En aquel artículo que dedicamos al trágico fin del primer ministro neerlandés y su hermano en 1672 explicábamos que el Tratado de Dover, firmado entre Carlos II de Inglaterra y Luis XIV de Francia, originó la llamada Tercera Guerra Anglo-Holandesa, en la que el ejército francés se vio detenido por las inundaciones que causaron la apertura de esclusas de la denominada Línea de Agua y la magistral actuación de la flota, impidiendo la invasión de su país. Hoy veremos cómo dos escuadras de éste, además, realizaron una audaz incursión naval contra las colonias galas e inglesas en América, recuperando durante un breve tiempo los Nuevos Países Bajos.

Los Nieuw-Nederland, como se les decía en su idioma, constituían la provincia colonial en Norteamérica de la República de las Siete Provincias Unidas, aquel estado nacido en 1579 de la independencia respecto a España en la Guerra de los Ochenta Años (aunque no fue reconocido como tal hasta 1648). Formado por la unión de Frisia, Groninga, Güeldres, Overijssel, Utrecht, Zelanda y Holanda -que a la postre sería la que nominase el conjunto por mucho tiempo-, durante su Siglo de Oro prosperaron económica y culturalmente gracias al comercio marítimo, desarrollado a través de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales.

La VOC -siglas de Vereenigde Oostindische Compagnie– fue una de esas empresas típicas de su tiempo que históricamente se catalogan de privilegiadas, al operar mediante monopolio estatal y tener autorización no sólo para comerciar sino también para funcionar en la práctica como un estado, al acuñar moneda, impartir justicia, negociar tratados, declarar la guerra, hacerla (tenía sus propios ejército y flota) y fundar colonias. Esto último, y pese a su nombre, no lo llevó a cabo únicamente en Asia sino también en América, si bien luego cedió el testigo a la nueva Compañía de las Indias Occidentales.

Reconquista Nueva York Holandeses
Las Provincias Unidas en el siglo XVIII, cuando ya habían arrebatado a España los Estados de la Generalidad y anexionado Drenthe Crédito: Joostik / Wikimedia Commons

El territorio sobre el que actuaba quedaba encajado entre los pertenecientes a Francia e Inglaterra, en la costa Este de los actuales Estados Unidos: Henry Hudson, el marino que contrataron para ello, encontró la desembocadura del río que lleva su nombre -aunque el toscano Giovanni da Verrazano ya lo había hecho en 1524 para el galo Francisco I- y estableció una factoría en la isla de Manhattan, adquiriendo pieles a los indígenas lenape. En 1626, Pierre Minuit les compró el lugar, construyó un fuerte y fundó la colonia de Niew Haarlem -o, más comúnmente, Niew Holland, Nueva Holanda-, un territorio mucho más grande que la metrópoli.

Con el tiempo se extendería desde la península Delmarva (situada entre las bahías de Chesapeake y Delaware) hasta el cabo Cod por los actuales estados de Nueva York, Nueva Jersey, Delaware y Connecticut, así como zonas menores de Pensilvania y Rhode Island. En 1664, durante la Segunda Guerra Anglo-Neerlandesa, la Royal Navy navegó hacia allí y el gobernador Peter Stuyvesant no tuvo más remedio que entregar la colonia a los británicos; su capital, Nueva Ámsterdam, fue rebautizada Nueva York en honor del duque homónimo, hermano del rey Carlos II de Inglaterra.

Tres años más tarde, por el Tratado de Breda, la República de las Siete Provincias Unidas renunció a sus reivindicaciones sobre Nueva Holanda a cambio de la posesión en América del Sur de lo que los españoles llamaban Suriname (por la tribu surinen que la habitaba) y ellos rebautizaron Guayana Neerlandesa, hasta entonces disputada con Su Graciosa Majestad. Ninguno de los dos bandos imaginaba que habría un tercer enfrentamiento y que en ella los neerlandeses recuperarían Nueva Holanda, máxime teniendo en cuenta el curso de la contienda, con los aliados Francia e Inglaterra a punto de invadir la metrópoli.

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La compra de Manhattan, en una ilustración de Alfred Fredericks. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Los neerlandeses no estuvieron solos en el conflicto, contando esta vez con la ayuda extraoficial de la España de Carlos II y el Sacro Imperio de Leopoldo I. Por otra parte, la guerra era impopular en Inglaterra porque obligaba a aliarse con Luis XIV, un monarca católico. Éste estaba tan convencido de la invencibilidad de sus tropas, que en las negociaciones planteó unas condiciones deliberadamente inaceptables. Se llevó un chasco cuando el enemigo abrió las esclusas e inundó los pólders (terreno ganado al mar para su cultivo) obstaculizando su avance, pero la República pasaba por graves apuros económicos que dificultaban su abastecimiento, que era fundamentalmente por vía marítima.

Dado que una subida de impuestos resultaba peligrosa -la recaudación fiscal se destinaba a cubrir los gastos militares- se plantearon dos posibles maneras de afrontar el problema: asaltar los barcos mercantes de la Compañía Británica de las Indias Orientales o realizar una incursión naval por las colonias del adversario. El almirantazgo se decidió por la segunda opción y empezó a preparar la misión encomendándosela a uno de esos marinos que el país había alumbrado en una brillante generación junto a Michiel de Ruyter, Maarten Harpertszoon Tromp, Jacob Van Wassenaer Obdam, Witte de With, Cornelis Tromp, Aert Jansse van Nes, etc.

Se llamaba Cornelis Evertsen el Joven, tenía sólo treinta años y descendía de una familia de navegantes en la que su padre y su tío llegaron a ser almirantes. Natural de Zelanda, era de fe protestante y se lanzó a la vida marinera desde niño, ejerciendo de corsario y demostrando siempre un carácter gruñón que le hizo ganarse el apodo de Keesje den Duvel (“Cornelis el pequeño diablo”) y originar algunas anécdotas: una vez fue hecho prisionero por los ingleses y tuvieron que impedirle volar su propio barco; cuando el capitán enemigo le preguntó por un agujero de bala que llevaba en el sombrero, él respondió que hubiera preferido un disparo más abajo que le ahorrase la humillación.

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Situación de las Provincias Unidas en 1672: tierras de la república (amarillo); del Sacro Imperio (dorado); de España y el Obispado de Lieja (rojo); invadidas por Francia (azul oscuro); reclamadas por Francia (azul claro); y reclamadas por Inglaterra (verde). Crédito: JMvanDijk / Wikimedia Commons

En 1666, tras adquirir experiencia en numerosos combates con la armada de Zelanda (y asistir a la horrible muerte de su progenitor, partido en dos de un cañonazo), fue nombrado almirante de Zelanda -el más joven hasta la fecha- y al estallar la Tercera Guerra Anglo-Neerlandesa le enviaron a África para expulsar, con éxito, la expedición británica que dirigía Sir Robert Holmes con el objetivo de apropiarse los asentamientos de la República en la costa atlántica. Ahora, en 1672, la misión de Evertsen era atacar los del enemigo en América, para lo cual se le entregó el mando de una escuadra de seis buques y medio millar de hombres, entre marineros e infantes de marina.

Zarparon de Vlissingen en noviembre, salieron al Atlántico, capturaron algunos barcos ingleses y, al empeorar el tiempo, se refugiaron en las islas Canarias, pasando a continuación a Cabo Verde. Allí apareció por sorpresa una flota inglesa superior en número, de la que escaparon apuradamente aligerando las bodegas de sus naves para ir más rápido. Pero sin ganancias el futuro de Evertsen en la República se presentaba negro, así que, pese a su precaria situación, decidió no regresar y puso rumbo a América. Aunque el plan era atacar la colonia francesa de Cayena, un reconocimiento previo de la zona aconsejó no hacerlo y siguió hacia Surinam.

Allí pudo reabastecerse por fin y continuar rumbo a Martinica, en cuyas inmediaciones coincidió con otra escuadra neerlandesa, la de Ámsterdam, que dirigía Jacob Binckes. Este marino, cinco años mayor que Evertsen, había participado al mando de una fragata en la famosa incursión de 1667 que sorprendió a los ingleses remontando el Támesis y ahora estaba en el Caribe buscando botín, tras haber escoltado a la Flota de Indias española desde las Azores hasta Cádiz. Los dos capitanes se pusieron de acuerdo para juntar sus fuerzas contra las colonias inglesas y francesas, alternándose en el mando cada semana.

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Retrato de Cornelis Evertsen el Joven pintado por Nicolaes Maes. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Primero atacaron Guadalupe, capturando varios mercantes. Luego fracasaron en Nevis, por lo que pasaron a la isla vecina, Saint Kitts, apoderándose de más barcos y a continuación reconquistando Sint Eustatius, que Inglaterra les había arrebatado poco antes; con ella cayó también Saba. Allí se quedaron un tiempo, descansando y expropiando los esclavos a sus amos neerlandeses por haber colaborado con el enemigo. Los llevaron consigo al reembarcar para venderlos en San Juan de Puerto Rico; sin embargo, las autoridades españolas no les dejaron fondear siquiera, así que realizaron la venta en Surinam.

Concluida la operación, fijaron el siguiente objetivo: la Norteamérica continental. Virginia era el primer paso, pero su gobernador fue advertido y emprendió a toda prisa la construcción de fortificaciones mientras reunía cuantas tropas podía. Lo verdaderamente malo estaba en que el plan de Evertsen y Binckes consistía en hacerse con la flota virginiana que, junto a la de Maryland, se disponía a viajar a Inglaterra con sus cargamentos de tabaco. La metrópoli envió como escolta dos fragatas de cincuenta cañones: la HMS Barnaby, mandada por Thomas Gardiner, y la HMS Augustine, a las órdenes de Edward Cotterell. Empezó entonces un curioso juego del gato y el ratón.

Los dos buques de guerra ingleses fueron al encuentro de los neerlandeses, que estaban esperando la llegada del convoy en Cape Henry, para atraer su atención y dar tiempo a huir al convoy, que bajaba inadvertido por la bahía de Chesapeake. Pero la estratagema resultó inútil porque se enfrentaban a una veintena de naves y, a lo largo de días de lucha, varios de los barcos ingleses terminaron encallando en los bajíos de Hampton Roads, escapando el resto hacia Jamestown; cuatro fueron quemados y los dos restantes saqueados, ascendiendo el valor de su preciado cargamento a unos doscientos cuarenta mil florines.

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Jacob Binckes retratado también por Nicolaes Maes. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Esa acción, que tuvo lugar en julio de 1673, ha pasado a la historia como la batalla del río James. Días más tarde capturaron un queche inglés en el que viajaban importantes pasajeros: James Carteret, su novia francesa (apellidada Delavall) y Samuel Hopkins. Estos dos hombres habían conspirado contra John Berkeley, gobernador de Nueva Jersey, colonia que era propiedad suya y del padre de James, el baronet George Carteret (del que, en realidad, James era hijo ilegítimo); téngase en cuenta que, al principio del período colonial británico, los asentamientos americanos eran entregados por la Corona a los lores en concesión personal.

James Carteret y su novia fueron liberados a cambio de organizar un intercambio de prisioneros con el gobernador. Pero entretanto, los neerlandeses también obtuvieron una valiosa información de Hopkins: el gobernador de Nueva York, John Lovelace, estaba ausente y las defensas de la colonia se reducían a Fort James, un fortín construido en Manhattan cuando aquello todavía era Nueva Ámsterdam, sin que se hubiera mejorado desde entonces; su guarnición sólo tenía sesenta soldados y una treintena de cañones de poco calibre. Evertsen y Binckes, que sumaban veintitrés barcos y mil seiscientos hombres, vieron una oportunidad de oro; ya tenían otro objetivo en su misión y zarparon hacia allí.

El 30 de julio anclaron en Staten Island, donde recogieron a varios colonos neerlandeses descontentos con el gobierno inglés y que confirmaron los datos que tenían. Los dos capitanes redactaron una proclama a la población británica anunciando que volvían a tomar posesión de Nueva Ámsterdam y que si se rendían serían bien tratados.

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Mapa de la batalla del río James. Crédito: maps.bpl.org / Wikimedia Commons / Flickr

Una delegación enviada por el comandante del fuerte les exigió mostrar la orden al respecto dictada por los Staten-Generaal (Estados Generales); obviamente no había tal y Evertsen, en uno de sus característicos arrebatos de furia, respondió que la comisión estaba atrapada en la boca de su arma y tendrían ocasión de verla de cerca si no se entregaban.

Pero el comandante del fuerte, John Manning, se negó y empezó un intercambio de andanadas que terminó cuando desembarcaron seiscientos infantes de marina neerlandeses dirigidos por otro joven militar, Anthonij Colve, al que se sumaron muchos colonos neerlandeses, y forzaron la rendición de la posición. El 12 de agosto se contituyó un krijgsraad (consejo de guerra) en el que Nueva York fue rebautizada New Orange y se eligió a Colve gobernador general provisional. Desde allí se envió al norte una fuerza naval de cuatro barcos, al mando de Nicholas Boes, para atacar la flota pesquera que faenaba en Terranova. Nuevamente con éxito: destruyeron un fuerte, hundieron muchos barcos, capturaron grandes cargamentos de pescado…

Evertsen y Binckes estaban tan repletos de botín que consideraron que era el momento de regresar a su país para entregarlo. Zarparon a mediados de septiembre, alcanzaron las Azores a finales de octubre, perdieron algunas de las treinta y cuatro naves que habían capturado por una tempestad y arribaron a Cádiz en diciembre, quedándose un tiempo para aprovisionarse y efectuar las necesarias reparaciones. Estando en ello ocurrió un insólito episodio: la HMS Tyger, una fragata inglesa de treinta y ocho cañones, entró en el puerto y su capitán, John Harman, retó a los neerlandeses. Iba a ser la última batalla de aquel viaje.

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Mapa realizado por Hugo Allard en 1674 para conmemrorar la reconquista de Nueva Ámsterdam, que aparece en la parte inferior. Crédito: Dominio público / Wikimedia Commons

Evertsen aceptó el duelo y envió a disputarlo a Passchier de Witte, capitán del Schaeckerloo, de veintiocho cañones. Era el 13 de febrero de 1674 y una multitud de espectadores se congregó en la bahía para asistir al combate. Durante varias horas, el Schaeckerloo intentó repetidamente abordar a la Tyger pero fue en vano; los ingleses supieron defenderse y al final lograron rendir y capturar el barco enemigo. Unicamente sufrieron veinticuatro bajas, frente al medio centenar neerlandés (más setenta heridos); Harman y de Witte también resultaron heridos. Posteriormente, el inglés sería recibido y premiado por el rey Carlos II, a la par que se hacía muy popular una canción marinera dedicada a él: Farewell to Digby.

Por contra, cuando Evertsen volvió a Zelanda en junio fue acusado de desobediencia: se le había encomendado la misión de asolar las colonias enemigas, no reconquistarlas, ya que eso implicaba una inversión en ellas que el gobierno no estaba en condiciones de afrontar. Irónicamente, las dos únicas plazas que tenía orden de ocupar, Santa Helena y Cayena, seguían en manos enemigas. Pese a todo, continuó en activo, participó en más batallas y llegó a ser almirante antes de fallecer en 1706, mientras Jacob Binckes tuvo menos suerte: llego al grado de comodoro, pero en 1677 un cañonazo francés alcanzó el polvorín del fuerte que defendía en Tobago y la explosión subsiguiente le mató con sus oficiales.

La victoria postrera del HMS Tyger en Cádiz fue una forma de compensar el desastre que Inglaterra había sufrido en sus colonias americanas. Lo irónico del lance -y trágico, para los que murieron- fue que era innecesario: la guerra había terminado días antes, aunque los contendientes no lo sabían. El Segundo Tratado de Westminster se firmaría el 17 de ese mismo mes y sus cláusulas no sólo incluían el retorno a manos inglesas de Nueva York y Surinam sino el pago de una indemnización de dos millones de florines (aunque Carlos II tenía deudas importantes con la Casa de Orange, así que cobró muy poco del dinero estipulado).



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