Es habitual que a la muerte del Papa haya comentarios recordando su pontificado, unos positivos, otros no tanto. Pero hoy en día incluso los más críticos con los fallecidos recientemente deberían saber que su valoración negativa resulta exagerada y sobredimensionada si se establece una comparación con los prelados de otra época, muchos de los cuales tuvieron una vida poco edificante. Era frecuente que esa imagen correspondiera a las insidias difundidas por sus rivales, pero no siempre resultaba inmerecida la reprobación y uno de los que más hicieron por ganársela fue Benedicto IX, el Papa más joven de la Historia, único en haber ejercido el cargo más de una vez y en venderlo en otra… si es cierto todo lo que cuenta la leyenda.

Teofilacto, como se llamaba realmente, nació hacia el año 1012 en Roma. Hijo del matrimonio que formaban Alberico III de Túsculo y Emelina. Su padre, conde de Túsculo, Galeria, Preneste (Palestrina) y Arce, era hermano del papa Juan XIX y sobrino de Benedicto VIII, mientras que la madre era hermana del papa Juan XV. De hecho hasta seis pontífices pertenecieron a esa familia, que se había adueñado de la Ciudad Eterna y mantuvo su hegemonía en ella durante un par de siglos, en plena Edad Media (en realidad hasta la Moderna, pues de ellos descendían los Colonna, como veremos).

En efecto, Alberico usaba el título de cónsul, dux et patricius Romanorum (cónsul, duque y patricio de los romanos), además de ser comes sacri palatii Lateranensis (conde del Sagrado Palacio de Letrán). Su hermano Juan incluso le nombró senador, si bien tuvo que renunciar para evitar roces con el emperador Enrique II. Con tal ascendiente parecía inevitable el destino de su vástago, Teofilacto, que tuvo parentesco con varios papas (aparte de los nombrados, su primo hermano Benedicto VII y Sergio III; asimismo sería tío de Benedicto X y tío abuelo de Gregorio VII).

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Benedicto IX con sus enseñas heráldicas familiar y pontificia, en una ilustración decimonónica. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Por consiguiente, el 21 de octubre de 1032 Alberico compró el puesto pagando una fortuna a la Curia y se lo entregó a su hijo, que ya era cardenal desde una fecha desconocida por designación de su mencionado tío abuelo Benedicto VIII. De ese modo se reforzaba el control de la dinastía sobre Roma; Teofilacto asumía el poder religioso (fue consagrado el 1 de enero de 1033) mientras que el civil estaba en manos de su hermano mayor, Gregorio, senador y comandante de la milicia romana, que se convertiría en el segundo conde de Túsculo tras el óbito de su progenitor en 1044.

Rodolfus Glaber, un monje benedictino borgoñón que bajo la influencia de San Guillermo de Volpiano escribió una obra titulada Historiarum libri quinque ab anno incarnationis DCCCC usque ad annum MXLIV (Historia en cinco libros desde el año 900 d. C. hasta el 1044 d. C.), dice que Teofilacto sólo tenía once o doce años cuando se sentó en el trono de San Pedro. Si es así superó en juventud a Juan XII -otro con fama de depravado-, al que eligieron en el 955 a una edad incierta entre diecisiete y veinticinco años.

Por las contradicciones en las fuentes, los historiadores se muestran escépticos ante esa niñez de Teofilacto y creen que estaría cerca de los veinte años, lo que, ante la duda sobre las fechas del otro, no impide que se le considere el Papa más joven de la Historia. En cualquier caso, así de controvertidamente empezó aquel pontificado que iba a recibir el calificativo de escandaloso y a su titular hacerse acreedor de las acusaciones de negligencia y despilfarro, de depravado sexual y hasta de nigromante. Sin embargo, fue ortodoxo y doctrinal en el ámbito teológico, tomando decisiones valientes, audaces y firmes para defender a la Iglesia Católica.

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Retrato del papa Benedicto IX en la basílica de San Pablo Extramuros. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Por ejemplo, convocó dos sínodos que tenían como objetivo restablecer el orden en los cargos eclesiásticos, a menudo ejercidos por obispos que habían obtenido el puesto por simonía (compraventa de lo espiritual, como bulas, prebendas, sacramentos, etc.) o por otros que ya habían sido depuestos del sacerdocio. También canonizó a Simeón de Siracusa pese a que apenas habían pasado siete años desde su muerte y solventó -de momento- la disputa secular que mantenían los patriarcados de Grado y Aquileia desde la invasión lombarda del siglo VI.

El mayor problema vino en el 1035, cuando estalló un conflicto con el arzobispo de Milán, Heriberto de Intimiano, que aspiraba a sacudirse el yugo tanto del Sacro Imperio como de Roma. Benedicto IX, nombre adoptado por Teofilacto, excomulgó y destituyó a Heriberto, aunque un lustro después dio marcha atrás y lo restituyó. En el trasfondo de ese episodio estaba el germen de la futura pugna entre el Papa y el emperador por dominar la península italiana, que en el siglo XII desembocaría en la guerra entre güelfos y gibelinos, los dos bandos que les apoyaban respectivamente.

No obstante, se llevó bien con Conrado II el Viejo, rey de Germania e Italia que en 1027 había conseguido la corona imperial conservándola trece años, porque le convenía para mantener el dominio de la familia tusculana en Roma. Ambos colaboraron contra Heriberto, que pese a la excomunión gozaba del sostén de muchos nobles locales, para acabar con los cuales el emperador promulgó el edicto Constitutio de feudis. Fue en vano; Heriberto siguió contando con la nobleza milanesa porque al fin y al cabo defendía sus intereses y el Papa tuvo que que readmitirlo, como vimos.

Antes, en 1036, los obispos de Piacenza y Cremona, expulsados de sus sedes por Conrado, se volvieron contra Benedicto IX acusándole de «muchos viles adulterios y asesinatos». Otro monje benedictino, San Pedro Damián, filósofo y precursor de la reforma gregoriana que llegaría a cardenal (y nombrado Doctor de la Iglesia), se sumó a esas denuncias y las amplió con las de sodomía y bestialidad, tal como dejó escrito en su obra Liber Gomorrhianus. La presión fue tal que el Papa tuvo que abandonar Roma, si bien Conrado le ayudó a retornar en breve tiempo. Pero era un indicio de lo que iba a acabar pasando.

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Silvestre III retratado en la Crónica de Núremberg (1493). Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Entre finales de 1044 y principios de 1045 Benedicto IX terminó abruptamente su primer pontificado. Ya no contaba con el apoyo del emperador porque éste había muerto en 1039 y eso fue aprovechado por un capitán romano, Gerardo di Sasso, para ponerse al frente de una revuelta popular que expulsó al Sumo Pontífice y lo sustituyó por otro: Giovanni dei Crescenzi Ottaviani, obispo de Sabinia, elegido el 13 de enero y consagrado el 20 de enero con el nombre de Silvestre III previo pago de una jugosa cantinad de dinero. Cabe decir que los Crescenzi eran enemigos de los tusculanos desde hacía mucho.

Benedicto, que volvía a ser Teofilacto, se refugió en la fortaleza de Monte Cavo, perteneciente a su familia, pero no estuvo mucho tiempo alejado de Roma. Dos de sus hermanos, Gregorio y Pedro (tenía otros dos, Guido y Octavio), vieron la ocasión en el hecho de que la ciudad había quedado envuelta en desórdenes y enfrentamientos, causando descontento en la población, así que alcanzaron un acuerdo con los Crescenzi para devolver el trono a Benedicto IX. Ahora bien, esa vuelta se debía a circunstancias especiales y él mismo se daba cuenta de lo difícil que iba a resultarle mantenerse.

Por esa razón su segundo pontificado fue efímero. Empezó el 10 de abril de 1045 y en menos de un mes había terminado de nuevo: abdicó el 1 de mayo para casarse con su prima y entregó el testigo al arcipreste de la basílica de Letrán, Juan Graciano, que era su padrino y le había asesorado sobre esa renuncia. El relevo no fue gratis: Benedicto IX vendió el cargo a Juan por el dinero que le había costado la campaña de regreso, que ascendía a mil quinientas libras de oro; era la totalidad del Óbolo de San Pedro (denarius Sancti Petri, donación anual hecha por las diócesis y fieles del mundo al Papa) recaudado en Inglaterra.

El nuevo pontífice asumió el nombre de Gregorio VI y fue muy bien recibido por San Pedro Damián, que le animó a acometer una reforma de la Iglesia italiana que pusiera fin a los continuos escándalos. En cambio, aquel trueque no gustó nada al emperador Enrique III, que también abogaba por una renovación y que se llevó un doble enojo cuando supo que Benedicto IX, arrepentido de haber abdicado, retornaba en 1046 para deponer a Gregorio VI y recuperar el trono de San Pedro. Para complicar más la cosa, también reapareció Silvestre III reclamando sus derechos.

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Recreación artística decimonónica del Concilio de Sutri. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

En otoño de ese mismo año Enrique, irritado por aquella degradación, convocó el Concilio de Sutri en el que tuvieron que comparecer los tres papas enfrentados. Celebrado a las afueras de Roma, la Iglesia Católica no lo considera un concilio ecuménico (el que reúne a todos los obispos) por no tratar temas referentes a la doctrina sino sólo la anómala situación que se vivía. Lo cierto es que Enrique también aspiraba a que el Papa resultante le coronase como titular del Sacro Imperio y de este modo sostenerse mutuamente, poniendo fin a la inestabilidad en el ducado romano.

Por eso Enrique se presentó en Sutri con su ejército, dejando claro cuáles eran sus poderes. Gregorio y Silvestre fueron depuestos, el primero admitiendo que había cometido un error -aunque de buena fe- al aceptar pagarle a Benedicto. Éste prefirió quedarse en Roma, pero ello no impidió que también acabara desposeído por ejercer la simonía, declarándose vacante la Santa Sede. Para solucionarlo, el emperador recurrió a un religioso alemán, confiando en que eso pondría fin a los enfrentamientos entre facciones italianas… y en que le sería adepto.

El primero al que se lo ofreció, Adalberto, obispo de Bremen, rechazó el honor. El segundo fue su propio confesor, Suidger, obispo de la recién creada sede de Bamberg, que sí aceptó y adoptó el nombre de Clemente II. Sin embargo la solución duró muy poco, pues el nuevo Papa falleció el 9 de octubre de 1047, según se rumoreó envenenado por Benedicto IX. Éste, que seguía negándose a admitir su cese, reunió a sus fieles, pactó con algunos notables como Guaimar IV y Bonifacio de Canossa, príncipe de Salerno y margrave de Toscana respectivamente, y se apoderó del palacio de Letrán, con lo que recuperó el papado un mes más tarde.

Pueblo y clero le reconocieron para evitar que se reprodujeran los enfrentamientos, pero apenas tuvo tiempo de convocar unos concilios en Spello, Roma y Marsella, pues esta vez duró ocho meses. Los Crescenzi no estaban dispuestos a pasar por el aro y las dos familias retomaron su vieja enemistad. El emperador tampoco se conformó y nombró un nuevo Papa en la figura de Poppo de Brixen, obispo de la ciudad homónima, que asumiría su cargo el 8 de julio de 1048 con el nombre de Dámaso II. Evidentemente fue impuesto por las tropas imperiales que envió Enrique.

Habiendo perdido el apoyo de Bonifacio de Canossa, que cambió de bando, Benedicto IX tuvo que renunciar y huir a uno de los castillos familiares de Sabinia. Dámaso II sólo duró veintitrés días, pues falleció por un veneno suministrado por un sicario de Benedicto, según se dijo (probablemente lo hizo de una malaria que contrajo en Palestrina, donde se había instalado huyendo del tórrido verano romano). Le sucedió el alsaciano Bruno de Egisheim-Dagsburg, obispo de Toul y pariente del emperador -que continuaba con su política de instaurar un pontífice germano-, quien empezó su pontificado el 12 de febrero de 1049 con el nombre de León IX.

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Miniatura del Pasionario de Weissenau que muestra a León IX rechazando al demonio (siglo XII). Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Ese mismo año Benedicto IX fue llamado a comparecer en Roma para responder a la acusación pendiente de simonía, pero se negó y el Papa, contra el que había empezado a tramar conspiraciones, le excomulgó. A partir de ahí, su vida se difumina. Parece ser que terminó asumiendo que su tiempo había pasado ya y finalmente renunció para ingresar en la abadía católico-bizantina de Grottaferratta, un cenobio de monjes basilios fundado en 1004 por San Nilo de Rossano, donde murió el 18 septiembre de 1055, según documentos de sus hermanos. El abad del lugar, San Bartolomé el Joven, aseguró que se había arrepentido de los pecados cometidos como Sumo Pontífice.

Ahora bien ¿hasta qué punto fueron reales dichos pecados? ¿Dónde acababa la verdad y dónde empezaba la maledicencia? Es imposible saberlo porque las fuentes proceden del bando rival. Gebhard de Dollnstein-Hirschberg, obispo de Eichstätt y futuro papa Víctor II (el sucesor de León IX), decía de él que «prefirió llevar la vida de Epicuro a la de un obispo»; pero, claro, en este último caso hablamos de un religioso bávaro y por tanto hostil. En sus Diálogos, el papa Víctor III insiste en lo mismo asegurando que «era devoto de la voluptuosidad y mucho más inclinado a vivir como un epicúreo que como un pontífice».

Bonizone, obispo de Sutri y jurista, que descalifica su primer pontificado por haber renunciado para contraer matrimonio -aunque, como vimos, eso fue en el segundo- habla de «viles adulterios y asesinatos», mientras que el reseñado San Pedro Damián dejó escrito que «desde el inicio de su pontificado hasta el final de su vida, se deleitó en la inmoralidad», además de calificarle, más poéticamente, de «demonio del infierno disfrazado de sacerdote (…) apóstol del Anticristo, flecha disparada por Satanás, vara de Asur, hijo de Belial, hedor del mundo, vergüenza de la humanidad».

Sea como fuere, Benedicto IX podría esbozar una póstuma sonrisa triunfal porque su clan tusculano siguió en el candelero. Juan Mincio, hijo de su hermano Guido y obispo de Velletri, fue elegido Papa en 1058 con el nombre de Benedicto X (aunque también se le acusó de comprar el cargo y nueve meses después tuvo que huir, pasando a ser considerado hoy un antipapa). Y si hacemos caso a lo que cuenta la tradición, de su hermano Gregorio tuvo cuatro sobrinos, uno de los cuales, Pedro, fue señor de Colonna (un pequeño municipio del área metropolitana romana), fundador de la familia homónima que se disputó el poder en Roma con los Orsini hasta bien entrado el siglo XVI.



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