Sibila, Fimonol, Jenoclea, Aristócine, Perialla, Temistoclea… A casi nadie le sonarán estos nombres y no es de extrañar porque, aunque son de mujeres de la Antigua Grecia, no corresponden a reinas ni cónyuges reales, como tampoco a diosas, musas, filósofas o poetisas. Así se llamaban algunas de las pitias más famosas, es decir, aquellas sacerdotisas de Apolo que se encargaban de realizar las predicciones del oráculo de Delfos y de cuya denominación genérica deriva la palabra pitonisa. Tuvieron una gran importancia porque, a menudo, políticos y militares las consultaban antes de tomar cualquier iniciativa, aunque sus vaticinios resultaban proverbialmente ambiguos y difíciles de interpretar.

Los oráculos, insistimos, estaban muy enraizados en la cultura helena y si bien hubo adivinos particulares, se prefería la seriedad de varios lugares del Mediterráneo donde se hacían (Dodona, Cumas, Didima, Klaros, Colofón…), sin duda el santuario de Apolo en Delfos fue el más consultado y el que ha pasado a la Historia como modelo referencial, en parte porque también es el que suele aparecer en la literatura clásica. Estaba en una ladera del valle del Pleisto, junto al monte Parnaso, en Fócida, rodeado de montañas, fuentes y un bosque de laureles y olivos. Allí, cuenta la mitología, se reunían los personajes divinos y semidivinos para cantar al son de la lira que tañía Apolo.

Según informan Diodoro de Sicilia y Estrabón, un pastor notó que sus cabras se comportaban de forma extraña tras respirar los vapores que emanaban de una grieta y él mismo lo experimentó al adquirir por la misma razón la capacidad de decir profecías. Como muchos empezaron a acudir al lugar con la misma idea pero solían terminar mal, arrojándose por aquella hendidura presa de un incontenible frenesí, se decidió designar a una única persona para esa función, proporcionándole un trípode que, colocado sobre la salida de los efluvios, le permitiera sentarse y aspirarlos sin riesgo. Esa persona debía ser una joven doncella que, al hablar en nombre de los dioses, terminaría elegida entre las sumas sacerdotisas de Apolo.

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Vista del templo de Apolo desde el Teatro de Delfos. Crédito: HerrAdams / Wikimedia Commons

Se la llamó Pitia, en referencia al nombre original del sitio, Pito. No se sabe su significado, pero sí que en griego sirve igual para masculino que para femenino y que, con razón o sin ella, se relaciona con una gran serpiente (posteriormente se llamó pitón a una familia de ofidios constrictores precisamente por eso) o dragón llamado Delfos, hijo de la diosa Gea, que tenía la misión de custodiar el oráculo primitivo. El santuario estaba consagrado a su madre hasta que Apolo acabó con el reptil convirtiéndolo en delfín -de ahí el nombre- para apropiarse del culto.

Los Himnos homéricos, datados en el siglo VI a.C., dan una versión parecida pero narrando que fue Apolo el que se transformó en delfín para abordar un barco cretense y guiar a sus tripulantes hasta el santuario, originando la tradición de que su clero estuviera formado por oriundos de Creta. Mitos previos cuentan que las oficiantes originarias del oráculo eran las diosas Temis y Febe, hijas que Gea tuvo con Urano, sustituidas después por Poseidón, quien compartía esa titularidad con su madre. Apolo compensaría al dios del mar con otro santuario en Trecén, en el Peloponeso. En realidad, el entorno de Delfos estaba habitado desde el Neolítico y el santuario se remonta al siglo XV a.C., el período micénico.

Sin embargo, las primeras noticias sobre la pitia son unos ochocientos años posteriores, perdurando su presencia y labor hasta finales del siglo IV d.C. El carácter sagrado del santuario obligaba a que la elegida fuera pura, lo que en una época en la que el destino de una mujer era casarse y procrear hacía que inicialmente se tratase de jóvenes. Pero eso cambió cuando, explica Diodoro, un militar tesalio llamado Equécrates raptó y violó a una pitia de la que se había enamorado, algo que llevó a que en lo sucesivo el cargo tendiera a recaer en féminas de más de cincuenta años, ataviadas con vestidos de vírgenes como recuerdo de la profanación.

Reconstrucción del santuario de Apolo en Delfos
Reconstrucción del santuario de Apolo en Delfos, según Albert Tournaire; Museo Arqueológico de Delfos. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Aunque en la etapa de apogeo del oráculo la pitia solía poseer una gran cultura y escribía las profecías en pentámetros o hexámetros, posteriormente, cuando el abanico se abrió a simples campesinas, eran los prophētai (personal auxiliar, quizá sacerdotes) los que tenían que pasarlos a verso. Entonces no importaban ni la edad ni la clase social, sólo su aptitud para hablar en nombre del dios y, eso sí, haber nacido en Delfos. Como sacerdotisa, su vida ya era virtuosa antes y si bien algunas parece que llegaron a contraer matrimonio, tenían que desentenderse de las responsabilidades familiares, ya que la misión que se le encargaba era para siempre.

A cambio disfrutaba de una libertad superior a la habitual en su sexo, con derecho a recibir un salario y alojamiento en el santuario, tener propiedades, asistir a eventos públicos y descansar en invierno, estación en la que se suponía que Apolo estaba ausente en Hiperbórea, siendo sustituido interinamente por su hermanastro Dionisos antes de regresar revitalizado. En ese sentido, es posible que el oráculo participase de alguna manera en los ritos dionisíacos de las ménades, que se celebraban en el vecino monte Parnaso; Plutarco tenía una amiga llamada Clea que era sacerdotisa de ambos cultos a la vez.

Heráclito dice que la primera pitia se llamaba Sibila, razón por la que se pasó a denominarlas así, especialmente en Roma, donde las consideraban sus herederas. Sólo se las podía consultar un día al mes, el siete (fecha del nacimiento de Apolo), pero esa jornada resultaba agotadora por la cantidad de gente que quería averiguar el futuro y el hecho de que el consultante tenía que entrevistarse con ellas días antes. Tras aspirar los vapores durante horas y entrar en trances continuos, la pitia terminaba exhausta, algo que perjudicaba su salud hasta el punto de que, a partir de cierto momento, se hizo necesario acortar su carrera y permitirle una especie de jubilación, pasando a buscarse una sustituta.

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Sacerdotisa de Delfos, obra de John Collier. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

La consulta empezaba con la purificación en la fuente Castalia, un manantial sagrado ubicado fuera del témenos (recinto sagrado) al que también iban los poetas porque sus aguas eran inspiradoras, mientras los sacerdotes purificaban el templo rociando el suelo con agua bendita y una danza ritual. Previamente, ella había ayunado y bebido las aguas sagradas de otra fuente, la Cassotis, donde se decía que vivía una náyade (ninfa) dotada de poderes mágicos. A partir de ahí los hosioi (los cinco oficiantes que ejercían labores auxiliares) y otros sirvientes la guiaban hasta su puesto, con el rostro cubierto por un velo púrpura, mientras se recitaban unos versos:

Sierva del Apolo de Delfos,
visita al manantial de Castalia,
lávate en sus remolinos plateados
y regresa limpia al templo.
Guarda tus labios de la ofensa
para los que piden oráculos.
Que venga la respuesta de Dios
pura de toda culpa privada.

Los consultores hacían ofrendas a Apolo y subían por la Vía Sacra que jalona el recinto. Al llegar al templo, los sacerdotes echaban agua fría sobre una cabra; si el animal temblaba, el dios estaba dispuesto a escuchar las preguntas y había que sacrificárselo antes de exponer la cuestión. El cadáver era quemado pero se analizaban las vísceras -sobre todo el hígado-, que en caso de no tener el aspecto adecuado se consideraban mal augurio -al igual que un humo que no ascendiera- y, consecuentemente, el solicitante no podría realizar su pregunta. Plutarco cuenta cómo una vez no se respetó esa norma y la pitia fue presa de un ataque de histeria, falleciendo días más tarde.

Santuario Delfos templo Apolo
Vista del templo de Apolo desde el lado noreste del santuario de Delfos. Crédito: Lgverjan / Wikimedia Commons

Por el contrario, si los signos eran favorables los peregrinos pagaban unas tasas, realizaban nuevos sacrificios y hacían su consulta de forma oral siguiendo la promanteia, es decir, una prioridad por su origen geográfico, con preferencia para atenienses y espartanos así como para gobernantes y quienes aportaran más dinero a la financiación del santuario (que reunió así un auténtico tesoro). Un proxenos o representante, debidamente retribuido, se encargaba de identificar al solicitante citando su nombre y procedencia. A veces la pitia no estaba disponible y entonces se podía hacer preguntas sencillas a los sacerdotes, que respondían sólo con un «sí» o un «no» mediante habichuelas de colores.

En una columna del pronaos estaban inscritos tres proverbios relacionados con el rito y presuntamentes formulados por los Siete Sabios de Grecia: Conócete a tí mismo, No cometas excesos y La fianza trae la ruina. Estaban acompañados de una enigmática y esotérica letra E, de incierta interpretación pero acorde al entorno mistérico en el que todo se desarrollaba: allí estaban también el ónfalo (una piedra labrada que otorgaba a Delfos el carácter de ombligo del mundo), flanqueado por las dos águilas de oro macizo que, siguiendo instrucciones de Zeus, habían elegido el sitio posándose tras volar desde los extremos de Occidente y Oriente.

Todo aquel que esperaba saber sobre su futuro y podía permitírselo viajaba hasta esa región de Grecia para consultar a la pitia, pues en la Antigüedad era raro emprender algo sin someterlo al oráculo para pedirle consejo u orientación. Podía hacerse a título individual o en nombre de una polis. Entre los personajes famosos que consultaron a la pitia de Delfos figuran Licurgo, Solón, Lisandro, Filipo II, Alejandro Magno, Zenón de Citio, Pompeyo el Grande, Nerón, Adriano, Diocleciano… Unos trataban de averiguar hasta dónde llegaba la sabiduría de la pitia, otros saber si su ambición política y/o militar se haría realidad.

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La pitia, obra de Jacek Malczewski. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Allí acudió Heracles atormentado por haber matado a su hijo y encontrándose con la negativa de la pitia Jenoclea a responderle por su crimen (la obligó por la fuerza). También los habitantes de Paros, quienes querían saber si debían ejecutar a la sacerdotisa Timo por ayudar al ateniense Milcíades el Joven durante el asedio de su ciudad sugiriéndole la visita al templo de Deméter; como Milcíades murió al poco de una herida gangrenada que se hizo en el lugar, la pitia respondió que Timo debía vivir al haber sido solamente un instrumento de los dioses.

Pero no siempre las palabras eran tan explícitas. Creso, rey de Lidia, fue a Delfos queriendo saber si era el momento adecuado para acometer la conquista de Persia; Destruirás un gran imperio, se le dijo, y empezó la campaña sin imaginar que había interpretado el mensaje al revés, acabando derrotado. Esa ambigüedad de la pitia en sus oráculos no fue un caso aislado. Es conocido el episodio en el que los atenienses le preguntaron a Aristócine ante la inminente invasión de Jerjes y ella contestó que serían salvados por una muralla de madera; todos pensaron en un muro perimetral, pero Temístocles supo deducir que se refería a una flota (se construyó, en efecto, gracias a lo cual se obtuvo la victoria en la batalla de Salamina).

De todo ello dan testimonio multitud de autores griegos, desde historiadores (Heródoto, Tucídides, Jenofonte, el citado Estrabón) a filósofos (Aristóteles, Platón, Diógenes, Heráclito de Éfeso) pasando por escritores (Eurípides, Sófocles, Esquilo, Píndaro). También hablaron del oráculo de Delfos romanos como Plutarco, Cicerón, Tito Livio, Justino, Lucano, Cornelio Nepote, Ovidio, Plutarco o Diodoro y cristianos como Orígenes, San Juan Crisóstomo o Clemente de Alejandría. Tanta afluencia al santuario hizo necesario que hubiera que designar hasta tres pitias simultáneas -dos activas y una en reserva-, al menos hasta que la costumbre de los oráculos comenzó a decaer.

Irónicamente, pese a tamaña documentación, ninguno dejó una descripción completa sobre cómo se llevaban a cabo las consultas, por lo que las reconstrucciones en ese sentido son hipotéticas, tomando elementos de los diversos relatos, a menudo divergentes. Tras los preliminares expuestos anteriormente, la pitia, portando una rama de laurel y un plato con agua del reseñado manantial Cassotis, entraba al áditon (el sancta sanctórum) para escuchar las preguntas y responderlas sentada sobre su trípode al fondo del templo, colocado sobre la grieta que expelía vapores. Hay quien opina que ella no permanecía allí sino que descendía personalmente por dicha hendidura. Tampoco está claro si eran las emanaciones las que la hacían entrar en trance o, como dice Pausanias, el agua del Cassotis.

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La pitia en pleno trance, en una ilustración de Heinrich Leutemann. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Em cualquier caso, gracias a esa inspiración inducida, incrementada por la masticación de hojas de laurel y adelfa según Luciano, se suponía que los dioses expresaban las respuestas a través de su boca. Excavaciones arqueológicas en el siglo XIX descubrieron que el templo está asentado sobre la intersección de la falla de Delfos con la del golfo de Corinto y un subuelo de depósitos bituminosos a base de hidrocarburos. Los frecuentes temblores de tierra abrirían fisuras en la roca por las que ese material salía vaporizado en forma de gases, explicando ese estado de ensoñación extática tan similar a los viajes estupefacientes de los chamanes.

Suelen mencionarse el etano y el metano, pero sobre todo el etileno, que en determinadas concentraciones es capaz de producir el olor dulce que menciona Plutarco y de generar estados psicodélicos como los que reseña dicho historiador. En ese sentido, el declive del oráculo habría llegado por una disminución de las emanaciones a finales del siglo I d.C. motivada por la entrada en un período de escasa actividad sísmica. En los meses invernales, en los que el tiempo refresca, las emanaciones gaseosas se reducirían, lo que también podría indicar que el mito del viaje de Apolo a Hiperbórea sería para no realizar oráculos durante esa estación.

También la adelfa quemada en un brasero del antro (subsuelo) liberaría sustancias tóxicas capaces de provocar síntomas parecidos a la epilepsia, considerada una enfermedad sagrada (no en vano a esa planta se la llamaba el «espíritu de Apolo»). Ésa podría ser una razón por la que las respuestas de la pitia resultaran tan ininteligebibles, aunque algunas teorías justifican ese tono críptico de forma más mundana, como resultado de una adaptación al contexto político griego. Al fin y al cabo, Delfos tenía un carácter panhelénico, neutral, y debía mantener ese estatus evitando mostrarse proclive hacia nadie con oráculos comprometidos.

La inmensa mayoría de los oráculos realizados se han perdido, como es obvio, pero desde la Era Clásica se conocen entre quinientos treinta y cinco y seiscientos quince, de los cuales más de la mitad serían históricamente auténticos. La imparable difusión del cristianismo les puso fin en el año 393 d.C., cuando el emperador romano Teodosio el Grande ordenó destruir el santuario para acabar con el paganismo. Precisamente fue otro emperador, Juliano el Apóstata, quien había hecho la última consulta conocida veintiocho años antes intentando averiguar si su restauración pagana tendría éxito.



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