Estimado General: Nos hemos encontrado con el enemigo y es nuestro. Dos navíos, dos bergantines, una goleta y una balandra.
Este telegrama no sonará a la mayoría de los lectores, pero entre los aficionados a la historia naval anglosajona sí tiene cierta fama. El 10 de septiembre de 1810 se lo envió el almirante Oliver Hazard Perry a su superior, al general estadounidense William Henry Harrison, informándole de la victoria naval que había obtenido su escuadra frente a la británica del comodoro Robert Heriot Barclay en lo que hoy se denomina la batalla del lago Erie. El triunfo de Estados Unidos le permitió controlar dicho lago y prevenir así un ataque enemigo desde el norte, en el contexto de la guerra que enfrentaba a ambos países.
Conocida como Guerra Anglo-estadounidense de 1812, fue una contienda que se solapó con las napoleónicas en Europa y empezó con un intento de Estados Unidos de invadir lo que ahora es Canadá, por entonces parte del Imperio Británico, como contrapartida a las restricciones al comercio que éste le imponía con los países europeos, la incautación de sus barcos mercantes y cargamentos pese a ser neutrales -reclutando forzosamente además a sus marineros para la Royal Navy– y el apoyo que daba a los nativos para resistir a la expansión de la recién nacida república americana.

Estados Unidos era consciente de la superioridad del rival en la mar, así que centró sus operaciones en tierra y eso les llevaba a tomar como objetivo la Norteamérica Británica (Canadá), al fin y al cabo uno de sus horizontes naturales para expandirse tras haberlo hecho antes por el sur a costa de la Florida española.
Pese a que los británicos disponían de escasas fuerzas in situ -la mayoría estaban combatiendo a Napoleón-, lo que les obligaba a mantener una estrategia meramente defensiva, las tentativas de invasión estadounidenses fracasaron repetidas veces al llevarse a cabo con un insuficiente ejército formado sólo por milicias estatales, inexpertas y reacias a luchar más allá de sus fronteras.
En esa etapa de la guerra cobraron un especial protagonismo algunas tribus que, aliadas con los británicos, constituyeron la punta de lanza para repeler a las tropas de Estados Unidos. Fue la llamada confederación de Tecumseh, que bajo el liderazgo del jefe homónimo agrupaba a los shawnee, delaware, mohawk, lenape, miami, pottawatomie, wea, kickapoo, piankeshaw, sauk, ojibwa, chippewa y otros, sumando miles de guerreros. Con el viento a favor, los británicos cambiaron de estrategia y pasaron a la ofensiva, tomando Detroit en el verano de 1812 y rechazando una nueva contra a través del Niágara.

Las cosas empezaron a cambiar en la primavera de 1813, cuando el ejército combinado de nativos y casacas rojas no sólo fue incapaz de apoderarse de dos fuertes sino que sufrió tantas bajas que se vio obligado a regresar a Canadá. El general Harrison atisbó así otra ocasión para tratar de entrar en territorio enemigo, pero eso requería el previo control de los Grandes Lagos, vía fundamental de aprovisionamiento, y ninguno de los dos bandos disponía de un número de barcos que le permitiera incluinar la balanza hacia su lado.
La Provincial Marine de su Majestad tenía dos naves, el Royal George y el Earl of Moira, a las que podía sumar dos goletas en el lago Ontario más una corbeta, la Queen Charlotte, un bergantín, el General Hunter, y la goleta Lady Prevost en el lago Erie. La armada de Estados Unidos contaba sólo con los bergantines Oneida y Adams. Este último les fue capturado al caer Detroit y eso llevó a los norteamericanos a lanzar una arriesgada misión para igualar las fuerzas; en Fort Erie lograron recuperar el Caledonia, que les había sido requisado tiempo atrás, obligando a sus adversarios a encallar e incendiar el Adams, al que habían rebautizado Detroit.
De ese modo, Estados Unidos incorporó al Caledonia a su flota y la amplió comprando las goletas Sommers y Ohio, así como la balandra Trippe, a las que sometió a reformas para transformarlas en cañoneras. De hecho, el secretario de Marina, Paul Hamilton, impulsó la construcción de cuatro unidades más y designó al comodoro Osaac Chauncey para el mando de los Grandes Lagos. Así llegó 1813 y el sustituto de Hamilton en el ministerio, William Jones, ordenó construir dos corbetas, de manera que la renovada fuerza estadounidense pudo combatir por fin y reconquistar Fort Erie. Fue en el lago homónimo donde se iba a producir la batalla que nos interesa en este artículo.
En junio llegó para tomar posesión de la escuadra destinada allí el comandante Robert Heriot Barclay, un escocés que navegaba desde los once años de edad y había combatido en Trafalgar a las órdenes de Nelson, a bordo del HMS Swiftsure, perdiendo después el brazo izquierdo en otro combate. Barclay se encontró con que tenía tripulaciones muy escasas y procedentes de la Marina Provincial, que no gozaba precisamente de prestigio a ojos de ningún marino de la Royal Navy. Para colmo, las carronadas que se le enviaban para reforzar la artillería embarcada cayeron en manos enemigas durante la batalla de York, por lo que tuvo que reunir cuantas piezas encontró en los fortines.

Aún así, al recibir como refuerzos la goleta Chippeway y la balandra Little Belt zarpó buscando un enfrentamiento. Entretanto, los estadounidenses pusieron al mando al joven (veintiocho años) Oliver Hazard Perry, hermano mayor de aquel famoso Matthew Perry que tres décadas después obligaría a Japón a abrir sus puertos al comercio exterior. Perry también navegaba desde niño, había sido guardiamarina y participado en la Cuasi Guerra contra Francia, y en la contienda de Trípoli contra los berberiscos, aunque sin entrar en combate personalmente. Su única experiencia en ese sentido fue el intento -fallido- de rescatar un barco retenido por los españoles en Florida
Al empezar las hostilidades en el lago Erie, Perry se vio bloqueado por Barclay en Presque Isle, aunque a salvo gracias a un banco de arena que impedía a los británicos atacar. El mal tiempo y la falta de suministros obligaron al comodoro a retirarse, lo que aprovechó el americano para zarpar. Tuvo que vaciarlas previamente para poder salvar el banco, pero finalmente logró sacarlas y cuando el enemigo retornó se encontró con una línea adversaria que le impedía acercarse a los dos bergantines, los únicos que no tuvieron tiempo de salir.
Barclay optó por irse otra vez, esperando que terminase la construcción de la corbeta HMS Detroit. La escuadra norteamericana fondeó en Put-in-Bay, Ohio, mientras a Barclay, que empezaba a quedarse sin suministros, no le quedó más remedio que partir de nuevo y buscar batalla con Perry.

Éste, consciente de que las circunstacias le abocaban a combatir, pidió a su sobrecargo Samuel Humbleton un estandarte que, al ser izado, indicase a su flota el momento de atacar. Humbleton le propuso uno que llevase inscrita las últimas palabras pronunciadas por James Lawrence, capitán de la fragata USS Chesapeake, antes de morir luchando contra la fragata británica Shannon el mes de junio anterior: ¡No rindan el barco!, un clásico de la historia naval de Estados Unidos. Las mujeres de la ribera del lago se encargaron de bordarlo sobre fondo azul y, efectivamente, se izó el 10 de septiembre cuando un vigía alertó de que la escuadra enemiga navegaba hacia ellos.
Ambos bandos se encontraron cara a cara frente a la costa de Put-in-Bay. Barclay contaba con la corbeta Queen Charlotte (de dieciocho cañones), las goletas Lady Prevost y Chippeway (la primera de doce, la segunda de dos, pues era un mercante reconvertido), y el bergantín General Hunter (de seis), más la balandra Little Belt (otro mercante armado con tres piezas). Perry presentaba nueve naves, superando en número, tripulantes y calidad de la artillería al adversario: los bergantines Caledonia, Lawrence y Niagara, armados con una veintena de cañones; las goletas Scorpion, Somers, Ariel, Porcupine y Tigress; y la balandra Trippe.
El primer enfrentamiento fue entre el Lawrence y la Detroit, que por fin había sido terminada; la lentitud del primero, combinado con un mal uso de sus carronadas, otorgó ventaja a la segunda mientras el Niagara tampoco alcanzaba una velocidad adecuada y se retrasaba, en parte obstruido por la torpeza del Caledonia y en parte porque buscaba a la Queen Charlotte. Al final la encontró y se enzarzaron en un duelo que no trascendió porque el oficial que tomó el mando de la corbeta británica al morir sus superiores se percató de que sus piezas no tenían alcance suficiente y decidió pasar al General Hunter para unirse a la Detroit contra el Lawrence.

Machacado por las andanadas, el Lawrence terminó destrozado, falleciendo la mayor parte de su tripulación; para colmo, los heridos tenían que ser atendidos por el ayudante del cirujano porque éste había enfermado de malaria. Perry sobrevivió y se trasladó en un bote, llevando consigo el ansiado estandarte bordado, hasta el Niagara. Fue un agónico kilómetro de boga bajo un intenso fuego de fusilería de los británicos, erguido en plan desafiante o protegido, según versiones, por su sirviente negro, Cyrus Tiffany, al que su superior había ordenado al zarpar que permaneciese con un mosquete sobre cubierta como advertencia para que nadie escurriera el bulto durante la refriega.
Entretanto, el Lawrence fue infiel al eslogan y se entregó, lo que produjo un momento de calma, sin disparos. Luego se reanudó la acción, con las cañoneras estadounidenses disparando desde lejos junto al Caledonia. Para entonces ya se llevaban dos horas de lucha y aunque a priori parecía ventajosa para los británicos, en realidad éstos habían sufrido graves bajas entre su oficialidad -el propio Barclay estaba malherido-, lo que devino en una menor pericia a la hora de efectuar las maniobras. Quedó demostrado cuando el Niagara logró romper su línea disparando por ambos costados y seguido de las naves menores, sembrando el caos.
Los británicos se llevaron una sorpresa cuando, esperando que los estadounidenses se retirasen tras la pérdida del Lawrence, contemplaron que el Niagara ponía proa contra ellos y se les cruzaba de por medio secundado por sus goletas. El Detroit y el Queen Charlotte chocaron en medio de la confusión y sus aparejos quedaron enredados; con un gran esfuerzo, los marineros pudieron desenredar aquella maraña de cabos y vergas, pero los buques ya eran prácticamente inmanejables y tuvieron que rendirse. La entrega no se hizo a bordo del Niagara, como parecía lo lógico; Perry quiso que tuviera lugar en el Lawrence.

Los barcos más pequeños, cuyos capitanes habían muerto, intentaron la huida pero fueron alcanzados. Se cuenta que al tomar posesión de la nave almirante británica, los vencedores hallaron a tres nativos escondidos en la bodega. Al parecer habían subido a la cofa al comienzo de la batalla, deseosos de hacer méritos abatiendo a los oficiales rivales con sus mosquetes, pero en el fragor del combate, al ver cómo a su alrededor reventaban mástiles, palos y velas por los cañonazos, se asustaron y descendieron rápidamente para ponerse a cubierto. También hay noticias de un oso domesticado, quizá mascota de los soldados, entretenido en lamer la sangre que tapizaba la cubierta.
Barclay perdió una pierna a la altura del muslo y se desmayó por el desangramiento; también fue herido en el brazo que le quedaba y le quedó inútil para siempre. Comparecería envuelto en vendas ante un consejo de guerra, que le exoneró de toda culpa y alabó su valor, si bien no volvió a recibir el mando de un barco hasta 1822 (una bombarda); murió en 1837. En cuanto a Perry, fue condecorado con la Medalla de Oro del Congreso y ascendido a capitán. Dirigiría una misión punitiva en Venezuela en 1819, pero falleció ese mismo año de fiebre amarilla. Ambos mantuvieron versiones distintas sobre el choque, en un duelo debidamente espoleado por la prensa.
En la batalla del lago Erie los británicos sufrieron cuarenta y un muertos y noventa y cuatro heridos; seiscientos fueron hechos prisioneros, número mayor que el de supervivientes estadounidenses, quienes registraron veintisiete muertos y noventa y seis heridos (de los que dos fallecieron más tarde). Los barcos más castigados, el Lawrence, el Detroit y el Queen Charlotte, estaban tan maltrechos que fueron reconvertidos en hospitales flotantes; el primero se recuperaría para el servicio en 1814 y sería expuesto en la Exposición del Centenario de 1876 (aunque quedó reducido a cenizas cuando el pabellón que lo albergaba se incendió), pero los otros quedaron inútiles tras un el paso de un vendaval que agravó su estado hasta desarbolarlos completamente, quedando sólo sus cascos.

Junto al Lawrence, inicialmente el Niagara fue hundido deliberadamente en Presque Isle con vistas a recuperarlo posteriormente. Pero, al contrario que el primero, con el Niagara se tardaría un siglo: no fue hasta 1913 que se reflotó y restauró para conmemorar otro centenario, el de la batalla. Después cayó en el olvido, deteriorándose progresivamente hasta que en 1988 se sometió a una nueva rehabilitación -más bien reconstrucción- y hoy en día navega como buque escuela de la Guardia Costera, exhibiéndose a menudo en el muelle trasero del Museo Marítimo de Erie y ejerciendo como embajador flotante del estado de Pensilvania.
La victoria facilitó a los estadounidenses transportar a miles de soldados para tomar Amherstburg, que cayó el 27 de septiembre, el mismo día en que las tropas de Richard Mentor Johnson, futuro vicepresidente de Estados Unidos, se apoderaban de Detroit. Los británicos emprendieron una retirada general de la zona, pero fueron alcanzados y derrotados por Harrison el 5 de octubre, en la batalla del Támesis, en la que cayó muerto Tecumseh.
En otras palabras, el lago Erie y la península del Niágara pasaron a ser controlados por los vencedores, eliminando la posibilidad de una invasión enemiga por ese punto y garantizando que Ohio, Pensilvania y Nueva York quedaban a salvo. Todavía quedaban dos años de guerra. En 1815, al caer definitivamente Napoleón, los británicos ya tuvieron disponibilidad total de sus tropas y eso forzó un acuerdo, el Tratado de Gante de 1815, que restablecía el statu quo prebélico.
FUENTES
Theodore Roosevelt, The history of naval war of 1812
Craig L. Simons, Decision at sea. Five naval battles that shaped American history
John R. Elting, Amateurs to arms: A military history of the War of 1812
David C. Skaggs, A signal victory: The Lake Erie Campaign, 1812–13
Donald R. Hickey, The War of 1812: A forgotten conflict
Wikipedia, Batalla del Lago Erie
Discover more from La Brújula Verde
Subscribe to get the latest posts sent to your email.