El 11 de agosto de 1784 se hizo entrega a Luis XVI, rey de Francia, de un informe elaborado por la llamada Comisión Real sobre Magnetismo Animal, compuesta por dos comités independientes de médicos y científicos (entre los cuales figuraba Benjamin Franklin), que tenía como misión esclarecer la existencia o no de un fluido magnético invisible que envolvía a los seres vivos y cuyas alteraciones serían causantes de las enfermedades. Dicho fluido era la base de una doctrina terapéutica basada en su manipulación y tratamiento, el mesmerismo, nombre derivado del médico alemán que la formuló, Franz Anton Mesmer. La comisión concluía que no había prueba alguna de ello y la descalificó.
Mesmer nació en 1734 en Iznang, una localidad de Suabia, región entonces integrada en el Sacro Imperio Romano Germánico. Estudió en las universidades jesuitas de Dlinga e Ingolstadt para después hacer medicina en la de Viena, donde se graduó en 1759. Se estableció en esa ciudad y ejerció como médico, publicando en 1766 una tesis que, al menos en parte, había plagiado a un médico inglés amigo de Newton, Richard Mead. Titulada De planetarum influxu in corpus humanum, en ella teorizaba sobre la astrología médica, es decir, la influencia de la Luna y los planetas sobre el organismo humano y sus enfermedades, mostrando ya una vocación por lo que en aquella época se denominaba protociencia (hoy pseudociencia).
Dos años más tarde, a la vez que se afianzaba en la profesión médica, contrajo matrimonio con una viuda adinerada, Anna Maria von Posch, la cual le abrió las puertas de la alta sociedad. De ese modo se convirtió en mecenas de artistas (Haydn, Glück) y produjo la primera ópera –Bastien und Bastienne-de un niño prodigio que asombraba en toda Europa, Wolfgang Amadeus Mozart. Posteriormente, el compositor incluiría una referencia a Mesmer en otra de sus obras, la famosa Cosi fan tute, con el personaje del falso doctor que cura a unos presuntos envenenados utilizando un imán.
Y es que Mesmer había empezado a usar imanes para sanar en 1774: los aplicaba al cuerpo de sus pacientes tras darles una bebida rica en hierro y así, decía, podía equilibrar sus humores corporales y mejorarles la salud. Poco a poco fue convenciéndose de que, en realidad, no eran los imanes en sí los que producían la mejora sino el efecto que generaban sobre un tipo de fluido magnético que envolvía a todos los seres humanos y permitía su correcto funcionamiento; las alteraciones o desequilibrios que eventualmente sufría dicho fluido, al que llamaba magnetismo animal, eran los que daban lugar a la aparición de enfermedades.
Por tanto, se podría alcanzar la curación del enfermo creando «mareas artificiales» para restablecer su equilibrio. ¿Cómo? Ya hemos visto que la aplicación de imanes era una vía, pero no la única. También estaban, por ejemplo, la hipnosis, la electricidad, metales, maderas, minerales y algunas plantas, todo lo cual tenía su correspondencia con ciertos átomos corporales sobre los que ejercían un influjo beneficioso con la técnica adecuada a través de canales eléctricos. Conviene tener en cuenta que la electricidad y el magnetismo no eran desconocidos.
El inglés William Gilbert ya había empezado a estudiar esos fenómenos en el siglo XVI y su obra De magnete, publicada en 1600, fue el primer libro que los trató desde una perspectiva científica confirmando, entre otras cosas, la teoría de Copérnico de que el movimiento del cielo se debía a la rotación de la Tierra y sentando las bases para que Isaac Newton formulara la gravitación universal medio siglo después. Otro inglés, Thomas Browne, introduciría por primera vez los términos «electricidad» y «eléctrico» en su Pseudodoxia Epidemica (1646), y más tarde se sumarían investigadores como Otto von Guericke, Pieter van Musschenbroek o Henry Cavendish
Volviendo a Mesmer, colaboró con el jesuita astrónomo Maximilian Hell y el exorcista Johan Joseph Gassner, convenciendo a este último de que sus expulsiones de demonios se debían al magnetismo animal. Sin embargo, aquello se consideró un ataque a la religión y dio lugar a un escándalo que, junto al fracaso que supuso su intento de devolver la vista a una célebre pianista ciega (Marie Theresia Paradies, patrocinada por la emperatriz María Teresa I), le obligó a dejar Viena e instalarse en París en 1777. Allí se reencontró con Mozart y atendió en su consulta a mucha gente acomodada, pero eso no le bastó para que la Real Academia de Ciencias o la Real Academia de Medicina certificasen su teoría del magnetismo animal.
Sólo halló complicidad en Charles d’Eslon, médico del conde de Artois (el hermano del rey), quien le animó a publicar Mémoire sur la découverte du magnétisme animal. En ese libro explicaba la salud como el libre flujo del proceso de la vida a través de miles de canales de nuestro cuerpo, siendo los obstáculos a dicho flujo la causa de las enfermedades; si se inducía la causa del mal mediante magnetismo animal (por ejemplo con imanes o movimientos de las manos, posteriormente mediante hipnosis) se podía curar. La buena reputación de su nuevo amigo le proporcionó pacientes y popularidad; con ellos pasó a poner en práctica su arte sanatoria, que podía ser individual o colectiva.
En el primer caso se sentaba frente al individuo, mirándolo fijamente a los ojos y presionando los pulgares del paciente en sus manos para proceder a hacer unos pases con éstas desde los hombros hacia sí; luego apretaba bajo el diafragma del otro durante un tiempo prolongado -horas, a veces- hasta que manifestaba convulsiones o sensaciones que eran consideradas un preludio de la curación. El tratamiento solía terminar con música tocada mediante una armónica de cristal (un instrumento inventado por Benjamin Franklin en 1762, tras ver un concierto de copas de vino llenas tocadas por el inglés Edward Delaval).
Como Mesmer tenía muchos pacientes, en ocasiones realizaba sesiones con varios a un tiempo, en una especie de terapia grupal. Para ello aplicaba un artilugio de su invención, el baquet, de los que tenía varios, siendo el más grande el del Hôtel Bullion de la rue Coq-Héron: una cuba grande llena de botellas con una solución hidroelectrolítica de las que salían varillas de hierro que transmitían una suave corriente eléctrica a los pacientes que las tocaban. Podían ser una veintena al mismo tiempo porque, al estar sentados alrededor y enlazados por las manos, la recibían al unísono. Dicha corriente actuaba sobre el sistema nervioso generando sensaciones y, suponía Mesmer, disponiendo al organismo para la curación.
Todo ello se aderezaba mediante una ambientación mistérica: las melodías de la mencionada armónica de cristal, incienso, decoración astrológica o masónica, luz tenue y la extravagante vestimenta del propio doctor -bata de seda, calzado dorado-, que efectuaba sus gestos y sus pases de mano y sus toques con una varita magnetizada provocando gritos, convulsiones, temblores, risa histérica y otras manifestaciones de emociones incontenidas pero catárquicas. Un ayudante llamado Antoine se encargaba de sacar de la estancia a quienes experimentaban dichas emociones en exceso, llevándolos a otra de paredes acolchadas para que se calmaran.
Hoy parece obvio que aquello tenía más que ver con la capacidad de sugestión que con la ciencia y lo cierto es que ni el mismo Mesmer sabía explicar el funcionamiento del magnetismo animal, por eso su insistente petición de que el mundo académico avalase su autobautizada «doctrina» y la difundiera en beneficio de la Humanidad (una de las tinas era gratuita, para la gente pobre, aunque las otras le proporcionaban jugosas ganancias de trescientos luises mensuales) cayó en saco roto y no fueron pocas las voces que se alzaron contra lo que consideraban carente de base científica.
Ahora bien, destacados aristócratas y notables pagaban religiosamente -había lista de espera- por el tratamiento y contribuían a darle publicidad. Entre ellos estaban futuros revolucionarios como el filósofo y naturalista Jean-Jacques Rousseau, el doctor Jean-Paul Marat (que todavía no era el periodista revolucionario jacobino en que se convertiría después), el marqués de Lafayette, el conde de Saint-Simon, el escritor Jacques Pierre Brissot, el sacerdote Claude Fachet… Todos ellos se fijaban especialmente en una vertiente social de lo que empezaba a conocerse como mesmerismo y que, al fin y al cabo, conseguía aliviar achaques como la gota, calambres estomacales, desarreglos menstruales…
De ahí que muchos solicitaran a la reina, María Antonieta, que intercediera ante el gobierno para que le concedieran a Mesmer una pensión vitalicia con la que financiar una clínica supervisada a cambio de que otros médicos pudieran analizar a los pacientes y así poner fin a las dudas. Fue el propio médico quien rechazó la oferta por considerarla insuficente (en total eran unas treinta mil libras), porque no quería injerencias y porque él mismo fundó la Sociedad de la Armonía Universal (cuyo lema era Salir, tocar, curar) para difundir la Doctrina. Resultó ser un éxito que le enriqueció, permitiéndole abrir filiales en una docena de ciudades francesas.
Por eso en 1784 Luis XVI mandó crear la citada Comisión Real sobre Magnetismo Animal, que debía estudiar el caso y presentar un informe al respecto. Para ser exactos, se trataba de dos comités. Uno, que estaba formado por cuatro médicos de la Faculté de Médecine de Paris y cinco científicos de la Académie des Sciences, recibió el nombre extraoficial de Comisión Franklin porque uno de sus miembros era Benjamin Franklin, por entonces embajador de EEUU en Francia; también figuraban Joseph Ignace Guillotin (que en pocos años daría nombre a la guillotina) y el químico Antoine Lavoisier. El otro lo integraban cinco médicos de la Société Royale de Médecine, de ahí que se lo conociera como Comisión de la Sociedad.
El trabajo les llevó cinco meses, al cabo de los cuales entregaron su informe al monarca y lo publicaron con una tirada de veinticuatro mil ejemplares. Mesmer se negó a colaborar, así que a partir de lo que el doctor Charles d’Eslon les explicó, que fue confuso porque, al igual que su creador, tampoco entendía el funcionamiento de las curaciones, las conclusiones fueron demoledoras: no había evidencia alguna de que existiera un magnetismo animal ni fluido magnético; los efectos observados se debían a una acción fisiológica, no metafísica; todo era producto de la imaginación de los pacientes y de imitarse unos a otros, ya que el ceremonial adjunto nunca produciría ningún efecto si se hacía sin el conocimiento del enfermo.
De hecho, se hicieron pruebas a ciegas que demostraron que los pacientes sólo reaccionaban si lo sabían previamente, lo que se considera la primera observación empírica de lo que hoy llamamos efecto placebo. Hasta d’Eslon terminó admitiendo la posibilidad del error, aunque sin negar que podía resultar de utilidad. En ese sentido obtuvo el apoyo del único miembro de la Comisión que discrepó del informe y se negó a firmarlo: el botánico Antoine-Laurent de Jussieu, que adujo que si la medicina imaginativa es la mejor, ¿por qué no deberíamos hacer medicina imaginativa?. Mesmer no era, pues, un embaucador; simplemente no entendía -o no asumía- que todo se debía al poder de la sugestión, ya que aseguraba haber tratado con éxito a bebés y personas en coma. La teoría del magnetismo animal se limitaba a encajar adecuadamente en los discursos filosóficos naturales empíricos del momento.
El astrónomo Jean Sylvain Bailly (que luego sería alcalde de París y primer presidente de la Asamblea Nacional) era el más hostil a Mesmer y resumió el asunto diciendo: La imaginación sin magnetismo produce convulsiones (…), el magnetismo sin imaginación no produce nada (…). Añadió, además, que el tratamiento podría ser peligroso para la moral por el estrecho contacto entre el médico y las pacientes. Consecuentemente, se decretó que todos los iniciados en la Doctrina debían firmar un acta de abjuración: Ningún médico se declarará partidario del magnetismo animal, ni por sus escritos ni a través de su práctica. Algo que no afectaba al propio Mesmer, puesto que no pertenecía a la Facultad de Medicina de París y quedaba al margen de cualquier posible ostracismo.
Sin embargo, Mesmer decidió abandonar París y se instaló en Suiza, regresando tiempo después para tener que marchar de nuevo en 1793, al instaurarse el Terror revolucionario (que guillotinó a Bailly y Lavoiser). En el país alpino pasó desapercibido; los medicos nativos habían propuesto anteriormente la curación mediante imanes y, al revelarse ineficaz, nadie se volvió a interesar. En 1798, al tomar el poder el Directorio visitó otra vez París para intentar recuperar su patrimonio; no pudo, pero como créancier de État («acreedor de Estado») le concedieron una pensión de tres mil francos. En 1809 se retiró definitivamente a Suiza, atendiendo médicamente a los pobres. En 1812 se solicitó su presencia en Berlín para reconsiderar y actualizar su Doctrina, pero él lo rechazó, cansado y convencido de que la Historia le haría justicia. Falleció tres años después de un derrame cerebral.
A pesar de todo, dejaba un buen número de seguidores, de entre los que sobresalió Amand-Marie-Jacques de Chastenet, marqués de Puységur, magnetista de gran éxito y precursor de la hipnosis terapéutica que ha sido reivindicado por los psicoanalistas. Otros de renombre fueron Étienne Félix d’Henin de Cuvillers (acuñador del término «hipnotismo» y derivados), Paul Gibier (bacteriólogo y fundador del Instituto Pasteur), Allan Kardec (fundador del espiritismo), Justinus Kerner (médico, autor del primer tratado sobre el botulismo), Georges Gilles de la Tourette (neurólogo, descriptor del síndrome de Tourette), Charles de Villers (traductor de Kant al francés) y Alfred Russell Wallace (naturalista que desarrolló una teoría de la evolución simultánea e independientemente de Darwin).
Parte de estos personajes abrazaron el mesmerismo o se desgajaron parcialmente para entrar en el magnetismo. Si bien ambos movimientos estaban vinculados, mantenían ciertas diferencias; la principal era la separación entre los ámbitos teórico y práctico: los mesmeristas otorgaban el protagonismo sanador al médico, considerando el fluido vital una simple metáfora, mientras que los magnetistas creían en su existencia material (aunque intangible). Y, puestos a hablar de «ismos» relacionados, convendría recordar que a caballo entre los siglos XVIII y XIX se desarrolló el galvanismo, teoría del médico italiano Luigi Galvani basada en la creencia de que el cerebro genera electricidad que transmite a los nervios y mueve los músculos, lo que dio lugar a muchos experimentos con cadáveres (y a la novela Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley).
Un año antes de la muerte de Mesmer, el mesmerismo revivió de la mano del médico y físico Karl Christian Wolfart, ejerciendo notable influencia sobre el Romanticismo y el Misticismo alemanes, así como sobre la filosofía natural que consagraron Friedirch Schielling y G.H. von Schubert. También influyó decisivamente en Johan Heinrich Jung y D.G. von Kiese, y en el socialismo utópico inglés: Robert Owen creía firmemente en la idea mesmerista de que el capitalismo corrompía la naturaleza humana, que era necesario recuperar con un tratamiento ad hoc.
Eso derivó en el freno-mesmerismo, difundido por Spencer Timothy Hall y Edward Thomas Craig, que buscaba alcanzar la sociedad ideal a través de la eliminación de los obstáculos biológicos que alteraban el fluido y que fue duramente criticado por Engels y Marx. Para entonces ya había saltado a los recién nacidos EEUU gracias al reseñado Lafayette, quien escribió a George Washington hablándole de Mesmer, aunque Benjamin Franklin y Thomas Jefferson eran hostiles al mesmerismo e hicieron cuanto pudieron para evitar que arraigara sin conseguirlo.
Los que más hicieron por hundirlo, sin pretenderlo necesariamente, fueron Hans Christian Ørsted, André-Marie Ampère y Michael Faraday, físicos y químicos que desentrañaron científicamente los misterios del electromagnetismo a la par que la medicina evolucionaba y dejaba claro que no existía un fluido magnético envolviendo el cuerpo humano. Aún así el magnetismo dejó un poso considerable en la hipnosis, tanto en su aplicación terapéutica como en la que se generalizó en la segunda mitad del siglo XIX para las mal llamadas ciencias psíquicas y pseudociencias (espiritismo, ocultismo…), hasta que la anestesia impuso su ley.
FUENTES
Stefan Zweig, La curación por el espíritu (Mesmer, Mary Baker-Eddy, Freud)
Melanie Thernstrom, Melanie Thernstrom, Las crónicas del dolor. Curas, mitos, misterios, plegarias, diarios, imágenes cerebrales, curación y la ciencia del sufrimiento
Reinhard Mocek, Socialismo recolucionario y darwinismo social
Christopher Turner, Mesmeromania, or, the tale of the tub. The therapeutic powers of animal magnetism
Jairo Alonso Rozo Castillo, Franz Anton Mesmer: ¿Hereje, charlatán o pionero?
Benjamin Franklin, Animal magnetism: report of Dr. Franklin and other commissioners, charged by the King of France with the examination of the animal magnetism as practised at Paris
Wikipedia, Mesmerismo
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