El 16 de junio de 1272 la ciudad de Acre se despertó con una impactante noticia que no tardó en correr de boca en boca: esa noche se había producido un atentado contra Lord Edward, hijo del rey inglés Enrique III, quien se encontraba en Oriente Próximo liderando una cruzada. Un sicario, quizá miembro de la secta de los nizaríes o hashashin, le apuñaló en un brazo con una daga envenenada y aunque el príncipe logró matar a su agresor, la herida recibida le hizo enfermar, obligándole a abandonar una campaña que de todos modos había fracasado. La Novena Cruzada iba a ser la última.

Después de que Kutuz, el sultán mameluco de Egipto, derrotase a los mongoles en 1260 muriendo en la batalla de Ain Jalaut, le sucedió el general Baibars. Éste, un ex-esclavo de origen kipchak -pueblo túrquido de Crimea- muy alto y rubio, de ojos azules aunque tuerto, no tardó en lanzarse contra los cruzados que todavía había en la franja sirio-palestina desde el final de la Octava Cruzada, arrebatándoles una tras otra las ciudades de Arsuf, Atlit, Haifa, Safad, Jaffa, Ascalón y Cesarea. En 1268 cayó Antioquía, poniéndose fin así al principado homónimo y viéndose seriamente amenazados el Reino de Jerusalén -cuya capital había caído en 1244- e incluso el condado de Trípoli.

Fue entonces cuando Europa empezó a tomarse en serio la desesperada llamada de auxilio de aquellos cristianos y organizó la que sería la Novena Cruzada, que a veces se la considera una mera continuación o epílogo de la anterior porque el comienzo de una se solapa con el final de la otra.

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Busto de Baibars. Crédito: Ahmed yousri elmamlouk / Wikimedia Commons

El caso es que, el 24 de junio de 1268, el piadoso rey francés Luis IX el Santo (fue canonizado en 1297) organizó un gran ejército que, contando con el apoyo del Papa, debía partir hacía Egipto para enfrentarse a los musulmanes. La expedición no viajó allí directamente sino con escala en Túnez, donde el monarca enfermó de disentería o fiebre tifoidea y falleció, siendo sucedido por su vástago, Felipe III el Atrevido.

Era el 25 de agosto de 1270 y el peligro de que la misión terminara antes de empezar se superó con la prometida incorporación de Inglaterra. El rey Enrique III era ya demasiado mayor para cumplir sus votos de participar en una cruzada, pero permitió ir en su lugar a su primogénito Eduardo, que tenía amplia experiencia bélica adquirida en las Guerras de los Barones. Temperamental, inflexible y despiadado, se le apodaba Longshanks (Piernas Largas o Zanquilargo) debido a su estatura, siendo el primero del país en tener un nombre inglés y hablar ese idioma. hoy es famoso por su invasión de Escocia y el consiguiente enfrentamiento con William Wallace.

Eduardo, que había recibido del soberano galo un préstamo de setenta mil libras tornesas para poder financiar un contigente armado -no bastó y hubo que establecer un impuesto especial-, partió hacia Túnez acompañado de su hermano Edmundo de Lancaster; también llevó a su esposa, Leonor de Castilla. En Francia se enteraron de la muerte de Luis IX y decidieron continuar, invernando en Cerdeña para cruzar el Mediterráneo y desembarcar en Túnez en la primavera de 1271. Era tarde, pues se había firmado un tratado que ponía fin a la contienda, firmado por otros cruzados como el mencionado Felipe III, Carlos I de Sicilia y Teobaldo II de Navarra.

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Presunto retrato de Eduardo I conservado en la Abadía de Westminster. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Eduardo se negó a reconocerlo porque, entre otras cosas, se le excluía de las indemnizaciones previstas y continuó hasta Acre en ocho veleros y una treintena de galeras, a pesar de que contaba con fuerzas bastante exiguas: algo más de dos centenares de caballeros y unos mil infantes, engrosados por las modestas tropas aportadas por Edmundo y dos contingentes menores que también se les unieron, uno bretón y otro flamenco. La ciudad, defendida por Bohemundo VI de Antioquía, aún estaba sitiada; no obstante, al ver llegar a los cruzados, los mamelucos se retiraron.

Envalentonado por ello y reforzado por caballeros de las órdenes militares y de Hugo III de Chipre, Eduardo inició ataques esporádicos que, sin embargo, no le daban para obtener un triunfo resonante; la acción más contundente fue aprovechar que Baibars estaba en Alepo afrontando una incursión mongola -pactada con Eduardo- para masacrar a millar y medio de turcomanos, la mayoría pastores nómadas, lo que le permitió obtener un botín de cinco mil reses. Luego se retiró con rapidez para evitar una respuesta enemiga, enterado de que Baibars había puesto en fuga a los mongoles.

El sultán temía una operación combinada marítimo-terrestre contra Egipto, así que contruyó una flota para abrir un nuevo frente en Chipre, de modo que su rey dejara Tierra Santa para defender la isla, quedando sólo su colega inglés. Con diecisiete galeras camufladas de cristianas, trató de entrar en Limassol, pero fue derrotado y tuvo que regresar, lo que volvía a poner a su ejército frente al cruzado. Hugo III prefirió prevenir otra intentona firmando por su cuenta una tregua de una década de duración. Eduardo no encajó bien aquello y se negó a secundarlo.

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Desarrollo de la Novena Cruzada. Crédito: Ælfgar / Rowanwindwhistler / Wikimedia Commons

Ahora bien, su ya de por sí pequeño ejército ahora se veía aún más reducido, carente de efectivos suficientes para aspirar a liberar Jerusalén, el objetivo siempre presente en la mente de cualquier cruzado. Por tanto, no tuvo más remedio que aceptar la realidad y, tras mediar en las disputas entre Hugo III y la familia Ibelín de Chipre, aceptó a su vez la mediación de Carlos de Sicilia para negociar la paz con Baibars. Se firmó en Cesarea, en mayo de 1272, y era por un período de diez años, diez meses y diez días. La guerra se daba por terminada.

Edmundo se embarcó para Inglaterra pero Eduardo se quedó para asegurarse de que se cumplía lo acordado. Ahora bien, todo el mundo sabía que tenía en mente una nueva expedición para el futuro, algo a lo que tampoco eran ajenos los musulmanes. Fue entonces cuando se produjo el atentado reseñado al principio, quizá instigado por el sultán, quizá por el emir de Ramla, quizá por el Viejo de la Montaña (el líder de los hasashassin), en el contexto de una ceremonia de falsa conversión. El arma empleada, como decíamos, estaba envenenada y Eduardo enfermó, asumiendo finalmente la inevitabilidad de su marcha.

En septiembre de 1272 partió para Sicilia, donde permaneció un tiempo recuperándose. Todavía estaba en la isla mediterránea cuando recibió sucesivamente dos noticias funestas: la muerte de su hijo Juan y la de su padre, ambas muy sentidas. Ahora ya no tenía más remedio que retornar a Inglaterra para asumir el trono, pero lo hizo lentamente, para poder recuperarse del todo y aprovechando la estabilidad por la que pasaba el reino. De hecho, fue proclamado in absentia -algo nunca hecho hasta entonces- gobernando en su nombre un consejo real encabezado, como Lord Canciller, por el obispo Robert Burnell.

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El atentado contra Eduardo I en un grabado de Gustave Doré. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Por el camino, el nuevo monarca visitó al nuevo Papa (Gregorio X, su hasta entonces compañero de viaje, Teobaldo Visconti), a Felipe III y a su tío-abuelo Felipe I de Saboya, reprimió una rebelión en Gascuña y pactó la boda de su hija Leonor -de cuatro años- con Alfonso de Aragón (el futuro Alfonso III el Libre), así como la de su hijo Enrique con Juana de Navarra (que también reinaría en Francia como esposa de Felipe IV). Y por fin, ya de vuelta, fue coronado en la Abadía de Westminster por el arzobispo de Canterbury el 19 de agosto de 1274. Luego se quitó la corona jurando no ponérsela otra vez hasta recuperar todas las tierras que su difunto progenitor había perdido.

La Novena Cruzada apenas había durado un año y fue la última, pues Gregorio X convocó otra que no prosperó y su sucesor, Martín IV, accedería a la propuesta veneciana de hacerla no contra los mamelucos sino contra los bizantinos. Las cláusulas del acuerdo de paz entre Eduardo y Baibars estipulaban que los cristianos conservarían dos territorios: uno, la franja costera entre Acre y Sidón, el otro el condado de Trípoli (que ocupaba el norte y el oeste de las actuales Líbano y Siria, respectivamente).

No necesitaron enemigo externo porque se enzarzaron en una auténtica guerra civil que enfrentó a Hugo III con Carlos de Anjou. Debilitados, esos reinos terminarían cayendo en manos del islam.



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