Un sucinto rastreo por Google basta para sembrar la duda. Teclea uno «las mejores películas de horror de 2024» y surgen decenas de resultados, pero con una sutil diferencia: la mayoría aparecen bajo otro epígrafe, «las mejores películas de terror de 2024». Puede que incluso el lector de estas líneas no se haya percatado: en casi todas pone terror en vez de horror. ¿Es correcta la simplificación? A continuación veremos que no exactamente, aunque a veces se puedan combinar ambas cosas. De fondo común tienen el miedo, que sin embargo no suele ser frecuente como referencia nominativa de género, ni en literatura ni en cine.

La RAE ofrece dos acepciones de la palabra miedo: la primera, «angustia por un riesgo o daño real o imaginario»; la segunda, «recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea». En caso de que el miedo sea muy intenso -ya no puede pensarse racionalmente- pasa a ser terror y si resulta extremado, colectivo y contagioso, pánico. El término espanto aporta un componente de asombro y/o consternación, lo mismo que pavor, mientras que temor sería una «pasión del ánimo, que hace huir o rehusar aquello que se considera dañoso, arriesgado o peligroso» (es decir, implica un componente de recelo).

De toda esa línea de sentimientos quizá el más profundo sea el de horror porque superaría la mera inmediatez. Causado por ese «algo terrible y espantoso» que según el profesor universitario David Simpson da pie a una respuesta somática intensa (temblor, cabello erizado…), el concepto se hace extensivo a significados extra como una «aversión profunda hacia alguien o algo» y la alusión a una monstruosidad, deformidad o enormidad. Más allá de la definición, Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis, lo comparaba con lo siniestro, mientras que el antropólogo Georges Bataille veía en él algo próximo al éxtasis, por cuanto trasciende lo cotidiano y supera la conciencia social racional.

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Cartel de la película «El exorcista».

De hecho hay más autores que teorizaron sobre el tema. La semiótica y filósofa Julia Kristeva relaciona el horror con aspectos primitivos, infantiles y demoníacos de la feminidad no mediada en su obra Powers of horror. Por su parte, el profesor indio de literatura Devendra Varma se convirtió en uno de los primeros en argumentar con cierta profundidad la distinción entre terror y horror; lo hizo en 1957, en su libro The Gothic Flame: being a history of the Gothic Novel in England, en el que dice que «es la diferencia entre una aprensión terrible y una comprensión enfermiza: entre el olor de la muerte y tropezar con un cadáver».

En su obra The Gothic, el escritor y profesor de literatura inglesa Fred Botting concreta más al vincular el terror con la energía emocional liberada frente a la parálisis -en toda su gama de variantes (confusión, impotencia física, pérdida de facultades en suma)- a la que induce el horror. Es decir, el primero genera una respuesta porque en principio responde a algo que se presenta en términos reales, mientras que el segundo produce el efecto contrario al derivar de lo intangible o sobrenatural.

Una experta en el asunto como Ann Radcliffe, célebre escritora especializada en novela gótica, pasa por ser pionera en haber separado ambos conceptos como opuestos. En su libro On the Supernatural in Poetry expone que el terror está caracterizado por la oscuridad y la indeterminación que «le acompañan respecto al mal más terrible» y, consecuentemente, «expande el alma y despierta las facultades a un alto grado de vitalidad». Por contra, el horror «las contrae, congela y casi aniquila [las facultades]». Claro que eso sólo es un punto de partida que habría que matizar.

Radcliffe habla refiriéndose a la literatura y posiblemente ese planteamiento sea aplicable al arte -películas, novelas-, no tanto a la vida, donde uno puede horrorizarse por causas muy terrenales y las causas de uno y otro pueden llegar a ser comunes, siendo quizá el contexto el que marque la diferencia. Es más, incluso en una obra puede haber una combinación de terror y horror, dependiendo no sólo del tema sino también del tono o simplemente del momento. Hasta el formato puede adecuarse; el territorio literario por excelencia del horror sería el pulp.

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Portada de la primera edición (1914) de El invitado de Drácula, de Bram Stoker. Crédito: Handforth / Dominio público / Wikimedia Commons

Los ejemplos suelen resultar ambiguos. El género terrorífico tiende a adaptarse mejor al cine por la característica idiosincrasia de éste -la necesidad de sacudir al espectador en un par de horas- y muchas películas encajan perfectamente ahí, aunque las mejores incluyen en determinados momentos un tono de horror, como pasa en Psicosis, El exorcista o Alien. En literatura, donde la inmediatez del susto ya no es un requisito para mantener la tensión (curiosamente, otro medio impreso, el cómic, está más cerca del cinematográfico por su estructura secuencial), se tiende más al segundo concepto; casos muy obvios son el Frankenstein de Mary Shelley o Los mitos de Cthulhu de los escritores lovecraftianos (paradigma de las mencionadas publicaciones pulp).

Stephen King, reconocido maestro del género, publicó en 1981 un ensayo titulado Danse macabre en el que considera al terror como «el elemento más sutil» de los tres que componen un relato del género, seguido del horror (el tercero sería la repulsión -el gore, la casquería-, a la que admite recurrir con cierto reparo cuando no puede aterrorizar ni horrorizar). Para él, la diferencia está en el momento: terror sería el instante de suspense antes de que aparezca el monstruo de turno y horror su contemplación.

Lo que ocurre, insistimos, es que no se trata de compartimentos estancos y casi siempre se presenta una mezcolanza de situaciones que va variando el tono del relato de un concepto a otro. Lo que decíamos antes del contexto y que King asume plenamente al combinarlos, en su caso con ese tercero que aporta. Sus novelas más conocidas, caso de El resplandor, Cujo o It, siguen esa línea y como las suyas las de otros autores, si bien siempre puede encontrarse alguna referencia más específica, como el nada sutil Richard Laymon, por ejemplo.

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Portada de la revista pulp Weird Tales, correspondiente a noviembre de 1938. Crédito: A.R. Tilburne / Dominio público / Wikimedia Commons

King es un confeso entusiasta de Howard Phillips Lovecraft, que también teorizó sobre el asunto en Supernatural Horror in Literature, publicado en 1927, aunque, como indica el título, se centra sobre todo en ese horror sobrenatural o cósmico -el ser de otro mundo o incluso extradimensional en vez del clásico fantasma- que tanto le atraía y que caracterizó la mayor parte de su producción, si no toda, y la de su círculo. El escritor de Providence es uno de los mejores exponentes de lo que implica el horror literario, si bien él no alude al terror y habla un poco más genéricamente diciendo que «la emoción más antigua y más intensa de la Humanidad es el miedo».

Y miedo es lo que debe provocar necesariamente el horror en el espectador, según afirma el filósofo del arte Nöel Carroll en su estudio The philosophy of horror, añadiendo que el terror es el resultado de combinar aquellos otros dos componentes apuntados por King, horror y repulsión. Para Carroll, terror y horror se distinguen por su capacidad para interrelacionar la historia con el público. El primero no necesita recurrir a lo sobrenatural para asustar -basta un ser humano, como un asesino en serie por ejemplo-, mientras que el segundo suele basarse en la aparición de una criatura que «perturba el orden regular de la naturaleza» (el clásico monstruo) y la consiguiente reacción de los personajes ante ello.

Si aplicamos esto a la práctica veremos que es raro el relato, ya sea visual, ya escrito, que se ajusta del todo a esas definiciones. Al final lo importante será la capacidad de la historia y su tratamiento, sea cual sea la modalidad elegida o una confluencia de ellas, para conmovernos. Dejemos que sea el maestro Lovecraft quien ponga punto -seguido, no final, pues- a todo esto:

Pero los que tienen sensibilidad están siempre de nuestra parte y a veces un extraño haz de fantasía inunda algún rincón oscuro de la cabeza más rigurosa; por tanto, ninguna racionalización, reforma o psicoanálisis freudiano puede anular por completo el estremecimiento que produce un susurro en el rincón de la chimenea o en el bosque solitario.



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