En la película Siete años en el Tíbet, Brad Pitt encarnaba al alpinista austríaco Heinrich Harrer, que en 1944 intentó escalar el Nanga Parbat a mayor gloria de la Alemania nazi (era miembro de las SS). Pero no era la primera vez que el régimen hitleriano intentaba algo así. De hecho, estaba tan interesado en esa región por sus teorías raciales y esotéricas que seis años antes la Ahnenerbe, una asociación fundada por Himmler y dedicada a la investigación sobre el pasado de la raza aria, ya había encargado una expedición al naturalista Ernst Schäfer, también perteneciente a las SS.
Schäfer, nacido en Colonia en 1910, había estudiado zoología y geología en la Universidad de Gotinga, especializándose en ornitología. Entre 1930 y 1931 realizó el primero de sus tres viajes al Tíbet junto al estadounidense Brooke Dolan II, quien volvió a acompañarle en otro desarrollado de 1934 a 1936. Entremedias, en 1933, Schäfer se unió a las SS, organización en la que alcanzaría el rango de sturmbannführer (comandante) y cuyo reichsführer (líder), Heinrich Himmler, quedó fascinado con la información que reunió en tierras asiáticas.
Himmler acababa de fundar la Ahnenerbe en 1935, entidad que siempre estuvo fuertemente vinculada al nazismo porque tenía como finalidad investigar y estudiar todo lo relativo a la raza aria, a la que consideraba biológica y culturalmente superior como depositaria o heredera de otra anterior. Y el origen de dicha raza, de acuerdo con un cuerpo doctrinal que mezclaba racismo, esoterismo, ocultismo e historia, se situaba en el mítico reino de Agartha, que algunos suponían que podía estar en el Himalaya y se vinculaba con otro mito abrazado por los nazis, el de la Tierra Hueca.

De Agartha ya habían escrito, a caballo entre el siglo XIX y el XX, ocultistas como los rusos Helena Blavatsky, Nikolái Roerich y Ferdinand Ossendowski o los franceses Louis Jacolliot y René Guenón, entre otros. Se supone que era un reino fundado hace cientos de miles de años -incluso millones, según la versión- por una raza de semidioses que Blavatsky suponía procedentes de Venus y Earlyne Chaney identificaba como annunakis (deidades mesopotámicas). Estaría formado por un centenar de colonias subterráneas, inaccesibles salvo por determinados puntos aislados: el desierto de Gobi, la selva amazónica, Siberia, los dos polos… y el Himalaya.
En esta cordillera se situaba la capital, Shambhala, que en el hinduismo mencionan el Mahabjárata y el Bhagavata-purana como lugar de nacimiento de Kalki (la décima y última encarnación del dios Visnú), formando parte también de la mitología budista como un estado que conservaba la pureza y la bondad en lucha contra el Mal. Para los nazis, encontrar Shambhala era como dar con la puerta a Agartha, que una vez abierta les permitiría pasar a contactar con esa misteriosa civilización o, al menos, confirmar su legado. Y, por supuesto, demostrar que los arios eran sus descendientes y herederos.
Ése era el planteamiento de Frederick Hilscher, jefe del departamento de esoterismo de la Ahnenerbe e ideólogo de la misión encomendada a Schäfer, y así lo asumió el mismísimo Consejo de Regencia tibetano -el dalái lama Thubten Gyatso acababa de fallecer y todavía no se había designado sucesor-, que remitió un documento a Berlín aceptando a Adolf Hitler como cabeza de la raza aria y al Tercer Reich como aliado. Aunque, en realidad, la creencia en Shambhala no era exclusiva del nazismo; como vimos en otro artículo, los soviéticos también hicieron una expedición en su busca que duró cuatro años, entre 1924 y 1928; pese a lo que aseguraron sus jefes, el citado Nikolái Roerich y su esposa, no hubo resultados y Moscú terminó cerrando el asunto.
El caso es que Schäfer estaba deseando volver al Tíbet y solicitó patrocinio al gobierno, que se lo concedió a través de la Ahnenerbe. El objetivo de la misión era buscar pruebas de la Glazial-Kosmogonie, también denominada Welteislehre (Teoría del Hielo Mundial), según la cual el hielo constituía la sustancia fundamental de todos los procesos cósmicos y por eso la Luna, los planetas y el éter, en cuya composición hay hielo, habrían determinado el desarrollo del universo. Tal propuesta fue formulada, después de un sueño que tuvo en 1894, por Hanns Hörbiger, un ingeniero e inventor austríaco en colaboración con un maestro de escuela aficionado a la astronomía llamado Philip Fauth.

Entre otras cosas, aseguraban que el Sistema Solar se formó cuando una estrella gigante cayó dentro de otra llena de agua provocando una explosión estelar. También que la Tierra tuvo seis lunas de hielo, siendo su destrucción, debida a la gravedad de nuestro planeta, la que causó tanto el Diluvio Universal como el fin de la Atlántida. Añadían que era inevitable una futura colisión de Luna y Tierra. Por supuesto, los astrónomos académicos les descalificaron contundentemente, pero ellos rechazaban las fotografías y los cálculos matemáticos aduciendo que estaban manipulados y hasta consideraban enemigo al que les discutiera.
Aun así, la Glazial-Kosmogonie se hizo bastante popular tras la Primera Guerra Mundial y empezaron a menudear sociedades, conferencias, libros, revistas… y Hörbiger gozó del aprecio nazi pese a fallecer en 1931, dos años antes de su subida al poder. Hans Roberts Scultetus, jefe de la sección de meteorología de la Ahnenerbe, la adoptó como posible herramienta de utilidad para los pronósticos del tiempo y a Schäfer se le impuso la misión de estudiar el asunto.
Ahora bien, él sí era un naturalista universitario. Consecuentemente, cuando quisieron imponerle la incorporación al equipo de Edmund Kiss, un arquitecto y escritor de novelas de aventuras que se hacía pasar por arqueólogo abrazando cuanta teoría extravagante aparecía (origen europeo del Tiwanako andino, movimiento völkich, la Atlántida, Thule…), Schäfer se negó estableciendo una docena de criterios científicos que debían presidir la expedición. Eso no gustó a Wolfram Sievers, reichsgeschäftsführer (director general) de la Ahnenerbe -que sería ahorcado en 1948 por crímenes de guerra-, quien retiró la financiación.
La expedición sólo siguió adelante gracias a la intervención personal de Himmler, que permitió que se buscasen patrocinadores entre el mundo empresarial internacional. A cambio obligó a todos los integrantes a afiliarse a las SS, lo que dio la impresión de que esa organización apadrinaba el proyecto y por eso la prensa de otros países se refería a él como la Expedición SS al Tíbet, algo que provocó distanciamiento a la hora de obtener dinero. Ante las dificultades que se presentaban, el propio Schäfer tuvo que implicarse en conseguir los sesenta mil marcos que él había calculado de presupuesto.

El coste final del equipamiento fueron sesenta y cinco mil marcos, pero hubo que sumarles el de la expedición en sí, que ascendió a una cantidad similar. El ochenta por ciento lo aportaron empresas germanas, la Deutsche Forschungsgemeinschaft (Fundación Alemana de Investigación), el Werberat der deutschen Wirtschaft (Consejo de Relaciones Públicas y Publicidad de la Industria Alemana) y Brooke Dolan II, que era hijo de un rico industrial y deseaba ayudar a su viejo amigo a que visitase otra vez el Tíbet. Las SS únicamente pagarían el vuelo de vuelta.
También fue Schäfer quien eligió a los miembros de la expedición: Edmund Geer, de veinticuatro años, líder técnico de organización; Karl Wienert, geólogo de veinticuatro años, que había sido asistente de Wilhelm Filchner, otro famoso explorador teutón que había viajado por Asia y la Antártida, y en ese momento se hallaba de nuevo en Extremo Oriente intentando abrir mercado para la aerolínea Lufthansa; Bruno Beger, de veintiséis años, antropólogo y etnólogo de la RuSHA (Rasse- und Siedlungshauptamt der SS, Oficina de Raza y Asentamiento de las SS); y Ernest Krause, el mayor de todos con treinta y ocho años, entomólogo y cineasta.
El controvertido currículum de algunos de ellos (Beger, que fue alumno de Hans F.K. Günther, un eugenista supremacista, colaboraría en la selección y gaseamiento de judíos de Auschwitz para quedarse con sus cráneos y en el Tíbet se dedicó obsesivamente a tomar medidas antropométricas a los habitantes locales) y el hecho de que las SS aportaran personal contribuyó a dar mala imagen a la expedición. Tampoco ayudó que Joseph Goebbels, ministro de Propaganda, declarara que se trataba tanto de una misión científica como política y militar secreta. Para colmo de males, en un desgraciado accidente cinegético, Schäfer mató a su esposa.
En el verano de 1937 la invasión japonesa de Manchuria estuvo a punto dar al traste con todo antes de empezar porque Schäfer planeaba llegar al Tíbet navegando por el río Yangtsé y la alternativa de solicitar a los británicos paso por la India fue denegada, temiendo labores de espionaje ante una guerra que parecía cada vez más inminente. Una vez repuesto le pidió permiso a Himmler para intentar atravesar territorio indio ilegalmente, pasando de Ceilán a Calcuta, pero los británicos se enteraron y lanzaron una dura advertencia. Al final, el primer ministro Neville Chamberlain accedió a que fueran por la región de Sikkim.

Allí llegaron tras haber partido desde el puerto de Génova en abril de 1938, formando una caravana de cincuenta mulas y porteadores nativos bajo la atenta vigilancia del funcionario británico, Sir Basil Gould. Estuvieron seis meses, hasta la segunda mitad de junio, cuando se pusieron en marcha hacia el norte, recopilando durante el trayecto especies y haciendo mediciones orográficas mientras Beger se dedicaba a medir a los lugareños que iban encontrando. A mitad del camino, Schäfer fue informado de su ascenso a hauptsturmführer (capitán); los demás también subieron un peldaño en el escalafón, a obersturmführer.
Alcanzaron Lhasa en enero de 1939 y fueron bien recibidos por los ministros tibetanos, a los que regalaron banderines nazis, recibiendo a cambio víveres y material. El regente, Reting Rimpoche, intentó lograr una alianza con Alemania que incluyera la adquisición de armas, para disgusto de un Schäfer que quería mantener el carácter científico de la expedición. Permanecieron allí un par de meses reuniendo información etnográfica, filmando y fotografiando. En marzo reanudaron el viaje hacia Gyantse, explorando las ruinas de Jalung Phodrang y visitando al mes siguiente Shigatse, donde fueron aclamados por miles de personas.
Los expedicionarios no estaba desconectados del mundo, pues se mantenían en contacto con Berlín por correo y mediante la radio de la embajada china. Precisamente Schäfer tomó la decisión de regresar tras leer una carta remitida por su padre en la que le informaba de que la tensión internacional estaba en un punto crítico y parecía inevitable un estallido bélico. Casualmente, en ese momento llegó al Tíbet el japonés Jinzō Nomoto, un agente secreto disfrazado de mongol que estuvo reuniendo información para la Oficina de Inteligencia del Ejército Imperial hasta octubre de 1940, lo que parecía corroborar las noticias recibidas.
Los alemanes marcharon entonces a Calcuta, donde embarcaron en un hidroavión de British Airways rumbo a Bagdad. En la capital iraquí tomaron un vuelo de Lufthansa a Atenas, donde el gobierno alemán les había preparado un avión exclusivo. Allí se enteraron de que el hidroavión que les había llevado acababa de estrellarse en Alejandría, lo que explicaba el porqué de una parada técnica que se vieron obligados a hacer en Karachi al poco de salir de la India. Por fin tomaron tierra en Alemania en agosto de 1939, siendo calurosamente homenajeados por las autoridades y la prensa en el inevitable contexto propagandístico.

En esa línea, Himmler se entrevistó con Schäfer para hacerle entrega del Totenkopfring, el Anillo de la Calavera de las SS, honor que únicamente recibían los más destacados. Asimismo le nombró director del Forschungsstätte für Innerasien und Expeditionen im Ahnenerbe der SS (Instituto de Investigaciones para Asia Interior de la SS-Ahnenerbe) y le propuso otro viaje al Tíbet en caso de que empezase la contienda, esta vez con fines diplomáticos, para firmar la alianza y organizar allí un movimiento de resistencia. Sin embargo, pese a que efectivamente estalló la Segunda Guerra Mundial, ese plan nunca se concretó.
El balance de la misión, presentado por primera vez en el Himalaya Club Calcutta, fue irregular. En la parte científica se había descubierto una nueva especie animal que satisfacía el interés de los expedicionarios en ese sentido, la cabra del Himalaya (Hemitragus jemlahicus), a la par que se identificaba al famoso yeti con el oso del Himalaya. También se recopiló una abundante colección de semillas de más de un millar de especies de cereales con la idea de cultivarlas en Alemania para conseguir una autarquía agrícola, trescientas cincuenta pieles de animales cazados por Schäfer, textos sagrados (ciento veinte de volúmenes que componían el Kanjur -canon budista tibetano- y centenares de mándalas), datos geomagnéticos…
Otros objetos diversos incluyeron un buen número de estatuas y obras de arte, entre ellas una de Vaisravana (uno de los Cuatro Reyes Celestiales budistas) hecha de metal del meteorito Chinga (encontrado en Rusia en 1913 por unos buscadores de oro), que algunos adscriben a la milenaria religión prebudista Bon pero otros consideran una falsificación -posiblemente de Nikolái Roerich- por sus características iconográficas y por el hecho de que no aparece en la minuciosa relación apuntada por Schäfer. Éste, por cierto, no olvidó agasajar al Füher regalándole una túnica de lama y un perro de caza.
Por contra, no se encontraron Agartha ni Shambhala ni nada que contribuyera a demostrar la veracidad de la Teoría del Hielo Mundial o la existencia de una raza aria primigenia. Y no fue por falta de mediciones craneométricas de tibetanos, pues Beger se los practicó a cuatrocientas personas gracias a que fingía ser médico, distribuyendo medicamentos y tratando a los monjes de sus enfermedades de transmisión sexual. Beger, como decíamos, coleccionaría calaveras de judíos de los campos de exterminio con vistas a una exposición antropológica que demostrase que eran untermensch (subhumanos).

Terminó procesado en Núremberg después de que algunos de los cuerpos de las víctimas, todavía sin descarnar, fueran encontrados por los Aliados en el Instituto Anatómico de Estrasburgo. El director del centro, August Hirt, fue condenado a muerte in absentia al haber logrado escapar y quitarse la vida antes (no así sus colaboradores, Wolfram Sievers y Rudolf Brandt, ahorcados); Beger fue exonerado en primera instancia porque no se sabía lo de los cráneos, pero más tarde le cayeron tres años, que no cumplió al haber transcurrido ya mucho tiempo (era 1971). En 1988 publicó su diario del viaje y falleció en 2009.
En cuanto a Schäfer, tampoco pudo publicar su relato de la expedición hasta 1950, pero la información y especímenes recogidos en ese viaje le permitieron obtener el doctorado en ornitología tibetana (buena parte de las colecciones de aves del Museo de la Naturaleza de Berlín se deben a él). El mismo año de su retorno a Alemania conoció a otra mujer, Úrsula, con la que se casó en segundas nupcias, y a partir de ahí centró su atención en el reseñado Instituto de Investigaciones para Asia Interior, donde trabajó con siete ayudantes, uno de ellos un prisionero de guerra británico.
En 1945, al acabar la guerra, fue arrestado por los Aliados debido a su pertenencia a las SS, aunque cuatro años más tarde lo liberaron al considerar que lo había hecho obligado. Se estableció en Venezuela un lustro; luego regresó a Europa y continuó vinculado al naturalismo, viviendo hasta 1992.
FUENTES
José Lesta, El enigma nazi. El secreto esotérico del III Reich
Jorge M. González, Ernst Schäfer (1910-1992) – from the mountains of Tibet to the Northern Cordillera
of Venezuela: a biographical sketch
Christopher Hale, Himmler’s Crusade: The True Story of the 1938 Nazi Expedition Into Tibet
Isrun Engelhardt, Tibet in 1938–1939: The Ernst Schäfer Expedition to Tibet
Wikipedia, Expedición al Tíbet de Ernst Schäfer
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