Cuenta la leyenda, recogida por el monje benedictino inglés Mateo de París, que el enérgico papa Inocencio IV murió de un fallo cardíaco provocado por la espeluznante visión nocturna de un fantasma. Se trataba del espíritu de Roberto Grosseteste, un franciscano británico fallecido un año antes que fue obispo de Lincoln y cuya profunda erudición le había granjeado admiración y respeto unánimes; tanta que los obispos de Inglaterra solicitaron su canonización, pero el pontífice se negó a concederla, por lo que el espectro se tomaba cumplida venganza. Grosseteste destacó en filosofía, teología y ciencia; en esta última está considerado un predecesor de otro sacerdote, Georges Lemaître, en la concepción del Big Bang.

Ya dedicamos un artículo a Lemaître, un jesuita belga licenciado en ingeniería y doctorado en astrofísica que en los años treinta, basándose en las investigaciones de Ernest Pasquier y Edwin Hubble entre otros, propuso la expansión del universo y la L’Hypothèse de l’Atome Primitif, que luego sería rebautizada como teoría del Big Bang. Pues bien, salvando las distancias, Roberto Grosseteste ya había planteado algo parecido en 1255, en su obra De Luce (Sobre la luz), al explicar que la luz es una partícula infinitamente pequeña, la primera forma de todo en el universo, que se multiplicó indefinidamente dando como resultado una magnitud finita: la materia física.

El universo habría nacido de una explosión y la consiguiente cristalización de la luz en forma de materia para formar estrellas y planetas en un conjunto de esferas anidadas alrededor de la Tierra. También concluía el obispo que, a medida que la luz arrastraba la materia del universo hacia afuera y lo expandía, la densidad debía disminuir al aumentar el radio. La idea era imaginativa y audaz, ya que faltaban cuatro siglos para que Isaac Newton formulara la Ley de la Gravitación y nueve para la teoría del Big Bang. Y es que Grosseteste fue uno de los impulsores del método científico.

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Roberto Grosseteste como obispo de Lincoln en un manuscrito del siglo XIV. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

No era un método científico tan estricto como el que usamos actualmente, como es obvio, pero sí poseía la noción de experimento controlado en relación con la ciencia demostrativa (la que usa medios de observación verificable para constratar teorías) como vía para alcanzar el conocimiento. En ese sentido, y como buen escolástico, recuperaba la visión aristotélica del doble camino del razonamiento científico: generalizar a partir de observaciones particulares hacia una ley universal y luego, de nuevo, desde las leyes universales hacia la predicción de particulares. Es decir, conocer las cosas a través de sus causas. Lo que Grosseteste denominaba «resolución y composición».

Roberto Grosseteste nació en 1168 en Stradbroke, una localidad del condado de Suffolk, en el este de Inglaterra. Apenas se sabe sobre su juventud, especulándose que pudo pasarla en Lincoln aprendiendo la formación clásica de Trivium y Quadrivium (las siete artes liberales: gramática, dialéctica, retórica, aritmética, geometría, astronomía y música). Eso le permitiría, en su mayoría de edad, aparecer asociado documentalmente al obispo de Lincoln, y en la última década del siglo XII, ser citado como maestro. Es posible que luego trabajara en la diócesis de Hereford con el archidiácono de Shropshire, Hugh Foliot, a quien ayudaría en su cargo de juez delegado del Papa. Quizá por algo relacionado con ello se trasladó después a Francia, permaneciendo allí una década.

Regresó en 1225 para ser diácono en Abbotsley y por esas fechas debió de tomar los hábitos e iniciar sus estudios teológicos, aunque no está claro si los hizo en la Universidad de Oxford o en la de París. Si no estudió en la ciudad inglesa sí trabajaba ya en ella en 1230 como lector de teología para sus compañeros franciscanos, que tenían un monasterio cerca, compartiendo esa labor con otro monje de esa orden que había estudiado con él, Adam Marsh. Ambos tuvieron, entre sus alumnos más destacados, a Roger Bacon, otro escolástico erudito continuador del método científico que se ganaría el apodo de Doctor Mirabilis (Doctor Admirable).

Los temas de sus disertaciones versaban sobre cuestiones bíblicas en torno a los libros de los Salmos, Isaías, Gabriel y Sirácida, aunque seguramente dedicaría al Génesis -y más concretamente el relato de la Creación- una atención especial. Sin embargo, sus sermones y escritos teológicos, recopilados por él mismo bajo títulos como Dicta y Tabula distinctum, eran algo desestructurados y estaban trufados de opiniones personales.

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Estatuas dedicadas en Oxford a Roger Bacon y Roberto Grosseteste. Crédito: Weglinde / Wikimedia Commons

También trató la Ley Mosaica y tradujo al latín el texto griego de los Testamentos de los Doce Patriarcas, pues le interesaba la fe de los judíos pese a que su posición hacia ellos resulta ambigua. Siempre condenó la usura, pero si inicialmente los defendió cuando fueron espulsados de Leicester, con el paso de los años fue volviéndose adverso.

Grosseteste alternó esa actividad con las de archidiácono en Leicester y canónigo en la catedral de Lincoln, aunque una enfermedad le obligó a renunciar a las dos últimas en 1232, considerando además que no era bueno acumular prebendas; al parecer, esa decisión no fue bien entendida en sus círculos y se quejó de ello a su amigo Marsh. En 1235 también dejó las lecciones; según una incierta anécdota de finales del siglo XIII, porque habría conseguido el título de magister scholarium (maestro de estudiantes) que le permitió alcanzar el puesto de rector. En realidad se debió a la concesión del obispado de Lincoln, en el que acometió una serie de reformas que le granjearon enemistades.

Seguidor de la escuela de Thomas Beckett, insistía en la subordinación del poder civil al eclesiástico y el de los obispos al Papa, lo que le llevó a chocar con los reyes Enrique III y Eduardo I. Con el primero tuvo mala relación porque lo consideraba un mal gobernante. Así queda patente en la correspondencia que mantuvo con otro amigo, Simón de Montfort, sexto conde de Leicester, líder de la oposición baronal a la corona; de esas cartas se deduce que Grosseteste llegó a escribir un tratado de política en el que diferenciaba entre monarquía y tiranía, si bien el interés del autor por el tema se cernía a la relación entre el poder civil y el eclesiástico.

Paradójicamente, en los conflictos entre la Iglesia de Inglaterra y Roma, Grosseteste solía apoyar a la primera; algo que con el tiempo fue acrecentándose, de ahí que terminara ganándose la hostilidad de Inocencio IV, al que acusó de perjudicar a la Iglesia por no saber poner freno al arzobispo de Canterbury en una disputa que tuvo con él. Asimismo, protestó por un diezmo que el Papa impuso a Enrique III para financiar la Séptima Cruzada y por la pretensión del pontífice de que cediera a un sobrino suyo una diócesis.

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El llamado Escudo de la Trinidad dibujado en un texto de Grosseteste de 1230 conservado en la catedral de Durham. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Más allá de esa vida social y profesional, la figura de Grosseteste pasó a la historia por su erudición. Como decíamos, era un sabio tal como se entendía ese término en el Medievo y Renacimiento, un hombre cuyos conocimientos abarcaban múltiples facetas y disciplinas. No en vano su apellido -apodo, más bien- significa «cabeza grande», a buen seguro adjudicado por su capacidad intelectual. Y no todo era ciencia; también escribió poesía (por ejemplo Château d’amour, un poema alegórico sobre la creación del mundo y la redención cristiana), teología (Hexaemerón), manuales de trabajo para religiosos, traducciones…

Tradujo a neoplatónicos como pseudo Dionisio Areopagita, al polímata Juan Damasceno y dejó comentarios sobre Boecio y Aristóteles, cuyo pensamiento introdujo en Oxford. De ese modo, la universidad inglesa pasó a ser una de las punteras de su tiempo: cultivaba el conocimiento de la ciencia natural, impartía la lengua árabe y concedía gran atención a las matemáticas, que en París eran menospreciadas en favor de la teología y la dialéctica en la tradición de Abelardo.

Como se ve, otra de sus pasiones era la filosofía. Como representante de la filosofía moderna legó una impronta considerable que continuaron el mencionado Roger Bacon, Guillermo de Ockham y Juan Duns Escoto. En esta última dejó varios comentarios a la obra de Aristóteles y no sólo quiso recuperar la escolástica original sino también volver a San Agustín, siguiendo un espíritu franciscano que imponía sobre el dominico.

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La tumba de Grosseteste en la catedral de Lincoln. Crédito: Logicus / Dominio público / Wikimedia Commons

Ahora bien, su gran aportación fue a la ciencia. Ya vimos la importancia que tuvo como precursor de la teoría del Big Bang por sus trabajos sobre la luz, complementados éstos con otros sobre el color que recogió en De colore (Sobre el color), en el que corrige la visión lineal de Aristóteles por otra tridimensional con siete tonos diferentes y relaciona el color con la interacción entre la luz y los materiales. Completó sus estudios sobre luz y color con otros de óptica, a la que consideraba, junto con la geometría, la base para explicar la naturaleza.

Entre los temas que trató figuran la presión atmosférica, la astronomía, el astrolabio, el arco iris, la nigromancia, los cometas, la brujería, la agricultura, la historia natural, las mareas, etc. Todo ello lo había hecho antes de ser obispo; le eligieron los canónigos catedralicios precisamente por ese prestigio y por ser una solución de compromiso para sus rivalidades internas. Considerado el mejor matemático y físico de su época, la lucha que desató contra la corrupción, sus aceradas críticas al margen de cualquier consideración social y su febril dedicación en todo cuanto acometía le llevaron a ser aclamado en su país y fuera de él.

Por eso cuando falleció, en Buckden (condado de Cambridgeshire), en octubre de 1253, empezó a hablarse de milagros acaecidos por intercesión suya y a haber peregrinaciones para visitar su tumba. Eso llevó a la Universidad de Oxford y al rey Eduardo I a presentar una solicitud para abrir un proceso de canonización a la que, como veíamos al comienzo, el papa Inocencio IV se negó a atender. Aun así, hoy es objeto de veneración por parte de anglicanos y episcopalianos, celebrándose su beatificación el 9 de octubre, fecha de su óbito.



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