Si hablamos de número de víctimas mortales y grado de destrucción, en Japón destacan tres grandes desastres. Dos son muy conocidos: el Gran Terremoto de Kantō de 1923, que alcanzó 8,3 en la escala Richter y acabó con la vida de unas ciento cincuenta mil personas, y la Operación Meetinghouse de 1945, un bombardeo sobre Tokio durante la Segunda Guerra Mundial que fue el más devastador de la historia (si se excluyen los nucleares), con ciento veinte mil fallecidos. El tercero fue el Gran Incendio de Meireki, que durante tres días de 1657 arrasó Edo y puso en peligro al mismísimo shogún.
Meireki no es un lugar sino como se conoce a un segmento temporal encuadrado en el Período Edo (también llamado de la paz ininterrumpida), que es el que se extendió desde 1603 hasta 1868 y que estuvo bajo control del shogunato Tokugawa. La Era Meireki abarca tres años concretos, empezando en 1655 con la entronización del undécimo emperador, Go-Sai, y terminando en 1658. Por tanto se sitúa entre el final de la Era Jōō y el comienzo de la Era Manji, ambas también de tres años cada una. El paso de una a otra lo determinaba algún suceso especial y el incendio, como decíamos, lo fue.
Otro nombre que suele darse a aquella catástrofe es Incendio Furisode, que tampoco se trata de una localidad; furisode significa mangas oscilantes. Se trata de un tipo de kimono, normalmente de seda, caracterizado por tener unas enormes mangas colgantes que en la variedad oburisode pueden llegar hasta los tobillos, superando el metro de longitud. El furisode nació a mediados del siglo XVI con mangas cortas y originalmente era infantil, usándolo tanto niñas como niños de clase alta; con el tiempo fue pasando a ser una vestimenta adulta que los padres regalaban a sus hijas cuando alcanzaban la mayoría de edad.

Hoy en día sólo lo usan las maiko (aprendices de geisha), pero hace quinientos años estaba muy difundido y quizá por eso se erigió en germen de la leyenda que explica el inicio del incendio. Cuenta ésta que cuando Azabu, la hija de un rico mercader de Ueno, visitaba con su madre el templo de Honmyo-ji, de la secta budista nichiren, durante una celebración multitudinaria, se cruzó con un joven samurái del que quedó inmediatamente enamorada. Como lo perdió de vista entre el gentío, encargó un furisode como el que vestía él con la esperanza de llamar su atención si alguna vez la veía.
Pero aunque se lo puso repetidas veces nunca volvieron a cruzarse y Azabu, desesperada ante la inutilidad de sus oraciones, terminó enfermando y falleciendo. En el funeral, sus apenados padres cubrieron el ataúd con la prenda, que como era costumbre pasó a ser propiedad del templo junto con otros efectos personales de la difunta. Un monje vendió el kimono a otra chica, Kino, que en cuanto se lo puso, al cumplir dieciséis años, empezó a tener visiones del samurái y al cabo de un tiempo también murió de desamor. La historia se repetiría una vez más con una tercera infortunada, Iku.
Los monjes decidieron poner fin a aquella maldición quemando el furisode en el jardín del templo, pero, tras encender el fuego y empezar a recitar unas oraciones, un súbito y fuerte viento se lo llevó volando y cayó sobre el techo de madera del edificio, incendiándolo. Poco después, el mismo viento extendió las llamas a la ciudad provocando la catástrofe. El orientalista británico Patrick Lafcadio Hearn, que en 1890 se nacionalizó japonés adoptando el nombre de Yakumo Koizumi, recogió esta historia en su obra Kwaidan y otras leyendas y cuentos fantásticos de Japón, aunque aparece también en otras fuentes como el Kibun-Daijin (donde la protagonista pasa a llamarse O-Samé, entre otras diferencias).

El accidente tuvo lugar el 18 de enero de 1657, pese que Lafcadio lo sitúa el decimoctavo día del primer mes del primer año de Meireki, es decir, de 1655. En cualquier caso, no hay dudas en que lo sufrieron los habitantes de Edo, que es como se llamó Tokio hasta que la Revolución Meiji lo rebautizó en 1868. El palacio imperial estaba en Kioto, la capital oficial, pero la sede del bakufu (gobierno), o sea, del shogún, se ubicaba en Edo junto con las principales oficinas administrativas. Por tanto, aquélla era la capital de facto, la política, nudo de comunicaciones con el resto del país y motor económico de éste.
Tanta importancia adquirió que entre 1640 y 1690 duplicó su población hasta alcanzar las ochocientas mil personas, que vivían hacinadas en casas de madera y papel con techo de heno, agolpadas además en calles muy estrechas. Como Japón era azotado con frecuencia por vientos siberianos, fríos y secos, mucha gente tenía que mantener encendidas las chimeneas todo el día, lo que acrecentaba el riesgo, máxime teniendo en cuenta que se alumbraban con lámparas de aceite. Por eso dos tercios de los incendios que sufrió la urbe a lo largo de su historia fueron en invierno, entre los meses de enero y febrero, mientras que en otros sitios suelen ser en verano.
Hasta cuarenta y nueve hay registrados entre 1601 y 1868, y eso contando sólo los grandes. Únicamente los castillos, las residencias de las clases acomodadas y algún edificio funcionarial incorporaban piedra y/o embaldosado; Osaka, donde era tradicional construir en piedra, sólo sufrió seis en el mismo período. Es inevitable recordar el de Londres de septiembre de 1666, tan parecido al de Edo en dimensiones destructoras (aunque con muchos menos muertos). «Los incendios y las peleas son las flores de Edo», decía un poético refrán para ilustrarlo. Los hikeshi no dieron abasto.

Los hikeshi eran los bomberos de la época, herederos de las Daimyo Bikeshi, brigadas privadas contra el fuego que empezaron a organizar los daimyos (señores feudales) para su seguridad ante el habitual panorama. Creados una treintena de años antes, su organización todavía era incipiente y sus intervenciones consistían, sobre todo, en eliminar las techumbres de paja antes de que las devorasen las llamas (los de Osaka solían demoler los edificios enteros para formar cortafuegos); el uso del agua era poco frecuente, pues las bombas no se aplicaron hasta el siglo XVIII e incluso entonces se dejaban de lado por la poca presión y la dificultad de manejar las mangueras de bambú.
Retomando el origen del fuego, la leyenda del furisode no es imposible; pero los historiadores han establecido que todo empezó en el distrito Hongō (donde hoy está la Universidad de Tokio) y se propagó a la zona sur de la ciudad a causa de los vientos huracanados que soplaban desde el noroeste marino, algo agravado por el hecho de que la madera y al cubierta de los edificios estaban especialmente resecas debido a la falta de lluvias que azotó Japón en verano. Como decíamos, los hikeshi todavía no contaban con efectivos, material ni experiencia para afrontar tamaño caos y se vieron impotentes.
Las llamas fueron saltando de casa en casa, de calle en calle, de barrio en barrio, hacia los distritos de Kanda y Kyobashi. Saltaron de una ribera a otra del río Sumida, prendieron en el templo Reiganji -un enorme complejo religioso, el más grande de la zona de Koto, al sudeste de la ciudad- y provocaron una estampida de huidos que quedaron atrapados en el puente Asakusabashi, pereciendo en sus inmediaciones unos veinte mil al no poder pasar, ya que por ahí se accedía al recinto del castillo de Chiyoda -la residencia del shogún- y éste tenía cerradas sus puertas.

A la segunda noche, al cambiar el viento de dirección, pasaron a devorar el centro urbano, reduciendo a cenizas buena parte de los edificios administrativos del distrito de Kōjimachi y amenazando el propio castillo de Chiyoda. Comenzado a construir en 1457, era un gran complejo militar cuya fortaleza central tenía la torre más alta de la región (cincuenta y ocho metros y medio); la base se salvó al ser de piedra, pero el resto no. De todos modos la peor parte se la llevaron los demás edificios, destinados a servicios y alojamiento de los sirvientes, completamente consumidos. Al tercer día, el siniestro se cebó con la zona de Kojimachi y llegó hasta el distrito de Shimbashi.
No hubo tregua hasta el final de la jornada, cuando el viento amainó y el fuego se redujo porque apenas quedaba nada que quemar; casi tres cuartas partes de Edo ya no existían. Sin embargo, los rescoldos seguían produciendo una densa y negra humareda que cubría la superficie urbana, dificultando la respiración e impidiendo tanto el rescate de los heridos como la recogida de cadáveres. Fue necesario esperar tres jornadas más para que equipos de voluntarios y monjes pudieran trasladar por el río Sumida los cuerpos carbonizados a la vecina Honjō, una comunidad del extrarradio donde los enterraron.
Actualmente se alza allí un templo budista donde se habilitaron el Banninzuka (Montículo de un Millón de Almas) y el Ekō-in (Salón de Oración por los Muertos) por orden del shogún Tokugawa Ietsuna. Éste envió novecientas toneladas de arroz y dieciséis mil kobans (el koban era una moneda de oro, originalmente llamada ryo) para repartir, temiendo un colapso económico, como dijo su daimyo, Hoshina Masayuki: «Los ahorros del shogunato están destinados a ser utilizados en tiempos como éstos para tranquilizar a la gente. Si no los usamos ahora, es como si no tuviéramos ahorros». Y es que las pérdidas materiales fueron cuantiosas. Se quemó más del sesenta por ciento de la ciudad, incluyendo medio millar de palacios y trescientos cincuenta templos y santuarios.

La reconstrucción de Edo llevó dos años. El shogún se aseguró de que Matsudaira Nobutsuna, el rōjū («Anciano», alto cargo del gobierno) encargado de supervisar los trabajos, lo hiciera con calles anchas, casas más separadas entre sí y techos embaldosados. Se puso especial atención en recuperar cuanto antes el área mercantil, en trasladar templos y santuarios a la ribera del río, en desecar áreas pantanosas para disponer de más suelo, en estructurar la urbe en anillos sucesivos y en alejar los edificios auxiliares del castillo -incluyendo las residencias de los daimyos-, rodeándolos de fosos y explanadas que permitieran actuar con rapidez a los hikeshi.
También se reforzó a éstos para construir lo que se considera el primer cuerpo permanente antiincendios del mundo, el de los mencionados hikeshi, dotado de especialistas en cada función, que tuvieron reflejo en las vecinas localidades de Ueno y Asakusa. Fueron asignados equipos de ellos a cada barrio, con la misión de patrullar periódicamente junto a grupos de voluntarios, de modo que al final terminaron convirtiéndose en la columna vertebral de cada comunidad; un papel social positivo que tuvo una insólita contrapartida, ya que eso los vinculó al origen de las bandas de la yakuza (el equivalente japonés de la mafia, que nació precisamente en ese siglo XVII).
Atrás quedaron algunas historias personales, unas patéticas, otras espeluznantes, todas curiosas. Como ejemplos podríamos referir la del erudito confuciano Harashi Rayama, fallecido no por el incendio sino de pena al contemplar su hogar y su biblioteca reducidos a cenizas. O el de los cientos de presos de la cárcel a los que, viendo que las llamas quemaban a algunos en sus celdas, se les permitió salir bajo promesa de regresar después (y todos cumplieron). O el hecho de que muchas muertes se produjeron porque los vecinos escapaban con unos típicos cofres de ruedas cargados con sus muebles y enseres, siendo alcanzados por el fuego al quedar envueltos en atascos masivos. O la imagen del río Kanda cegado por la cantidad de cadáveres acumulados en su cauce. O el triste reasentamiento en Asakusa de las miles de prostitutas del Barrio Rojo de Yoshiwara.

En ese sentido, también hay que reseñar las diversas hipótesis sobre cómo empezó la devastación. Antes vimos la más célebre, la leyenda del furisode, pero hubo más; al fin y al cabo, ya en su época fue cuestionada por Asai Ryōi, un monje budista que fue uno de los máximos representantes del Kana-zōshi o literatura popular y la tildó de mera ficción.
Así, se corrió el rumor de que la chispa inicial tuvo lugar en la casa del daimyo Abe Tadaaki, hombre de gran rectitud moral, azote de corruptos, al que el gobierno habría achacado la responsabilidad precisamente por eso, temiendo que actuara en su contra. Nada lo demuestra, pero las sospechas sobre el shogunato se extendieron a una segunda teoría.
Dice ésta que el bakufu tenía un plan de remodelación urbana para afrontar el acuciante crecimiento demográfico de Edo, que acarreaba los correspondientes problemas de hacinamiento, riesgo de epidemias, aumento de criminalidad y alto riesgo, paradójicamente, de incendios. Lo malo era que resultaba casi imposible ponerlo en práctica, dada la necesidad de realizar expropiaciones masivas -algunas a importantes familias nobles- y afrontar largos recursos judiciales, por lo que se habría decidido provocar deliberadamente un desastre que facilitara las cosas. Algo similar a lo que se decía que pasó con la Roma de Nerón, pero que es bastante improbable teniendo en cuenta que, como quedó patente, el castillo de Chiyoda también sufrió los efectos.
FUENTES
George Sansom, History of Japan, 1615-1867
Iokibe Makoto, The Era of great disasters. Japan and its three major earthquakes
Feuyo Matnuna, Fires and recoveries witnessed by the Dutch in Edo and Nagasaki: The Great Fire of Meireki in 1657 and the Great Fire of Kanbun in 1663
Jordan Sand, Steven Wills, Governance, arson, and firefighting in Edo, 1600–1868
George Lloyd, How the Great Fire of 1657 shaped modern Tokyo
Wikipedia, Gran incendio de Meireki
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