En un reciente artículo dedicado a la Novena Cruzada explicábamos que el príncipe inglés, futuro rey Eduardo I, desembarcó en Acre en la primavera de 1271 dispuesto a enfrentarse a los mamelucos egipcios del sultán Baibars. Su ejército era demasiado pequeño para imponerse por sí solo, pero contaba con un exótico aliado con el que previamente había alcanzado un acuerdo estratégico: el mongol Abaqa Kan, bisnieto de Gengis, que cumpliendo lo pactado lideró una incursión en la franja sirio-palestina y se retiró antes de que el enemigo pudiera rechazarlo. Pero no era la primera vez ni sería la última que los mongoles atacaban esa región.

Sus razias habían comenzado en 1258 bajo el mando de Hulagu, nieto de Gengis, quien desde que fue elegido Kan dos años antes inició una expansión por el sudoccidente asiático que le llevó a ganarse el apodo de el Terror del islam. No era algo gratuito. Al igual que su hermano Kublai, Hulagu había recibido una educación exquisita y solía rodearse de sabios, pero en la guerra se comportaba de forma brutal, implacable, lo que sufrieron especialmente los musulmanes porque él, aunque de fe chamánica, mostraba simpatías por el budismo y el cristianismo.

Antes de suceder a su otro hermano, Möngke, al frente del kanato, fue enviado por éste contra los nizaríes -la famosa secta de los hashashin o «asesinos»- para vengar el asesinato de su tío Chagatai, destruyendo su fortaleza de Alamut y matando a su líder. Era el año 1256 y luego llegó el turno del califato abásida y la dinastía ayubí de Siria, que también cayeron dejando en sus manos Alepo y Damasco, entre otras ciudades. Todos esos territorios fueron en parte ocupados y en parte cedidos a Bohemundo VI de Antioquía, mientras los francos buscaban beneficio manteniéndose neutrales.

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Ilustración del siglo XVI que muestra la conquista mongola de la fortaleza nizarí de Alamut. Crédito: Virginia MOA / dominio público / Wikimedia Commons

El siguiente objetivo era la eliminación o sumisión del sultanato mameluco de Egipto, para lo cual fue reunido el mayor ejército mongol de la Historia. Sin embargo, el fallecimiento de Möngke obligó a Hulagu a suspender la expedición y regresar para afrontar la habitual crisis sucesoria, que desembocó en la disgregación del Imperio Mongol en cuatro kanatos independientes, si bien se reconoció como autoridad de referencia a Kublai. Fue éste quien concedió a Hulagu el llamado Ilkanato de Persia, que abarcaba zonas de las actuales Irán, Irak, Armenia, Turkmenistán, Georgia, Azerbaiyán, Turquía, Afganistán y Pakistán.

Antes de retirarse, Hulagu había dejado en Siria una pequeña fuerza de diez mil hombres al mando al general Kitbuqa, cristiano nestoriano, que continuó el avance conquistando ciudades hasta llegar a Ascalón y probablemente Jerusalén; esta última se la entregó a los cristianos, según decía en una carta enviada al rey Luis IX de Francia, aunque es improbable que la hubiera ocupado de forma permanente. También dejó guarniciones en Gaza y Nablus, localidades que sometió a un salvaje saqueo, lo que decidió a los mamelucos a frenarles de una vez, ya que se acercaban peligrosamente a Egipto.

El contraataque lanzado por el sultán mameluco Kutuz se dirimió en la batalla de Ain Yalut, en Galilea (la primera, por cierto, en la que consta que se emplearon cañones), donde fingió una retirada de su flanco izquierdo que permitió a los mongoles cargar contra él y desbaratarlo a costa de embolsarlos con una hábil maniobra realizada por tropas que Kutuz había mantenido ocultas aprovechando su superioridad numérica. Kitbuqa cayó prisionero y terminó ejecutado, pero su oponente fue asesinado durante el regreso por su segundo, Baibars, ex-esclavo blanco túrquido, que se convirtió así en el nuevo sultán.

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Oriente tras la disgregación del Imperio Mongol. Crédito: Rowanwindwhistler / Wikimedia Commons

Fue él quien terminó de expulsar a los mongoles un año más tarde, al vencerlos en la batalla de Homs, para después tratar de destruirlos desde dentro entablando negociaciones con Berke, kan de la Horda Azul (en la actual Rusia). La razón radicaba en que Berke era musulmán converso y su pueblo túrquido, por lo que tenía más en común con los mamelucos que con los mongoles.

El caso es que Baibars acabó con el mito de la invencibilidad mongola y hasta negoció con los francos entregarles lo que quedaba del Reino de Jerusalén, pues éstos le habían permitido el paso por sus dominios al temer más a los mongoles que a los musulmanes.

La causa de ese temor fue otra matanza ordenada por Kitbuqa, esta vez en Sidón, que sin embargo no había sido porque sí, se trataba de una represalia contra las malas artes de Julián Grenier, señor de esa ciudad y de Beaufort, al que sus coetáneos describían como un irresponsable. Grenier había aprovechado el río revuelto para saquear en 1260 el valle del Bekaa, que estaba bajo protección de los mongoles, y cuando Kitbuqa envió a su sobrino a pedirle explicaciones mandó matarlo. De ese modo pudo peligrar una alianza que en breve, en apenas once años, iba a ponerse de nuevo sobre el tapete.

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Primeras incursiones mongolas en Levante, en 1260. Crédito: Map Master / Rowanwindwhistler / Wikimedia Commons

Concretamente fue en 1271, con motivo de la Novena Cruzada organizada por Luis IX en 1269. El monarca francés no pudo más que empezarla porque murió en Túnez al poco, enfermo de disentería o fiebre tifoidea, pero recogió el testigo el primogénito de Enrique III de Inglaterra, Eduardo.

Su ejército era pequeño, de poco más de un millar de efectivos (más algunos refuerzos aportados por su hermano, Edmundo de Lancaster, el obispo de Lieja y un contingente bretón), por lo que necesitaba aliados. Incorporó al citado Bohemundo VII de Antioquía y a Hugo III de Chipre, pero otros abandonaron ante el óbito de Luis IX. Por tanto, los mongoles eran una buena opción.

Hulagu había muerto también, en 1265, y ahora gobernaba el Ilkanato su hijo Abaqa, budista y simpatizante del cristianismo nestoriano, que no mantenía buenas relaciones diplomáticas con los francos pero sí con la mayor parte de Occidente, intercambiando correspondencia con Bohemundo VI, el papa Clemente IV, el emperador bizantino Miguel VIII y el rey Jaime I de Aragón (sobre el que pudo influir para que organizase una fallida expedición a Acre en 1269). Abaqa recibió con interés a los embajadores ingleses enviados en 1271, nada más llegar Eduardo a Acre, para alcanzar un acuerdo.

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Miniatura del siglo XIV que representa a Abaqa, a caballo, acompañado de su hijo Arghun y su nieto Ghazan. Crédito: Rachid al-Din / Dominio público / Wikimedia Commons

El kan aceptó encantado y envió a sus tropas a devastar Siria: Antioquía, Alepo, Amán, Homs, Apamea, Cesarea… Tampoco eran muy numerosos, unos diez mil jinetes más auxiliares selyúcidas, ya que el grueso estaba ocupado en otros conflictos en el Turquestán. Por eso la operación se limitó a una razia a la que su general, Samagar, ordenó poner fin ante la noticia de la inminente llegada de Baibars, pero antes provocó un masivo éxodo hacia Egipto de musulmanes que aún recordaban la dura campaña de Kitbuqa, todo lo cual facilitó la negociación de una tregua entre Eduardo y el sultán.

Ahora bien, esa retirada más allá del Éufrates no significó que no volviera a haber presencia mongola en Palestina. Acabada la Novena Cruzada -tan efímera que muchos la engloban en la Octava- y fallecido Baibars en 1277, Abaqa volvió a atacar Siria entre 1280 y 1281, ahora con los francos a su favor -especialmente los caballeros de la Orden Hospitalaria- y tomando Bagras, Darbsak y Alepo. Incluso animó a otros cristianos a una nueva cruzada apoyado por León II de Armenia, pero únicamente se mostraron receptivos Eduardo -ya coronado rey de Inglaterra- y los hospitalarios. El inglés no pudo reunir fondos y sólo los monjes caballeros acompañaron finalmente a los mongoles.

Juntos recuperaron la fortaleza del Krak -había pertenecido a la orden hasta su pérdida en 1271- y a continuación regresaron a sus cuarteles prometiendo reanudar la campaña en invierno de ese año. Sin embargo cuando llegó el momento apenas se les unieron dos centenares de hospitalarios y algunos caballeros de Chipre porque el nuevo sultán, Qalawun, renovó por otra década la tregua pactada con los cristianos permitiéndoles el acceso a Jerusalén de sus peregrinos. Y aunque esta vez eran cincuenta mil mongoles más treinta mil aliados armenios, georgianos y griegos, fueron repelidos en la segunda batalla de Homs.

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Incursiones mongolas entre 1299 y 1300. Crédito: MapMaster / Wikimedia Commons

Abaqa murió al año siguiente, no se sabe si en medio de un delirium tremens causado por el exceso de alcohol o envenenado por su ministro persa de finanzas, que profesaba la fe islámica (de hecho, se le acusó y terminó ejecutado). Fue su nieto Ghazan quien, pese a convertirse también a esa religión -desde una posición de tolerancia que admitía el resto de credos-, retomó las incursiones contra Siria en 1299, venciendo a los mamelucos en la batalla de Wadi al-Khazandar (o tercera batalla de Homs) y tomando Alepo. El general Mulay persiguió al enemigo en su retirada hasta Gaza, obligándolo a refugiarse en Egipto; entonces volvió atrás, conquistó Damasco y finalmente retornó allende el Éufrates para reaprovisionarse.

De ese modo, el Ilkanato quedó dueño absoluto de Tierra Santa. Eso sí, la situación apenas duró cuatro meses de 1300 porque en cuanto se fueron los mongoles el sultán recuperó el terreno perdido sin necesidad de combatir siquiera. Uno de los enigmas historiográficos sobre ese breve período es si Mulay llegó a apoderarse de Jerusalén, algo en lo que no hay acuerdo entre los expertos. Por referencias en fuentes medievales se puede deducir que quizá tomaran la ciudad pero luego la dejaran, como era su costumbre, máxime ante la dificultad de reunir los recursos materiales y humanos que exigiría defenderla.

Sea como fuere, en la Europa de la época se creía que sí y que se la iban a devolver a a los cristianos; es más, también corrió el rumor de que habían tomado Egipto y continuarían hacia Berbería y Túnez, liberando cautivos, y hasta el papa Bonifacio VIII emitió la bula Ausculta fili refiriéndose al asunto, además de ordenar la celebración de procesiones y animar a peregrinar.

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La ofensiva franco-mongola de Ghazan entre 1300 y 1301. Crédito: PHGCOM / Rowanwindwhistler / Wikimedia Commons

Asimismo, ese verano, el pontifice recibió a una nutrida embajada mongola que tomó parte en los fastos de año jubilar; estaba encabezada por el aventurero florentino Guiscardo Bustari, de quien se rumoreó que venía a restituir Tierra Santa a los francos.

Aquella oleada de entusiasmo no cejó hasta septiembre, cuando empezaron a recibirse noticias sobre la retirada de las fuerzas de Mulay y el restablecimiento del poder mameluco en la franja sirio-palestina. Entonces decayó el ánimo y no cuajó la nueva llamada a una cruzada que hizo Ghazan, quien la emprendió en solitario en 1303. Consiguió alcanzar Damasco, pero no pudo pasar de allí y se retiró con el plan de intentarlo de nuevo al año siguiente. Lamentablemente para él, ese otoño enfermó y murió en la primavera de 1304.

No tenía hijos y su hermano Ölŷeitü, educado en el cristianismo pero convertido sucesivamente al budismo y al islam -primero sunita y después chiíta-, proclamó a éste religión oficial con la idea de acercar el régimen a la mayoría del pueblo, lo que no impidió que intentara una última y postrera campaña contra los mamelucos que fracasó porque esperaba una ayuda europea que nunca recibió. Luego redirigió la atención político-militar hacia la región del mar Caspio. A la muerte de su hijo y sucesor, Abu Saíd Bahador, el Ilkanato se fragmentó y se acabaron las incursiones mongolas.



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