo una interpretatio germanica con la que los bárbaros, tras entrar en contacto con los romanos, adaptaban los nombres de los dioses de éstos a los suyos, al igual que los días de la semana: el diēs Sōlis (domingo) pasó a ser el Sunnōn dag, alusivo al sunnā (sol), en lengua protogermánica occidental; el diēs Lūnae (lunes), se convirtió en el Mānini dag tomando como referencia a mānō (la Luna); el diēs Mārtis (martes) en Tīwas dag (del dios Tiw); etc.

Volviendo a la interpretatio romana, Luciano de Samósata ve a Hércules en el dios celta Ogmios y otros dioses como Cernunnos o Lug se identificaron con Mercurio, Nodens con Marte y Sulis con Minerva. De hecho, no hay fuentes escritas de esa cultura, y si conocemos el panteón céltico es gracias a Roma, aunque pueda resultar todo algo confuso porque cuando no había una figura equivalente los romanos adoptaban directamente la original y, a veces, usaban nombres diferentes (la Cibeles romana era la frigia Magna Mater y la griega Rea). No obstante, la interpretatio tenía un alcance bastante amplio y llegó a hacerse respecto a tierras tan lejanas como Oriente Próximo. En otro artículo vimos el curioso caso de Hermanubis (una fusión del grecorromano Hermes y el agipcio Anubis), pero hay más.
En ese sentido, la deidad hitita Teshub (o Tarhun), fue asimilada a Júpiter Doliqueno que, a su vez, sincretizaba a Júpiter y a Baal (recibiendo en Grecia el nombre de Zeus Oromasdes), y al que los legionarios tuvieron gran devoción en los siglos I y II d.C. El Yavé hebraico era un caso especial por tratarse de la cabeza de una fe monoteísta, mal que les pesara a los judíos, que lo veían como un sacrilegio para desconcierto de los romanos; algo que se repetiría en la historia, como cuando Adriano quiso rebautizar la reconstruida Jerusalén con el nombre de Aelia Capitolina (Aelia aludía al nombre del emperador, Elio, y Capitolina a la tríada divina que en esa época formaban Júpiter, Juno y Minerva) y provocó con ello la rebelión de Bar Kojba.
Antes de eso a Yavé ya le había buscado equivalencia Marco Terencio Varrón, que veía en él a Júpiter Óptimo Máximo o incluso a Caelus, el primitivo dios del cielo romano (en realidad una adaptación del heleno Urano). Otros autores se decantaron por el Sabacio de Tracia y Frigia; posteriormente, ya en tiempos bajoimperiales, se hizo otro tanto con Helios, el dios solar griego.
Queda como curiosidad el testimonio de otro emperador, Juliano el Apóstata, que en el siglo IV impulsó un retorno al paganismo y en su Carta XX a Teodoro dejó escrito que «estos judíos son en parte temerosos de Dios, ya que reverencian a un dios que es verdaderamente el más poderoso y el más bueno y gobierna este mundo de los sentidos, y, como bien sé, es adorado por nosotros también bajo otros nombres». Lamentablemente, no especificó de qué nombres se trataba.
FUENTES
Heródoto, Los nueve libros de la Historia
Tácito, Historias
Julio César, La guerra de las Galias
Mark S. Smith, God in translation: Cross-cultural recognition of the deities in the Biblical world
Mary Jones, Interpretatio romana
Wikipedia, Interpretatio graeca
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